A la memoria de Rocío Orsi
Esta misma primavera hace treinta años que comencé a traducir, al principio del inglés, libros de tema empresarial. Acababa de volver de Estados Unidos tras unos pocos meses allí, pero me pareció –¿quién sabe por qué?– que podría traducir. En Ediciones Deusto, una editorial de Bilbao, me encontré con un Director de Producción al que mi aventura americana le interesó muy profundamente, y me hicieron una prueba. Había, por supuesto, muchos errores, pero confiaron en que podría aprender. En realidad, creo que el que juzgaba era demasiado buena persona para decir «no» a nadie. Era el corrector de estilo de la editorial. El corrector de estilo –una figura imagino ya cuasiextinta– era quien se encargaba de corregir errores de traducción y de mejorar el lenguaje definitivo del texto.
Aquel corrector no sólo me dio una oportunidad única en la vida sino que fue enseñándome, con sus correcciones cuidadas y razonadas, a traducir. Diría que me enseñó el oficio, y aprovecho esta ocasión para agradecérselo públicamente. Se llamaba José Ignacio Sanz, era profesor de órgano en el Conservatorio de Música de Vitoria, y completaba sus magros ingresos de músico con media jornada de siempre esmeradas mejoras de unos textos que, como él mismo reconocía, no se lo merecían: «es echar margaritas a los cerdos», decía a veces bajando la voz, como si los cerdos anduvieran cerca.
Traducir no es una capacidad natural del ser humano, es un oficio que hay que aprender: se podrá aprender solo o acompañado, pero es muy raro que a las primeras de cambio salga con naturalidad. Insisto en que es un oficio que exige una práctica, porque a veces se piensa que con saber dos lenguas ya se traduce; no basta: hay que aprender a separar bien las dos lenguas. Como dice Fernando Aramburu: «es una tarea delicada y por demás trabajosa, como de cirujano del lenguaje».[1]
Para mí traducir es una suerte de oficio artesano, y la calidad que pueda lograr en mis traducciones, cierto grado de decencia, se la debo a tal modo de concebirla: buscar la frase adecuada en castellano es un juego moroso de busca de significaciones, evitación de errores, aderezo de matices y pulido de la expresión, que a veces llega a satisfacer intensamente, otras te lleva no más que a una corrección contenida.
Para traducir hay, por supuesto, que escribir bien; no hace falta ser un gran escritor –eso es otra cosa–, pero hay que manejar la lengua con soltura y gracia. El texto original no nos dice cómo debemos verterlo, sólo qué debemos decir. Insisto en ello porque es muy corriente pensar que una vez dado el original y puesta en marcha la máquina de traducir, la traslación se da por supuesta. Nada más lejos de la realidad, sobre todo si pensamos en textos mínimamente complejos como suelen ser las obras filosóficas.
No hay que olvidar que en la traducción hay también cierta dosis de creación; no pretendo arrogarme ningún título que no me corresponda. En el caso de la poesía bien traducida, hay todo un creador. En el de la obra filosófica, no lo sé; lo que sí sé es que para realizar una buena traducción hay que pensar un poco, probablemente no en el mismo sentido en que decimos que Nietzsche o Heidegger pensaron, mas sí en el sentido, derivado, de extender por la trama significante de la lengua de llegada el estilo de pensamiento que configura e impregna la obra del pensador traducido.
Que la traducción tiene en estos momentos una importancia cada vez mayor es algo que no deberíamos perder de vista, y los cantos de sirena de los traductores automáticos parecen en buena medida reducir, incluso negar, su carácter artesanal y por tanto personal. No voy a entrar a discernir ni a valorar su influencia. Lo que sí quisiera de entrada dejar claro es que en este país la traducción es algo a lo que en general no se le da demasiada importancia y que, ciertamente se paga mal, muy mal. (Parece que últimamente está mejorando la cosa: hay editoriales que promueven la buena traducción, aunque no sé si la pagan.) Las tarifas ridículas y el desprecio del oficio son probablemente la razón de que en castellano haya tantas traducciones malas. Si uno tiene que vivir de sus traducciones no puede dedicar el tiempo que hace falta para que la traducción sea óptima; o es un verdadero fenómeno –algunos, los hay– que acierta a la primera o el resultado se resiente: no se le ha dedicado el tiempo suficiente para perfeccionar la traducción, y ésta se queda en sus primeras fases, trasluciendo el original o desvirtuándolo de una u otra manera.
En las páginas que siguen no me voy a ocupar de la traducción exquisita, hasta superior a veces al original, que es una verdadera excepción, sino de la traducción correcta, accesible para un saber hacer modesto como el mío, que reconoce, por un lado, la genialidad de algunos pero ve, por el otro, una chapuza relativamente generalizada. Y me refiero exactamente a lo siguiente: estoy acabando ahora una nueva traducción de Aurora, de Nietzsche; tengo en casa otras cinco traducciones anteriores que voy leyendo cuidadosamente; pues bien, de los 575 que integran la obra, son pocos los parágrafos en los que no se detecte algún error, desde comas mal puestas que producen ambigüedades chocantes hasta la inversión rotunda del sentido del original, pasando por desajustes de toda laya. A eso me refiero con «chapuza». — Lo que voy a hacer es, primero, desmontar algunos tópicos en que se escuda la chapuza y aun la promueven; luego, o a la vez, intentar exponer qué es traducir y cómo se debe hacer.
