El viaje de Debreczeni al inframundo

De regreso de un viaje de Italia, y con el ánimo de practicar la lectura en italiano, en el aeropuerto de Pisa me llevé el libro Noi, bambine ad Auschwitz (Modadori Libri, 2018), que relata la historia de Andra y Tatiana Bucci, dos niñas sobrevivientes del holocausto. Las hermanas —que siguen con vida en sus ochentas y difunden su experiencia con charlas y entrevistas— no son escritoras de oficio, y el libro cobra más valor testimonial que literario. La vida les fue concedida al ser gemelas y llamar la atención de Josep Goebbels en el centro de experimentos genéticos de Auschwitz-Birkenau. Andra y Tatiana son dos de los cincuenta niños que sobrevivieron entre doscientos treinta mil enviados al campo de concentración.

Esa misma rareza es la del caso de Józesf Debreczeni, autor de un libro de alta factura literaria escasamente conocido durante décadas, en el que relata su periplo en distintos lugares geográficos de lo que él llama Auschwitzlandia. Crematorio frío. Una crónica de Auschwitz (Debate, 2024) fue publicado en húngaro por primera vez en 1950, en la Yugoslavia de Tito, con dos ediciones en 1975 y 2015 que no trascienden las fronteras del idioma. Hasta que, propulsado por el empeño de un sobrino del autor e iniciativa de la agencia literaria Liepman, se decide publicarlo en quince idiomas.

Es así como, tras el tardío hallazgo y los ya existentes y excepcionales testimonios del holocausto de Charlotte Delbo, Elie Wiesel, Imre Kertész o de Primo Levy, con su obra maestra Si esto es un hombre, cabría preguntarse si interesaría un libro que llega a los lectores con tres cuartos de siglo de retraso. La respuesta es un contundente sí. Crematorio frío es un testimonio diferente que parte de la agudeza de los detalles en la crónica diaria de distintos campos de trabajo forzado y luego en un hospital de moribundos.

Si esto es un hombre y Crematorio frío se emparentan por la manera vívida y descriptiva de contar la experiencia sin dejar que las emociones embarguen la buena literatura. Levy tiene su manera de narrar que parte de su carrera como doctor en química, si se quiere forense, puesta en los detalles tan importantes en la literatura testimonial. De la misma manera que lo hace Debreczeni con su entrenamiento periodístico, lo que convierte este libro en una gran crónica, una memoria o incluso una novela de lo real en la que se utilizan los recursos de la literatura al estilo de los grandes narradores de no ficción estadounidenses. Destaca el recurso de lo poético, las descripciones precisas de los métodos de quiebre moral y corporal empleados: «La constante angustia y el agotamiento físico y emocional dejan caer una cortina de niebla sobre mis ojos».

El libro tomó tanto tiempo en trascender las fronteras del húngaro –el clásico cuento de una obra de extraordinaria calidad literaria que se vuelve invisible– a pesar de que, como explica en el epílogo el sobrino, Alexander Bruner, su padre, hermano de Józesf, estando destacado como diplomático yugoslavo en Washington D.C. intentó sin éxito despertar el interés de los editores estadounidenses en la década de 1950.

La traducción al español estuvo a cargo de Eszter Orbán, especializada en traducir a autores del húngaro al español, residenciada en Budapest y fundadora de una revista en línea de literatura húngara. Es interesante ver la frase que sigue al título Crematorio frío en diversas versiones del libro. En polaco: La novela de Auschwitz. En inglés: Reportando desde la tierra de Auschwitz. En español: Una crónica de Auschwitz.

 

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Józef Debreczeni es el nombre de pluma de József Brunner, periodista y poeta nacido en 1905 en Budapest y fallecido en Belgrado en 1978. Fue editor del periódico Napló en Subotica, Serbia, y luego de Ünnep en Budapest, antes de perder su trabajo por las leyes punitivas antijudías. Su carrera como periodista seguramente influyó en la manera en que retrata lo vivido desde que se encuentra en el primer tren un primero de mayo de 1944 —luego de que diez días atrás se lo llevaran en unos camiones— hasta el 5 mayo de 1945, cuando finalmente huyen «los grises» (nazis) del tenebroso lugar donde depositaban a los moribundos de los campos de trabajo forzado.