Trabajé entre ocho y nueve años para Ediciones Deusto, al principio traduciendo textos técnicos del mundo de la empresa; después, al ampliarse la producción, me ascendieron a corrector de estilo y tuve que hacerme cargo de obras cada vez más variopintas, bien que todas ellas relacionadas con el entorno empresarial: del simple Cómo vender más y mejor pasamos a Cómo combatir el estrés, La importancia de las matemáticas en los negocios o las Guías American Express para ejecutivos.
Corrigiendo a otros descubrí que, efectivamente, la traducción se hacía de manera automatizada. Pero es que había que ganarse la vida y tampoco estaban los cerdos para margaritas.
Los últimos veinte años he traducido de manera esporádica, por puro gusto y supongo que un poco de vanidad; he traducido del alemán sobre todo filosofía: dos textos de lecciones de Heidegger, un volumen de los Fragmentos póstumos de Nietzsche y ahora, como decía, estoy acabando la corrección de una nueva versión de Aurora. Lo que el hacerlo por puro gusto, sin ánimo de lucro, me permite es tomarlo como un juego, y llevarlo según mis capacidades al óptimo resultado posible. En el caso de Aurora, lo que me he propuesto, aprovechando tanta traducción anterior, es mejorarlas, y al menos no cometer sus errores, valiéndome también de sus aciertos. Es una vía modesta pero creo que segura para lograr una versión decente.
Los tópicos y los temas que voy a examinar son: 1) el famoso traduttore, traditore que parece acompañar necesariamente al anuncio de que uno traduce; 2) el dilema fundamental de si la traducción ha de ser literal o libre; 3) en qué consiste traducir, y 4) cómo se traduce.
- Traduttore, traditore
En esos treinta años son casi infinitas las veces que he tenido de oír el famoso adagio de «traduttore, traditore», que como ustedes saben significa «traductor, traidor». ¡Una obviedad, una vacuidad!, que le deja a uno mudo, y le exaspera, digamos, un poquito. Tal vez sea una manera de callarlo a uno, de cortar de antemano toda posibilidad de diálogo. Nada más enterarse alguien de que uno traduce, antes de que dicha información pueda ser ampliada (se pueden traducir cosas muy diversas, y en muy diversas circunstancias; el oficio de traductor permite participar de innumerables aventuras sin cuento), le espeta con alevosía, no sé si preventiva u ofensivamente, el consabido «traduttore, traditore». Es curioso, parece ser un oficio del que nadie quiere saber más, quizá porque se sepa ya todo lo que hay que saber.
Hoy, aprovechando la situación voy a intentar superar el trauma, y no me voy a quedar callado: «traduttore, traditore» — ¡sí!, pero ¿qué quiere decir eso? Como en estos casos parece ya preceptivo, buscamos en internet y nos encontramos una página de no sé qué agencia de traducción con un «post» en que se nos explica el compulsivo modismo remitiendo a las «dificultades de la traducción» y sus negativos efectos… Y es que –completa el post– aun dadas las competencias necesarias para traducir quedan siempre cuestiones sin resolver que dan lugar 1) a diversas interpretaciones y 2) a grasos errores. — Sí, a grasos errores, errores gordos, quiere decir, aunque suene –y huela– a lubricante. (En beneficio del transgresor hay que decir que tanto «graso» como «craso» provienen del latino crassus.)
Diversas interpretaciones, grasos errores: todo ello fruto de las dificultades de la traducción. Ahora bien, pues que se generaliza y convierte en proverbial advertencia, habrá que pensar que es algo que sucede con toda traducción, no sólo con aquellas que sean efectivamente difíciles. Sólo que si suponemos que toda traducción está abierta a diversas interpretaciones o al menos a diversas versiones, entonces quizá no deberíamos hablar ya de dificultades simplemente y atrevernos a señalar la imposibilidad de hacer la traducción perfecta.
Tendríamos entonces dos fuentes distinguibles de discrepancia, de desvío respecto del original: la primera, debida al hecho de que las lenguas son distintas, y no siempre hay una correspondencia entre ambas; la segunda, debida al hecho de que, aun habiendo correspondencia o al menos más atinadas o cercanas correspondencias el traductor no logra hallarlas y de ahí el que se desvíe del original, y lo transforme o lo haga ilegible, produciendo hasta grasos errores.
Es decir, traduttore, traditore puede significar dos cosas diferentes o, si se quiere, dos grados diferentes de divergencia entre lenguas, grados tan grasos que se merecen substantivos diferentes, remitiendo, así, a una cualidad como distinta. En primer lugar, puede querer decir que en el paso de una lengua a otra hay siempre e inevitablemente traición, del mismo modo que en el paso de un ejército a otro se sobreentiende siempre traición. En segundo lugar, suele también entenderse en el sentido de que la traducción es algo tan difícil que nunca se llega a la perfección, que siempre quedan cabos sueltos, flecos, matices… En el primer caso, diría que se pone el acento en la imposibilidad de la traducción perfecta; en el segundo, en la dificultad efectiva, práctica de lograrla. De la primera se deriva la segunda, pero la segunda no implica la primera.
Qué quiera decir el italiano adagio, no lo sé; qué verdad no tan obvia hay detrás de él es algo que conviene recordar: las lenguas son diferentes, y lo mismo puede resultar diferente en ellas. El propio intento de verter en castellano el adagio nos procura una buena muestra de tal diferencia y de la imposibilidad de una traducción perfecta. Traduttore, traditore quiere decir, ya lo sabemos, «traductor, traidor», mas lo que en italiano es un leve gesto, un giro imperceptible el que hace estallar el sentido con un fogonazo de ingenio, en castellano parece ser sólo un insulto airado. No hay manera de reproducir esa cuasi‑repetición –la paronomasia– que dota a las palabras italianas de significado y gracia. Tal es la verdadera traición de la traducción; la otra, el no estar a la altura de las dificultades, no es sino un subterfugio, un pretexto del traductor perezoso o incapaz. Lo imposible es sólo la perfección, como en todos los registros de lo humano, aunque en el lingüístico sea probablemente más notorio: tampoco lo que uno dice lo entiende el otro perfectamente igual por más que sea en la misma lengua. Y es que traducción supone tránsito, y conversión y transformación.
- El dilema fundamental de la traducción
Cuando uno no sabe traducir, o quizá cuando lo contempla, el traducir, desde la pura teoría suele plantearse una disyuntiva: la de si la traducción ha de ser literal o libre. Se llama traducción «literal» a lo que en realidad es traducción palabra por palabra; qué sea traducción «libre» es algo mucho más impreciso, pero hoy se asocia a veces a aquello de «cada uno tiene su interpretación» o «las interpretaciones de un texto son infinitas».
En palabras más justas –las de Taber y Nida– el dilema es el siguiente: «la traducción o es fiel al original y desaliñada en la lengua receptora, o tiene buen estilo en la lengua receptora y entonces es infiel al original.»[2]
Dicha disyuntiva, así planteada, se sostiene en una concepción errónea de lo que es una lengua, de lo que sea el lenguaje. Si bien es cierto que una segunda lengua la aprendemos palabra a palabra, y que las frases las construimos juntando palabras –y así nos va–, lo que una frase quiere decir no es fruto –sólo– de la acumulación de palabras, de la suma de significados individuales; lo que una frase quiere decir es lo que llamamos su sentido, y no está de más distinguir, aunque sólo sea, entre «significado» –de un vocablo aislado– y «sentido» –de una frase completa, dicha o escrita en un lugar y momento determinados.
En el sentido influye también, además de la significación, por ej., el estilo. Durante mucho tiempo se ha relegado a un segundo plano, incluso se ha olvidado la parte material de los textos; lo único importante era transmitir la significación, y así se traducía a Platón del francés, en el buen entendido de que «lo que Platón quería decir» estaba ya recogido en la versión francesa. La escritura concreta, el estilo de los textos originales era algo secundario: el contenido –se decía– era lo fundamental, la forma era prescindible, accidental.
Hoy en día creo que casi nadie defiende eso, y, sin embargo, sigue reproduciéndose tal concepción, por ej., en el dilema que estoy analizando. Estaremos de acuerdo, no obstante, que aunque sólo sea la calidad de la escritura de un autor, sin entrar en mayores complejidades, es algo que merece respetarse; es decir, si Nietzsche escribe un alemán exquisito no lo podemos traducir con un castellano pobrísimo y malsonante, por mucho que estemos –o creamos estar– exponiendo «el significado» de lo que él dijo.
En el fondo en ambos casos, tanto en esta disyuntiva –forma/contenido– como en la pretensión de que la traducción sea perfecta y, si no, es traición, la concepción que subyace es la de que lenguaje y mundo tendrían estructuras isomorfas; dicho de otro modo, que el mundo en su fondo está hecho de lenguaje, de tal manera que una vez se vislumbra una verdad y se formula lingüísticamente, el significado puede verterse en cualesquiera lenguas sin menoscabo alguno de su realidad. Es una verdad absoluta, desligada de cualquier contexto y por ello expresable en cualquier lengua que se precie. — Esta es la forma tradicional de entender el lenguaje.
Pero tal visión representativa o mimética es falsa: la realidad no está hecha de lenguaje; el lenguaje es una potencia exclusivamente humana, y lo que hace es recrear la realidad tal como los seres humanos la experimentan, y la recrea en una lengua determinada y de una manera determinada, con unas palabras y unas frases concretas. Y lo que el lenguaje logra es producir efectos de sentido. Y sentido es más que significado: lo engloba pero va más allá. Sabemos que el sentido de una frase viene determinado no sólo por el significado de las palabras –que nunca es único– sino, para decirlo con una sola palabra, por el contexto global en que se inserta la frase.
De ahí que también el estilo sea fundamental. Y es que el estilo también es parte del original. En realidad el estilo es algo tan importante, por inaprensible que sea, que caracteriza a un escritor, nos muestra lo que de peculiar y único tiene. El estilo es esa combinación de sonoridades, ritmos, conexiones significantes, modulaciones lógicas, saltos, rupturas, opacidades que configuran el cuerpo de la palabra, el cuerpo que la palabra también es. Lo que olvidan tanto el traductor palabra‑por‑palabra como quien toma por referencia la traducción «perfecta» es que el lenguaje no es sólo significación, y menos aún una significación que se logre por la mera alineación y acumulación de los significados individuales, sino sentido. El estilo, podríamos decir, es el cuerpo –vivo– de la palabra, el movimiento y el gesto significante que la materia verbal en particular ejecuta, produciendo sentido.
Por supuesto, captar el estilo no es tarea fácil, puede ser incluso imposible, mas eso no nos exime de intentarlo, de esbozarlo, de concederle tan siquiera una rendija mínima; es decir, de cuidarlo, cosa que siempre será distinta que obviarlo, negarlo, prescindir de entrada de él, por reducirlo a su supuesta significación.