Su faceta de poeta logra que la sensibilidad esté presente a lo largo del libro, pero sin caer en sentimentalismo ni victimizarse. Él mismo, convertido en lo que llama un «hombre esqueleto». Al principio, a manera de situar al lector en contexto encontramos dos fotografías: una con sus padres y su esposa y otra en su mesa de trabajo. Al lado de las fotografías hay estrofas de sus poemas:

La culpa se ha borrado, 

de uniforme ha mudado

el verdugo de mi madre

 

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Crematorio frío es un viaje al inframundo de la tierra de Auschwitz —recordemos que Auschwitz fue el nombre con el que los alemanes rebautizaron a la ciudad polaca de Oświęcim—.  Y es que tenemos que hablar de viaje porque hay desplazamientos a distintas localidades donde transcurre lo narrado como protagonista del horror, que lo sorprendió a los treinta y nueve años. No debe ser al azar que, en la imagen azulada de la portada, se encuentren unos rieles de tren.

Lo que nos lleva a un mapa a dos páginas, que precede a las fotografías y las estrofas de poemas, con el título El viaje de Debreczeni: De la deportación a la liberación, que bien podría ser también el título del libro o de esta reseña que dejó a quien la escribe un estremecimiento emocional; una conmoción similar a la que produce encontrarse con un océano de zapatos de cuero envejecidos confiscados a judíos al llegar al campo de concentración, en una de las salas del Museo del Holocausto en Washington D.C.

En el mapa están identificados los cuatro desplazamientos principales hacia los campos de concentración y de trabajo forzado del Gran Reich Germánico. La novela de lo real se inicia con un tren en movimiento que va desde Szabdadka (Subotica) hasta Topolya, a unos treinta kilómetros al sur de Serbia. En Topolya, donde cree que será su destino, en aquel primer campo de concentración, dice que estaba todavía un pedazo de su corazón.

Acá se produce lo que veremos a menudo en el libro: las bifurcaciones o dilemas del destino, entre un camino u otro que significan vida o muerte. O, como lo llama Primo Levy, «los hundidos y los salvados» que, en el caso de las hermanas Bucci fue su condición de gemelas: en vez de ser llevadas a la cámara de gas fueron a dar al centro de experimentos genéticos del lager. Cabe señalar que, aunque en alemán todos los sustantivos se escriben en mayúscula, en esta reseña respetaremos la propuesta estética de la traducción al indicarlos en minúscula.

A pesar de que en Topolya estaba un pedazo de su corazón, le anuncian que será deportado junto a los demás. Las personas, una gran mayoría conocidos entre sí, son sus vecinos serbios en la extinta Yugoslavia. Hombres y mujeres con sus hijos son separados en vagones distintos y van amontonados como bestias de carga: «Creo que la asombrosa metamorfosis se produjo allí, en aquel punto desconocido de Europa del Este, al borde de un frondoso bosque, junto al terraplén. Fue allí donde las personas de aquel tren infernal se convirtieron en animales». Los sometidos especulan en el tren si serían llevados a Austria o Alemania. Austria significaba la posibilidad de vida. Alemania, de muerte.

El recorrido atraviesa parte de Serbia, Hungría y Eslovaquia para llegar a Auschwitz, en Polonia, tan cerca de la frontera de la República Checa. Cuando faltaba media hora para llegar les informan del destino: Auschwitz. Y dice: «A partir de entonces, todo aquello se convirtió en una especie de sueño intermitente y agobiante, de los que se tienen tras una cena pesada».

Una de las estrategias del autor que le da una fuerza indudable a la obra es que se narra en primera persona y en tiempo presente. Ello hace que el lector se sumerja en el relato a pesar de la distancia de décadas. Otra característica es la del tiempo lineal y cronológico. Aquí no hay reflexiones hacia el pasado, flashbacks, miradas a la vida que se deja, arrepentimientos o culpas. No hay tiempo para estas cavilaciones. Lo que prevalece es la pura y dura supervivencia. Mucho más adelante en el libro, tras tantos sufrimientos padecidos, el narrador admite: «Nos habíamos convertido en unas criaturas instintivas dominadas por el deseo animal y primordial de comer, tumbarnos, descansar, fumar… Estoy convencido de que por aquel entonces la mayoría de nosotros ya no pensábamos mucho ni siquiera en la familia».