El dilema, por lo tanto, está mal planteado: ser fiel al original no implica atenerse a la estructura sintáctica o morfológica de la lengua original, sino tener también en cuenta, a más de la significación, la manera como esta se articula, se concreta, materializa y toma cuerpo en la palabra, lo que implica una atención también destacada y singular a la cualidad de las palabras concretas, el despliegue de las sonoridades y ritmos, la articulación de las ideas, las características expresivas, etc. Y eso exige un manejo de la propia lengua que va mucho más allá de la simple transcripción del significado genérico de cada uno de los términos o la paráfrasis de la idea general comprendida en el original. Por supuesto, lleva mucho más trabajo, muchísimo más. Que ese trabajo nunca está pagado, y repito: que yo sepa, nunca, eso es algo de lo que también quisiera dejar constancia. Vivimos en un país en que la inteligencia lingüística, cuando no es directamente rentable, no se valora, aun se desprecia; cuánto más la supuesta labor de mero acarreo de algo tan liviano como son las palabras, para lo que ni siquiera hace falta un carro.
La fidelidad no es, por lo tanto, a la mera letra sino al sentido, a la textura del texto. La única opción es, pues, una traducción ajustada: si el original es exquisito o, por el contrario, es desaliñado, la versión deberá ser, aparte de fiel en lo que toca a la significación, exquisita o desaliñada en la expresión.
En la tradición filosófica hispana hay un caso llamativo de dicho dilema cuyos efectos –más que perversos– deseo esquemáticamente exponer aquí. Me refiero a la versión que José Gaos hace del Dasein heideggeriano en su traducción de Ser y tiempo, justificada –se oía por ahí– en cuanto intento de reproducción de la estructura del original. Ortega había defendido tajantemente tal modo de traducir: había que llevar al lector hacia el autor.[3] No sé si la intención era buena, sólo que el resultado es una «traducción» apabullantemente incomprensible: insultante y humillante.
Gaos vertió Dasein con un disparatado «ser ahí». «Ser ahí» es algo que nadie que hable castellano puede entender, mucho menos cuando se trata siempre –como advierte Heidegger ya desde la introducción– del «mío», de mi ser … ahí: puro disloque ontológico –parece–, en realidad puro dislate del traductor, que, sin embargo, se ha convertido en marca de la casa «Heidegger España». Qué pueda significar, nadie lo sabe, mas ese no‑saber se convierte en clave de la relación con Heidegger, se convierte en el Heidegger hispano.
Para que se pueda entender algo, diré que en alemán no hay vocablo específico para decir «ahí», con lo que la elección del traductor pierde cualquier posible fundamento. Añadiré que la partícula Da, que es la que Gaos creyó que significaba ‘ahí’, tiene un significado, digamos, espacio‑temporal, y hace referencia al hecho de que siempre estamos aquí y ahora, que somos estando aquí‑y‑ahora, cada uno de nosotros en su aquí, jamás en un ahí o un allí, imposibles de conjugar con esa primera persona. Lo que en alemán es de puro sentido común, en el supuesto calco castellano –un calco mal hecho– es una construcción imposible que alimentó –y sigue alimentando– las ansias transcendentes de un país necesitado de misterios –y de rechazo supongo que de milagros–.
- ¿En qué consiste traducir? – Requisitos
¿Qué es, entonces, traducir? ¿Qué es lo que hay que traducir? Esta es la verdadera cuestión, a la que hay que dar una respuesta práctica; esto es, habrá que ver en cada caso qué y cómo se traduce. Con todo se pueden dar algunas indicaciones generales.
Comencemos por el término. «Traducir» proviene del latín traducěre y significa ‘hacer pasar de un lugar a otro’, ‘transportar’, ‘trasladar’ de una lengua a otra. De hecho, «trasladar» vale también por traducir. Hay incluso una tercera palabra con la que nos referimos a lo mismo: «verter», que también viene del latín, y significa ‘volver, convertir’. Como se ve, son metáforas en las que lo fundamental va a ser qué cosa se transporte o se vierta. Y a eso vamos ahora. Pero no hay que olvidar que se trata de llevar de un lugar a otro, y no hay dos lugares iguales.
¿Qué es lo que hay que trasladar? Avanzábamos antes que se trata del sentido y no del significado.
Intentaré ser más concreto. Cuando comenzaba yo a trasladar aquellos textos empresariales, me puse a leer también la Metafísica de Aristóteles, traducida por García Yebra. En el prólogo apuntaba éste lo que para él es la regla de oro de la traducción: «decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y decirlo todo con la corrección y naturalidad que permita la lengua a la que se traduce».[4]
De esos tres elementos, el segundo es de Perogrullo: no hay por qué completar el original, el traductor no tiene derecho a eso. Ni completarlo ni explicarlo ni glosarlo. Me vienen a las mientes dos casos bien diferentes en que se incumple tan obvia regla. El primero de ellos es también de aquella época, de mis veintitantos; me puse a leer Lord Jim, la novela de Conrad, en traducción; por lo que fuera –la película protagonizada por Peter O’Toole o alguna recomendación categórica–, yo confiaba sin sombra de duda en que la novela iba a ser apasionante. En la primera página, sin embargo, ya se me estaba cayendo de las manos. Recurrí al original: no lo entendía todo pero desde la primera línea enganchaba; seguí con él, pero recuerdo haber comparado algo más de una página de ambos textos. Lo que en el original es sutilidad y ligereza, en la traducción española era pesadez, premiosidad, redacción académica; recuerdo con especial rechifla un añadido, y a esto iba, que revela muy bien el descalabro del traductor… Dice Conrad: «un representante de efectos navales ha de tener –esto es lo importante – Capacidad en abstracto […]»; el traductor no pudo contenerse y añadió entre paréntesis: «(es decir, no en concreto)». — Sin comentarios.
El segundo ejemplo es mucho más aparatoso, un caso un tanto extremo del ámbito de la traducción filosófica, una vez más de Heidegger. Se trata de unas lecciones, magníficas, de finales de los años veinte, de poco después de haber publicado Ser y tiempo. El traductor, muy puntilloso, demasiado, como veremos, no deja de explicitar lo que conforma su ideal de traducción: que sea «exacta y legible», que posea «el mismo grado de soltura e inteligibilidad» que el original y que vaya dirigida al lector que no sabe alemán, intenciones, todas ellas, muy laudables y suscribibles. Sin embargo, lo que realmente hace en su versión no tiene nada que ver con lo anterior, puesto que se dedica a explicar el texto heideggeriano. Me explico: cada vez que aparece un término que él sospecha que es importante, que está impregnado del pensamiento del filósofo y, por lo tanto, lo encarna y vehicula, entonces procede a desplegarlo en tres, cuatro o cinco términos castellanos distintos; por ej., donde Heidegger dice Geschehen, ‘acontecer’, él dice «el proceso, el suceder, el pasar, el desenvolverse»; donde en alemán pone wirken, ‘obrar’, él dice «actuar, hacer, operar»; donde Zusammenkunft, ‘convención’, él dice «un conventus [sic], un haberse juntado varios, haberse reunido varios». Y no es que lo haga a pie de página, ¡no!, ¡no!, sino en el cuerpo del texto. Así su traducción ocupa un 50 % más que el original alemán; la edición alemana ocupa 400 páginas, su versión explicativa e indecisa el equivalente de 600. Claro está, se podrá decir aquello de que el tamaño, la extensión no es lo importante, pero es que la cantidad no es aquí una variable independiente: la expansión semántica, fruto de la indecisión, lo que hace es dar al traste con todo el esfuerzo conceptualizador de Heidegger: cuando Geschehen lo mismo es «pasar» que «suceder» que «desenvolverse», entonces o no es nada concreto o es un holograma imposible que en ningún caso es obra de Heidegger.[5]
Continuemos con la «regla de oro» de García Yebra. La parte positiva señala que se ha de decir todo lo que el original dice; la pregunta inmediata es ¿a qué nos estamos refiriendo con «lo que dice»? ¿Al significado, al sentido? Estamos en lo de antes: la traducción ha de ser fiel, pero ¿a qué? Ha de reproducir el original con exactitud, mas no sólo en su forma, sino, como se diría con una expresión clásica, en su espíritu, o, como decía Stendhal, con otra expresión más chocante y diría que más actual, en su fisionomía.
En términos más concretos –vuelvo a lo de antes, pero de otra manera–, podemos distinguir al menos entre «significado» y «sentido». Los términos aislados, las palabras sueltas tienen significado; las frases tienen sentido. Insisto en esto porque a veces se habla del «significado» de una oración e incluso del «significado» de una obra literaria, confundiéndose dos cosas bien diferentes. El significado de una palabra es lo que el diccionario trata de consignar; el sentido de una frase es lo que quiere decir o lo que se entiende por medio de ella; la significación de los términos que la componen es uno de sus elementos, pero no lo es todo: no hay que olvidar que el sentido nos lo trae también todo lo que está sobreentendido, más allá de las palabras del texto pero constituyéndolo, llamémoslo simplemente el «contexto», y que hace, por ejemplo, que el conocimiento de un autor –es decir, todo lo demás que ya haya dicho– sea fundamental para entenderlo y poder traducirlo. Nunca se insistirá lo bastante en que con sólo las palabras actuales, del momento, no hay nada que entender: como soporte que dinamiza la comprensión está toda nuestra formación, nuestros «antecedentes».
Lo que hay que reproducir, entonces, es el sentido de un texto, lo que este viene a decir. Lo que el diccionario nos da son los significados de cada palabra, en la mayoría de los casos, varios significados; ahora bien, esa plurisignificación posible de cada vocablo suele quedar, en la escritura, actualizada en una acepción concreta, sin que por ello dejen de resonar, a modo de armónicos, sus otras significaciones y la de otros términos con que se relaciona. De esa manera surge lo que se llama «connotación», fundamental en el habla y, por ende, en el lenguaje filosófico. Entender bien el texto original supone, por lo menos, atinar con la significación concreta de cada término, puesto que la múltiple significación de cada término en la lengua original no suele coincidir con la de los términos de la lengua final; dicho de otro modo, los campos semánticos de una y otra lengua no se superponen; no, desde luego, en el caso del alemán y el castellano. Por ello la mera sustitución de palabra por palabra suele producir engendros lingüísticos. Si además se logran conservar las resonancias, las connotaciones, tanto mejor.
Uno de los errores básicos que constantemente se encuentran en la traducción se basa precisamente en ese presupuesto de que basta con trasladar los significados aislados para lograr un sentido. O tal vez sea que quienes cometen este error ni se plantean que es el sentido lo que hay que transmitir.
Para que esto se vea mejor pondré un ejemplo. El aforismo nº 98 de Aurora dice:
«La evolución de la moral. — En la moral se da una mudanza y un laboreo continuos, — es el efecto de…», y aquí aparece un término que todos los demás traductores no dudan en verter por «crímenes», y que, efectivamente, si uno mira el diccionario bilingüe, la primera acepción con la que se encuentra es la de ‘crimen’; el término referido es Verbrechen. Claro está que el aforismo continúa así; repito todo:
«La evolución de la moral. — En la moral se da una mudanza y un laboreo continuos, — es el efecto de los crímenes que tienen un final feliz (entre los cuales se cuentan, por ejemplo, todas las novedades del pensamiento moral).»