Es progresivo el despojo que va sufriendo de sus pertenencias, las pocas que puede meter en una maleta o que tiene puestas encima. En Auschwitz los obligan a dejar atrás sus maletas o bultos para no volver a verlos nunca más. Luego les quitan la ropa o cualquier accesorio que lleven consigo. De allí hasta perder el nombre y pasar a ser solo un número, tal es el caso de József Debreczeni, prisionero 33031: «Un método bárbaro y al mismo tiempo asombrosamente simple: despojar a millones de personas de su personalidad, su nombre, su condición humana. ¿Cómo voy a poder demostrar que yo soy yo?». El título del libro en inglés de las niñas italianas –Tatiana tenía seis años y Andra cuatro al momento de ser capturadas– tiene un nombre mucho más sugestivo que el original: Always Remember Your Name (Siempre recuerda tu nombre), algo que imploró la madre a sus hijas como única esperanza de poder reencontrarse al terminar la guerra, después  de que les asignaran un número de prisionera a cada una.

Y de nuevo, la bifurcación. Los ponen en formación: a la izquierda o a la derecha. A la izquierda, mujeres, niños, ancianos y hombres, no aptos para el trabajo físico, van a la cámara de gas de Auschwitz II-Birkenau. A la derecha, la oportunidad de vida de esclavo en trabajos forzados. El cinismo nazi llega a tal punto que, ya habiéndose formado la línea de la derecha, los tientan diciendo que pueden ir en el camión, a la izquierda, evitándose la caminata. Muchos se cambian de fila por la comodidad, sin saber que era el camino seguro a la muerte. A la derecha solo iban aquellos hombres fuertes que podrían desempeñar trabajos forzados. Y desde la derecha Debreczeni reconoce que a la izquierda están Horovitz, el enclenque anciano fotógrafo; Pongrác, el comerciante de cereales; Lefkoyits, el maestro de la tienda de ropa de moda; Weisz, el librero cojo; Porzàcs, el obeso pianista de jazz; Waldmann, el profesor con su barba blanca.

Fabian, el padre; Sidonia, la madre; y Lenka, su esposa, quienes están en una de las dos fotografías, fueron asesinados en junio, aunque esta certeza no se mencione en el texto. Resulta intrigante la opción de no referirse a ellos, quizás por el ánimo de presentar la crónica de la forma más objetiva posible. Aunque la sutileza y potencia del epígrafe lo dice todo: «A la memoria de mis seres queridos».

En Auschwitz, una vez que los terminan de despersonalizar, en un momento dado conversa con otros presos en la fila de la derecha. Debreczeni se pregunta ingenuamente si ya habrán llegado los camiones que transportaron a los de la fila izquierda. Uno de ellos le responde:

–¿Ves aquellas chimeneas? Allí está Birkenau. La ciudad de los crematorios. Y el humo aquel, pues son ellos. Los de la fila de la izquierda.

Al final del libro de las hermanas Bucci hay un escalofriante plano de Birkenau —a solo tres kilómetros de Auschwitz—. En el mapa están identificados cuatro crematorios cerrados y uno al aire libre: Fosse di cremazione a cielo aperto.

«Así que no toca gas, sino esclavitud», concluye Debreczeni. Lo escogen para ir a la derecha y lo llevan, junto a los demás presos, en una caminata forzada de dos días sin tregua, un calvario en subida hasta Eule (también referido en otras fuentes como Falkenberg, hoy en día Sowina, en Polonia) donde no solo hay judíos sino también alemanes con antecedentes penales e internados políticos. Las fábricas donde trasladan a los prisioneros, llamados häftlings, están bajo la tutela de la TODT, organización dependiente de las Fuerzas Armadas y del Ministerio de la Armada para la construcción de infraestructura civil y militar. Tres de las empresas que operan en la zona alquilan mano de obra esclava al Estado nazi. A Debreczeni lo asignan a la Urban AG.

En las empresas existía una jerarquía establecida en la que los alemanes ocupaban los cargos más altos. La opresión diaria de los campos era ejercida por los propios presos judíos a cambio del privilegio de gozar de una comida menos miserable, cigarrillos, y otras prebendas siempre menores pero que en el contexto constituían un tesoro. Es así como los mandamases de Auschwitz eran individuos que en sus ciudades y pueblos natales o de residencia ocupaban las capas más bajas de la sociedad judía.

El principal responsable era el lagerältester o comandante de campo. De hecho, en distintas oportunidades Debreczeni llama al Gran Auschwitz como la capital de Lagerlandia. Además, estaban los blockältester, jefes de bloque:  «los miserables dioses de aquel miserable mundo». Los kapos de empresa y, en el escalafón más bajo pero con un poder nada despreciable, los kapos rasos. «Esta jerarquía nobiliaria reflejaba la moderna interpretación que los nazis hicieron del consejo divide et impera».

En el perverso diseño de los campos forzados en el que Es muss alles klappen (Todo tiene que funcionar), los industriales, abogados, comerciantes, directores, propietarios vitalicios de asientos en las sinagogas, todos los que en la vida burguesa habían hecho carrera, resultaban los más desvalidos y sometidos a los designios de los que, en su «vida real» previa, no ostentaban poder alguno. Los nazis sabían explotar el resentimiento de clase.

En el andamiaje narrativo el autor decide dejar algunas palabras en alemán, como nombres de cargos y frases que son órdenes, para retratar la impotencia que sentían los esclavos a merced de quienes los sometían. Habría que imaginarse recibir las órdenes en ese idioma: –Hier bleiben!  Nur zu Fuss! Nur zu Fuss!

El tiempo de vida de un häftling, si se superaba el impacto inicial, se estimaba de pocos meses. La alimentación principal era la llamada sopa búnker y un trozo de pan. Las escasas comidas festivas eran la sopa de leche y las patatas con salsa. Los esclavos estaban de pie diecisiete horas del día y al menos unas catorce horas en los trabajos forzados. Debreczeni se desempeña en la construcción de barracones: «Me voy envileciendo a una velocidad siniestra».

En la narración enhebra la miseria cotidiana —que se inicia en la mañana con el Appel! (¡A formar!)— con observaciones psicológicas, algunas de ellas incluso sutiles pero devastadoras: «En los campos de la muerte hay dos cosas desconocidas: la sonrisa y la saciedad». Otras más directas emanadas del infierno que vivía y que deben leerse en el contexto histórico: «Los alemanes son el pueblo de los músicos, de los pensadores, y también de los sádicos».

La pérdida de amigos y conocidos que comenzó con el tren continúa a un ritmo vertiginoso. Los menciona por nombre y apellido y a qué se dedicaban en su vida normal: Béla Maurer, abogado, o el pequeño Bólgar, de una memoria prodigiosa. Entre sus captores se deja ver la diferencia entre sus mandamases, ilustrada en los hermanos Weil: uno malo, arribista abominable y cruel como un hombre primitivo; el otro Weil es bueno, jefe del almacén de reservas, compasivo con los presos. Así como Hermann, soldado raso de las SS que era un buen tipo y que los vigilaba hasta que llegó el terror de El Manco. El Manco mata por capricho con la consigna de que «hasta el mejor judío debe morir». Aun así, no todo es oscuro: del lado de los opresores aparecen personas de buen corazón, aunque sean excepciones.

Entre el tercer y cuarto mes Debreczeni es trasladado de Eule a Fürstenstein (hoy en día Książ, Polonia). Este hecho marca el fin de la primera parte del libro, luego de una caminata, acompañado incluso por algunos mandamases del lager —recordemos que también eran judíos—, reducidos de nuevo a simples häftlings. Durante dos días se arrastraron descalzos con los pies sangrantes y la doble porción de pan fue engullida del hambre apenas se pusieron en marcha.

 

***

Así como la primera parte comienza con un tren en movimiento, la vena novelística brota al describir la belleza de un paisaje en la segunda parte del libro y la descripción de un palacio de tres pisos con cuatrocientas cincuenta habitaciones, sede de una antigua casa ducal, en Fürstenstein; una obra maestra de la arquitectura, la más importante de la Baja Silesia:  «Un inmenso castillo, rodeado de un magnífico parque de más de mil hectáreas, mira hacia abajo silencioso, como quien lo entiende todo».

Es un castillo de una grandiosidad tenebrosa. Bajo el ancestral edificio se ensancha lo que ya es un sistema de catacumbas de kilómetros de longitud y profundidad que se piensa es una línea defensiva o un estado preparatorio de abdicación y huida de los alemanes, a cargo de la empresa Sänger y Lanninger S.A.

Las condiciones empeoran significativamente en Fürstenstein y ve ahora a Eule como un «paraíso perdido». Es desafortunado al ser asignado a una tienda con criminales comunes presos por homicidio y robo. Y le toca como decano de habitación el cruel Sanyi Róth, un famoso criminal reincidente: «Los de la tienda mastican, sorben y lanza chillidos. Se ceban gimiendo con placer, como si participaran en un acto sexual. Un haz de luz escuchimizado y lánguido recorre la tienda, como en un drama de Gorki».

Primero carga barras de hierro, luego lo degradan acarreando rocas dentro de los túneles. Para colmo, cuando llega el otoño le asignan el turno de trabajo forzado de la noche.  A este punto solo pesa cuarenta kilos. Debilitado y algo enfermo, con hinchazón en el cuerpo, se arriesga a hacer una petición. Para su sorpresa se apiadan de él y logra que lo reasignen dentro de la reconstrucción del palacio: «Sobre mí ahora está el cielo y no una roca: quiero vivir otra vez».