¿Crímenes que tienen un final feliz? ¿Para quién? ¿Para el criminal o quizá también para los muertos? Porque «crimen» en castellano es un delito muy grave, salvo que se emplee en sentido jocoso, y no es el caso.
Por otro lado, entre dichos crímenes, y es lo único a que se refiere Nietzsche explícitamente en cuanto ejemplo y referencia de dichos crímenes de final feliz, se cuentan las novedades del pensamiento moral. O sea, que las novedades del pensamiento moral son nada más y nada menos que un crimen.
¿Será posible que Nietzsche quiera decir algo así? ¿No quedaría mejor de este otro modo?
«La evolución de la moral. — En la moral se da una mudanza y un laboreo continuos, — es el efecto de las transgresiones que tienen un final feliz (entre las cuales se cuentan, por ejemplo, todas las novedades del pensamiento moral).»
Y es que, si consultamos el diccionario de los hermanos Grimm,[6] que es de la época en que Nietzsche escribe, nos encontramos con que el término no sólo quiere decir ‘crimen’ sino también ‘transgresión’, que es como se puede entender übertreten.
En vez de «crimen», «transgresión». La diferencia es notable. Un crimen es una transgresión, mas no cualquier transgresión es un crimen, salvo que estemos de chanza. Transgredir: se pueden transgredir muchas cosas, hasta las normas más sutiles y ridículas de etiqueta, sin que de ello resulte en absoluto un crimen. Y está claro que son esas transgresiones, pequeñas y grandes, las que han ido impulsando la evolución de la moral. Es más probable que Nietzsche, al escribir Verbrechen, pensara más en «transgresión» que en «crimen». Sin embargo, repito, las cinco traducciones que conozco de Aurora coinciden en sus crímenes felices.
Es una mala costumbre muy extendida –demasiado– la de asociar cada término de la lengua de origen a uno de la lengua de destino, lo cual en el caso de lenguas como el alemán o el inglés, cuyos campos semánticos casi nunca coinciden con los del castellano, lleva a errores acaso divertidos pero muy dañinos para la calidad de la traducción resultante. Dicho de otro modo, se reduce el diccionario bilingüe como quien dice a la primera de las acepciones correspondientes a cada término, y siempre que aparece, por ejemplo, Verbrechen, se vierte por «crimen», con independencia del contexto, aun del más inmediato. En nuestro caso el resultado es delirante, absurdo, y puede dar lugar a que el lector se haga una idea un tanto errónea por cínica y abusiva de Nietzsche. En el mejor de los casos el resultado será simplemente pobre, torpe, confuso, impreciso o retorcido, oscuro e incomprensible. En cualquier caso, una mala traducción.
Y esto no es algo que se haga ocasionalmente: es, por el contrario, la norma. Por razones de tiempo no pongo más ejemplos, pero los hay a patadas.[7]
La tercera regla de García Yebra – «decirlo con la corrección y la naturalidad que la lengua de llegada permita»– es en la que más quisiera insistir, porque en algún modo resume todo lo anterior. La única traición del traductor consiste en traducir, es decir, en reproducir en una segunda lengua como mejor se pueda lo que está dicho en una primera. Reproducirlo en la segunda lengua, no calcarlo de la primera, por no se sabe qué prurito mal entendido de fidelidad, una suerte de objetividad que hace de las palabras objetos, y pretende respetar la composición objetiva del texto. Para reproducir el sentido hay que escribir en la segunda lengua, con sus normas, sus desviaciones, sus registros, etc., etc.
- Requisitos para traducir
Por ello, y contra lo que suele pensar el profano en estas tareas, la condición fundamental para traducir bien –es decir, para traducir– no es el dominio, el conocimiento exhaustivo de dos lenguas. «¡Tendrás que saber mucho alemán para traducir a Heidegger!» — Naturalmente que hay que saber alemán, pero eso no significa que haya que hablarlo como un nativo, ni mucho menos. Tampoco hace falta tener un vocabulario extensísimo, para eso están los diccionarios; basta con tener cierta familiaridad, con saber orientarse entre las palabras. En realidad, creo que lo más importante es tener un buen conocimiento de cómo funciona la lengua, de su morfología y su sintaxis, para poder entender las expresiones poco habituales que tal vez no figuren en los diccionarios, captar matices, reconocer el estilo, etc.
Un segundo requisito es conocer la materia que se está traduciendo; no se puede traducir a Heidegger sin saber algo, bastante, de su pensamiento. En general, para traducir filosofía conviene saber filosofía. Si no, se nota.
El tercer requisito, el fundamental, en el que conviene insistir porque se suele olvidar, es el dominio de la lengua de llegada, que generalmente es la propia, la materna. Se puede entender bien lo que se dice en el original y expresarlo mal en la lengua de llegada, de tal manera que el lector de la traducción nunca llegará a saber lo que diga el original. Imagino que si esto se olvida es por esa idea errónea de que la traducción sea un proceso más o menos automático que se da en el cerebro de una persona que habla bien dos lenguas
Probablemente es ésta la causa principal de tanta mala traducción: la falta de una sensibilidad suficiente para con la lengua propia. Y esa es también, en consonancia, la tarea primera de quien quiera ser un buen traductor: hacer consciente y avivar el manejo natural y correcto de la propia lengua. Eso supone, desde luego, afinar el oído para lo que inconscientemente sabemos, en el buen entendido de que hablemos bien nuestra lengua; si no, antes de traducir habrá que mejorarla.