Entonces se produce un giro, si se quiere paradójico, en esta memorable crónica de viaje al horror. Cuando estaba precisamente más contento al ser asignado a los trabajos en el palacio, una agitación sucede porque tienen que escoger a cuatrocientos voluntarios para trasladarlos a Birkenau —una muerte segura en los hornos crematorios—. El terror cunde y es cuando el prisionero 33031 se ofrece como voluntario: «Guardo los trastos en una caja de galletas rota, un algodón sucio, unas tiras de trapo, papel de periódico. Aparte de una cuchara de hojalata oxidada y una lata de conservas no tengo más pertenencias».

Esta vez no los hacen caminar. Les dan pan y margarina para dos días y los hacinan en camiones en grupos de ochenta. Pero su destino no sería Birkenau, como habían dejado ver los convocantes de voluntarios, sino Dörnhau (hoy en día Kocel en Polonia, parte también de las montañas del Búho en Baja Silesia). Por primera vez en el libro, tras ciento cincuenta páginas de doscientas cuarenta y dos, se menciona el nombre de «crematorio frío».

 

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Aunque József Debreczeni nunca fue consciente de dónde había llegado ni por qué, lo cierto es que Dörnhau forma parte de Gross-Rosen, que se identifica en el punto número 4 del mapa al inicio del libro. El llamado Proyecto Riese (El gigante) era el nombre clave de construcción en los alrededores del castillo de Książ iniciado en 1943. Consistía en siete complejos subterráneos de instalaciones militares.

Según el Medical Review Auschwitz: Medicine Behind the Barbed Wire del Polish Institute for Evidence-Based Medicine, el nombre código «Al Reise» servía de parapeto para un sistema subordinado a KL Groos-Rossen, que consistía en trece subcampos de concentración y un hospital. Cabe destacar que, según otras fuentes, Gross-Rossen, como campo principal, llegó a comprender cien subcampos de concentración, incluidos los tres de trabajo forzado a los que fue llevado Debreczeni, es decir: Eule o Falkenberg (Sowina), Fürstenstein (Książ) y Dörnhau (Kocel), donde más del noventa por ciento de los häftlings provenían de Polonia. Asumimos que el Medical Review Auschwitz se refiere a los trece campos cercanos geográficamente en un área determinada en la referida zona montañosa.

El hospital operó desde octubre de 1944 con una tasa promedio de quince muertos al día. Como los doctores no disponían de medicamentos, lo que hacían era dejar a los pacientes en las camas. Y por eso, los más fuertes podían pasar meses en el hospital. Una muerte en slow motion. Los que sobrevivían las primeras tres semanas tenían alguna posibilidad mínima de seguir con vida: «La peste es insoportable. Las paredes desprenden un hedor asfixiante. Entre las filas de literas corre un repugnante líquido amarillo de varios centímetros de alto. Esqueletos desnudos avanzan chapoteando en el fétido río».

Se especula que el sistema inmunológico, tras los trabajos forzados, podría responder o reactivarse al estar los presos simplemente echados en la cama sin esfuerzo alguno más que tragar las sopas búnker y las miserias que ingerían, porque los alimentos, también, en cada lugar al que llegaban se iban degradando a lo impensable. La comida es tan mala que empieza a sufrir de diarrea. Casi todos los que la padecen mueren: «Soy una sombra entre las sombras… A mi alrededor la realidad no deja de advertirme de ella: larvas de piojos, sopas búnker, cadáveres arrojados a la basura, hinchados muertos vivientes».

El descenso al infierno se hacía cada vez peor. En el hospital ubicado en la zona de las montañas del Búho de Baja Silesia las temperaturas en Navidad llegaban a veinte grados bajo cero, al tiempo que los enfermos yacían desnudos en las camas. Una tétrica foto del Medical Review Auschwitz muestra al edificio atrapado en la nieve, casi se pueden oír los gemidos de sufrimiento de solo ver la fotografía.

Los hombres desnudos entre sí se dan algo de calor corporal. Y a veces, sin saberlo, duermen entre los muertos: «Es la primera noche que paso al lado de un muerto. El contacto con el cuerpo cada vez más frío, apretado contra el mío, me llena de horror». Esto no es la cámara de gas o el crematorio de Birkenau. Esto era el crematorio frío. De allí el nombre del libro, que es una potente metáfora de una belleza infernal: «Lagerlandia vierte aquí su material humano usado».