- Cómo se traduce
¿Cómo traduzco yo en concreto?
Lo primero que hay que hacer, obviamente, es leer el original, pero leer de verdad. La lectura del traductor tiene que ser de máxima intensidad, exhaustiva, en principio no puede quedar nada sin entenderse. En este sentido, la lectura del traductor es como la lectura del filósofo: una manera especialmente atenta de leer.
Hoy día conviene insistir en este punto. Lo que el común de los mortales entiende por «leer» no suele ser eso a lo que yo me estoy refiriendo: leer el periódico siempre se ha parecido más a patinar con la vista por el negro sobre blanco de las páginas que a leer de verdad, esto es, a entender lo que allí pone. Las nuevas prácticas de atención (o desatención) promovidas por los artilugios electrónicos, junto con alguna justificación ideológica del ámbito de lo que yo llamaría «relativismo absoluto» han llevado a que incluso los estudiantes crean que la única condición de la lectura es que algo quede en mí, y quedar, ciertamente, siempre queda algo, sobre todo los prejuicios que uno ya tenía antes de empezar a leer. Por eso insisto: la lectura del traductor (como debiera ser la de cualquier estudiante) debe tender a la extracción exhaustiva del sentido.
Ahora bien, la comprensión es la primera fase, la mitad de la tarea. Luego hay que lograr en castellano una versión satisfactoria de lo entendido.
Leemos, pues, con cuidado lo que dice Nietzsche. Puede que conozcamos todas las palabras, puede que no. Quizá nos suenen todas pero no tengamos muy claro el significado preciso de alguna de ellas; también es posible que alguno de los términos nos sea absolutamente desconocido; a mí me suele pasar.
En cualquiera de los casos conviene recurrir al diccionario bilingüe. Yo suelo emplear el de Slabý y Grossmann: si no conozco la palabra, me hago una idea; si la conozco, veo las distintas acepciones que puede tener. Esto es algo fundamental. Ya señalaba antes cómo la mayor parte de los errores de traducción provienen de la impericia o de la simple pereza de no ir más allá de la primera de las acepciones, por lo general, la más corriente; recuerdo, Verbrechen para algunos es siempre «crimen».
Puede pasar que el diccionario bilingüe no nos dé una respuesta adecuada a cómo traducir un término concreto. Acudimos entonces al diccionario monolingüe alemán, generalmente el Duden o el Wahrig, pero a veces, tratándose de Nietzsche, que escribe en los años setenta y ochenta del siglo XIX, hay que recurrir al diccionario de los hermanos Grimm, que viene a ser como el de Autoridades español pero a lo bestia, ¡en 33 volúmenes! Por suerte no hace falta comprarlo, se puede consultar en línea.
A veces una palabra no aparece en ningún diccionario, y aquí es donde resulta útil saber cómo se las gasta el alemán a la hora de crear palabras; conviene conocer a fondo el sentido de prefijos y sufijos, sus equivalencias y derivaciones, etc., para poder imaginar qué pueda querer decir ese término no documentado.
Por último, si queremos ser rigurosos, salvo que tengamos ya una versión que no nos deje duda alguna, iremos al monolingüe español; yo empleo fundamentalmente el María Moliner, cuyos «catálogos» me ayudan a ir buscando el matiz que me parezca más pertinente y que no siempre está a mano, ni siquiera en la punta de la lengua. Los catálogos del María Moliner no presentan sólo sinónimos, sino también términos afines y expresiones cercanas, es decir, rellenan el campo semántico de una palabra. Naturalmente, cómo manejarse con ellos es algo que sólo la práctica lo da.[8]
Veamos un ejemplo: el §1 de Aurora. Me valgo de una de las últimas traducciones publicadas como ejemplo de lo que sería una versión relativamente literal, destaco lo que en ella suena mal, analizo el porqué y propongo una versión mejorada, que en este momento me parece la más justa. Quizá dentro de un rato ya no. Como dejó dicho Lutero tras su versión al alemán de la Biblia: no está prohibido hacer una traducción mejor.
Nachträgliche Vernünftigkeit. — Alle Dinge, die lange leben, werden allmählich so mit Vernunft durchtränkt, dass ihre Abkunft aus der Unvernunft dadurch unwahrscheinlich wird. Klingt nicht fast jede genaue Geschichte einer Entstehung für das Gefühl paradox und frevelhaft? Widerspricht der gute Historiker im Grunde nicht fortwährend?
Traducción cuasiliteral, muy descuidada:
Sensatez a posteriori. — Todas las cosas que viven largamente se embeben paulatinamente de razón hasta tal punto, que su descendencia de la sinrazón se hace inverosímil. ¿No suena paradójico y sacrílego casi todo relato exacto del surgir de un sentimiento? El buen historiador ¿no contradice, en el fondo, constantemente?
- «vivir largamente»: se dice «vivir largo tiempo», pero no «vivir largamente»; al castellano no le sientan demasiado bien los adverbios en –mente. Un error típico del traductor descuidado es verter automáticamente todos los adverbios alemanes, que suelen ser mucho más breves, por larguísimos palabros acabados en –mente, con lo que el ritmo de la frase resultante acaba siendo indomable. (Y aunque no me haya extendido acerca del ritmo, el ritmo ¡es primordial!)[9]
- «se embeben paulatinamente»: suena raro, ¿verdad?, y es que «embeberse», así, en reflexivo o en pronominal, como dicen los diccionarios, y regido de la preposición «de», significa ‘aprender y asimilar ideas (una persona)’. En cualquier caso, ese «paulatinamente» es la manera como el alemán indica la progresión, al carecer de una forma verbal ad hoc, cosa que sí posee el castellano, la que se llama forma durativa (o aspecto durativo) del verbo: «ir impregnándose».
- «su descendencia de la sinrazón»: es una frase difícilmente digerible para un paladar normal. No se sabe muy bien si es la descendencia que la sinrazón, su pareja de hecho, le ha dado o se trata –y diría que esto sólo se me ocurre porque tengo delante el original y lo entiendo– de que «ellas –las cosas que…– descienden de la sinrazón», pero entonces lo decimos así, y no nos complicamos la existencia con un substantivo y un posesivo tan ambiguos.
- «se hace inverosímil»: «hacerse inverosímil» es una cosa rara; como mucho «se nos hace inverosímil». Pero ¿por qué traducir siempre unwahrscheinlich por «inverosímil»? ¿No vale «increíble»? ¿No es más claro?
- «el surgir de un sentimiento»: se ha entendido mal o no se ha visto la preposición für: no se trata del «surgir de un sentimiento», sino de que al sentimiento le resulta, le suena paradójico, etc.
- «contradice»: ¿qué es lo que se contradice? «Contradecir» es un verbo transitivo que exige complemento directo; por eso la frase suena chocante, inconclusa.
- «, en el fondo,»: así, entre comas, ¿qué nos dice ese «en el fondo»? ¿O es que las comas no significan nada? ¿Son un adorno barroco?
- El título, por último, «sensatez a posteriori»: ¿desde cuando son «las cosas» «sensatas»? «Sensatas» son las personas o sus palabras o hechos, pero no en general «las cosas». «A posteriori» no aparece ni en el MM ni en el DRAE. Nachträglich es un término, sí, que se resiste, pero…
Intentemos mejorar dicha traducción hecha a voleo, que de castellano, como quien dice, sólo el léxico tiene, porque la construcción es un tanto brutal, y, aunque no se sepa por qué, se nota.
«Racionalidad adquirida. — Todas las cosas que viven mucho tiempo van impregnándose de razón tan lentamente que acaba por parecer increíble que tengan su origen en la sinrazón. La historia puntual de la génesis de algo ¿no le suele resultar casi siempre paradójica y ofensiva a la sensibilidad? Lo que en esencia hace el buen historiador ¿no es llevar constantemente la contraria?»
En resumen:
1) Que la fidelidad al original no es a la mera fila de palabras, sino al texto en su textura,
2) por lo que se trata de verter no eso que se llama el significado, sino su sentido — y recordemos que sentido es tanto lo que se entiende como lo que entendiendo se siente,
3) y eso –verter su sentido– sólo se hace escribiendo buen castellano.
En fin, más que una traición –traición sólo al supuesto absoluto de la significación– la traducción es una transformación, una conversión o –si queremos seguir jugando a los refranes y las paronomasias– una tracción, una tracción –cordial– entre dos lenguas.[10]
Notas
[1] Viaje con Clara por Alemania, Tusquets, 2010, p. 329.
[2] Ch. R. Taber, E. A. Nida: La traduction: Théorie et méthode, Londres, p. 31.
[3] «Sólo cuando arrancamos al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción. Hasta ahora no se han hecho más que pseudotraducciones.» Cit. en V. García Yebra, Experiencias de un traductor, Gredos, 2006, pp. 19-20.
[4] V. García Yebra, «prólogo» a Aristóteles, Metafísica, 2ª ed., Gredos, 1982, p. XXVII
[5] Véase mi reseña de dicha versión: «A vueltas con Heidegger», Archipiélago, nº 49, 2001, pp. 121-123.
[6] Deutsches Wörterbuch von Jacob Grimm und Wilhelm Grimm, en http://woerterbuchnetz.de/DWB/
[7] Bedeutung es ‘significado’ e ‘importancia’; sistemáticamente se vierte por el primero, aunque sea más adecuado el segundo. Si hubiera que calcar Völkerrecht diríamos «derecho de los pueblos», que es lo que hacen los cinco, pero es que no hay que calcarlo porque en castellano se llama «derecho internacional» y antes «derecho de gentes». Sinn für Wahrheit parece –palabra por palabra– «sentido para la verdad» –¿qué será eso?– pero quiere decir «interés por la verdad». En otro lugar en vez de «desvaríos» cuatro de los traductores –siguiéndole obviamente al primero– hablan de «orgías psquicas». —La cosa tiene su gracia, pero no es una traducción — y es que no han consultado el diccionario, o quizá no sepan emplearlo.
[8] Están también los diccionarios de sinónimos, el Diccionario ideológico de J. Casares, el de dudas de M. Seco, y desde hace unos pocos años contamos con otro instrumento muy útil, el Diccionario combinatorio del español contemporáneo, llamado Redes. Presenta las palabras en los diferentes contextos de uso, de manera que nos permite saber de qué verbos y qué calificativos suele acompañarse, por ej., el substantivo desafío.
[9] Aristóteles, Retórica, III, 8: «ni en verso ni sin ritmo»: el ritmo de la prosa artística.
[10] Para Benjamin traducir es «plasmar en la lengua de llegada el pulso que late secretamente en el original».
Bensoussan, traductor francés de literatura en castellano, considera que «se trata de transportar una voz hacia otra, un sonido y también un eco, un timbre y su resonancia, un conjunto vocal a otro sistema fónico y semántico.»