Debreczeni está en la cama casi todo el tiempo, desnudo, rodeado de hombres esqueleto: «Nadie se baja de la cama con demasiada frecuencia… Los lamentos son contagiosos. Como perros ladrando a la luna». Y no solo los lamentos son contagiosos sino la propia muerte. Hombres que mueren por haber sido testigos de la muerte del vecino, se quedan sin fuerza vital al presenciar el desvanecimiento del otro.

Y cuando se recupera de la diarrea empieza una epidemia de tifus. Aquí se contagian torturados y torturadores y habitantes de pueblos vecinos. Sabe que tiene el virus el 20 de abril, cuando siente un cansancio insoportable. Siete días más tarde Hitler se suicida. Sabemos que Auschwitz fue liberado el 27 de enero de 1945 por las tropas aliadas. Esa noticia la sabían los moribundos, cuya liberación, por la dinámica de la guerra, tarda mucho más en materializarse en Groos-Rossen hasta que llegan los rusos.

Los grises huyen el 5 de mayo. Es tiempo de libertad. El hospital se convierte en un manicomio encolerizado. Debreczeni sobrevive al tifus. Le dan comida mucho más abundante tomada de lo que dejaron los capataces del hospital en su fuga. Se la dan pensando en la marcha de escape seguros de que, como había dicho el doctor Farkas —un entrañable médico de Budapest de una bondad desprendida que cuida de sus compañeros presos— al llegar los rusos pondrían el campamento en cuarentena. Él, sin embargo, decide quedarse: «La soledad es agobiante y desconsoladora. Temo por mi vida, a punto de apagarse. Morir ahora sería un escandaloso absurdo».

Al llegar los soldados soviéticos al hospital tres días más tarde, el 8 de mayo de 1945, se quedan mirando petrificados la casa de los muertos vivos. Abren sus bolsos, vierten sobre las camas todo lo que tienen: pan, chorizo, tabaco y, al llegar los sanitarios, en efecto, ponen al hospital en cuarentena.

 

***

Habiendo pasado las navidades más tristes de su vida, estando allí, en lo más bajo del infierno, se produce el milagro de que lo busca un blockältester. Como ya se ha referido, en el libro se deja ver que había nazis —alemanes o cómplices húngaros— con algo de compasión. En ese gélido hospital de los muertos vivos, ese mes de enero de 1945, cuatro meses antes de la liberación, se produce este diálogo:

—¿Dónde está el periodista?

Alzo la mirada, asombrado. Me dice en tono amistoso:

—No sabía que tenía compañeros aquí en Dörnhau. Soy Bálint, periodista de Pozony.

Yo también le digo mi nombre.

—Intentaremos velar por ti, en la medida de lo posible— afirma. Me mira de arriba abajo—     . Tienes muy mala cara.

Mi aspecto debe ser deplorable, ya que su semblante se llena de preocupación.

—¿Te dedicas también a la literatura?

—He escrito alguna cosa que otra.

—Te mandaré papel y lápiz. Podrás trabajar. Impresiones tienes de sobra.

 

El lector deduce que, una vez que Debreczeni cuenta con las herramientas de trabajo de su oficio, echado en su cama del hospital para moribundos, pudo haber emprendido la escritura de Crematorio frío:

«Busco luz en la oscuridad, tras mis ojos cerrados voy reconstruyendo la realidad perdida. Ardo en el crematorio frío».

 

 

Autor

  • Pedro Plaza Salvati. Ganador del XVI Premio Anual Transgenérico para la Cultura Urbana, Venezuela, con su obra Lo que me dijo Joan Didion: crónicas de Nueva York, publicada en 2017. Finalista del 69 Premio Ateneo de Novela Ciudad de Valladolid. Autor de las novelas Broadway-Lafayette: el ultimo andén (Kalathos ediciones, España, 2019), El hombre azul (bid & co., Venezuela, 2016) y El lugar de las nubes (Uruk Editores, Costa Rica, 2016), así como del libro de cuentos Decepción de altura (Equinoccio, Venezuela, 2013). Asistente académico de Antonio Muñoz Molina en las cátedras de no ficción y novela corta de la Universidad de Nueva York. Maestrías de escritura creativa de la Universidad de Nueva York y de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Ha colaborado con Asymptote, Latin American Literature Today, Papel Literario, Buensalvaje, Áncora y Prodavinci. Vive en Barcelona, España.

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