Nota del autor: Este artículo es una reescritura parcial de la introducción a mi edición: Marco Aurelio. Pensamientos. Cartas, Trotta, Madrid, 2023.
No quiero asomarme al fondo del abismo
Que tengo que acercarme y pierdo el equilibrio
Que no quiero asomarme ni al fondo de mí mismo
Que pierdo el equilibrio
Robe Iniesta, «Mierda de filosofía»
1. Sobre el A sí mismo (Τὰ εἰς ἑαυτόν) como «libro».
No deja de resultar paradójico que un personaje vinculado con el poder imperial durante décadas —primero con Antonino Pío, luego junto a Lucio Vero, posteriormente en soledad y por último con su hijo Cómodo— haya legado un texto tan aparentemente personal sin apenas referencias biográficas. Si además ubicamos a su autor en uno de los períodos cruciales de la historia de Roma —para muchos los compases iniciales de una inevitable caída—, en medio de una dura y prolongada campaña por el limes del Danubio, la ausencia casi total de alusiones a una vida entre acuartelamientos y frentes nos pone en los antípodas de las autobiografías y memorias con las que políticos y militares justifican sus patológicas misiones históricas. Si no resultara una proyección muy posmoderna, podríamos pensar un silencio tal como una broma profundamente meditada. Los doce libros que componen el Markou Antoninou Autokratoros ta eis heauton o su traducción latina Marci Aurelii Antonini Ad Se Ipsum Libri XII nunca fueron concebidos como libro ni tampoco están organizados ni meditados para su publicación. Carecen asimismo de título —el griego se parece más a una anotación de referencia o una etiqueta—, de ahí que varíe su título en las traducciones (Meditations en inglés; Pensées en francés —con ecos pascalianos— o Pensées pour moi-même; Pensieri, Ricordi o A se stesso en italiano; Selbstbetrachtungen o Wege zu sich selbst, en alemán; Pensamientos o Meditaciones, en nuestra lengua), sin que sea habitual, desgraciadamente, que se mantenga el original. A excepción del libro I —un paseo por el cementerio afectivo de la memoria—, no hay vertebración que permita concebirlo como una unidad cerrada, sino una serie de reflexiones de diversa extensión conectadas en un plano exclusivamente doctrinal, sin alusiones a acontecimientos ni paisajes. Como bien señaló Carlos García Gual en su prólogo a la antigua edición de Gredos «en su desprecio por lo corporal y mundano, Marco Aurelio solo anota lo esencial: el razonamiento desnudo de lo accesorio y la incitación moral».
Ni siquiera somos capaces de establecer el arco temporal que abarca su escritura, aunque lo más probable es que tan disciplinada y estricta tarea —el análisis para la mejora moral— se prolongara en el tiempo. Ciertas referencias a la edad de quien consigna estas meditationes perfilan a alguien ya maduro, instalado en el principado (VI 30), tras la muerte de Lucio Vero (VIII 37) y la fatídica peste que trajeron sus victoriosas legiones de Oriente (IX 2). Tampoco el hecho de que todos los mencionados en el libro I —posiblemente el último redactado— hubieran ya fallecido aclara cómo se podían ir sucediendo las anotaciones. Una propuesta de datación lo emplaza entre los años 170 y 180 en los diferentes lugares recorridos durante esa década; entre ellos, Carnunto y las riberas del Gran, las dos referencias geográficas de los libros II y III. Al igual que la luna, Marco Aurelio muestra una cara visible y, afortunadamente, otra oculta: en sus palabras no se encuentra rastro de esa apología o justificación de sí que tanto se cuela en los escritos en primera persona. La repetición de ideas, argumentos, conclusiones, imágenes y alusiones tiene sentido si se entiende que todos ellos están dirigidos a un sí mismo que no se atiene e incluso desborda la máscara (persona) imperial.
Desde su escritura en la segunda mitad del siglo ii, no hay referencias a este «libro» de naturaleza y escritura privada que seguro hubiera suscitado un profundo interés en el contexto de las polémicas, invectivas y apologéticas cruzadas entre antiguos y cristianos. En torno al 907, el bizantino obispo Aretas (ca. 850-935) escribe a Demetrio, arzobispo de Heraclea, y le envía un volumen del libro de Marco, del que ha sacado una copia —desconocemos cómo había llegado a él—; por el contenido de la carta, no parece que el libro le resultara una rareza ni un descubrimiento. Cabe considerar que Aretas tenía un manuscrito legible del texto y lo copió para la posteridad, aunque no haya que atribuirle los muchos problemas textuales que ha venido presentando a lo largo de su historia. No es lugar para profundizar en la compleja historia de este singular testimonio de escritura privada: el interesado podrá encontrarla en las ediciones contemporáneas más académicas. La primera edición impresa (editio princeps), surgida del taller de Andreas Gesner filius, con traducción al latín de Xylander a partir del códice Toxitanus (por Miguel Toxites), vio la luz en Zúrich, en 1559. El importante número de erratas hizo necesaria una corrección, pero el códice desapareció antes de que saliera a la luz su segunda edición (Basilea, 1568), lo que obligó a Xylander a cotejar otros manuscritos que no lo conservan completo. Desde entonces ha venido necesitando quirófano, y bastante: las enmiendas y correcciones se vienen sucediendo desde las ediciones de Meric Casaubon (Londres, 1643) o Thomas Gataker (Canterbury, 1652) hasta las que sirven contemporáneamente para la compleja tarea de su traducción (Farquharson, 1944, Oxford; Theiler, 1951, Zúrich; Cortassa, Turín, 1984; Dalfen, Leipzig, 1979 y 1987). Las múltiples traducciones actuales a toda clase de lenguas, así como las continuas reediciones de otras más antiguas, dan cuenta de una especie de moda o fervor por esta obra: seguramente más breve que el epistolario de Séneca a Lucilio y más acogedora y conmovedora que cualquiera de las de Epicteto: tiene razonamientos impactantes y la destilada intensidad de algunas sentencias las hace candidatas a terminar tatuadas en ese escaparate en que se ha convertido la piel contemporánea: si Hugo Ball se diera un paseo por cualquiera de nuestras ciudades turistificadas contemporáneas seguramente se retractaría de su propuesta de vincular poesía y tatuaje. A día de hoy, los empresarios, influencers o deportistas que testimonian efusivamente su interés por ese «libro», que muestran en sus redes sociales, retratándose con él en la mano, en la piscina de su chalet o en su lecho —menuda deriva que ha vivido el ámbito del «a sí mismo» transmutado a día de hoy en selfie—, lo han convertido en una especie de amuleto o fetiche que exhiben como una marca de identificación de su filosofía de vida y su actitud personal ante los seísmos que aquella lleva aparejados: quienes los siguen en sus dispositivos electrónicos acaso buscan encontrar el modo de mimetizarse con tan selecto club o de encontrar algo de edificante consuelo en sus palabras. Tampoco importa mucho: desde hace décadas se han venido simultaneando en esa labor la new age, los discos de Windham Hill, Louise Hay, Paolo Coelho, Ramiro Calle, el Arte de la guerra, el Tao o el Zen: todos ellos compatibles entre sí y con el estoicismo: viva el libre mercado. En todo caso, continuo fracaso el de Marco: si su tarea como princeps hizo aparecer las grietas que conducirían al derrumbe del imperio —ahí caigan todos según natura—, su meditatio estoica, privada y refractaria a cualquier ojo exterior, ha terminado convertida en brújula para winners y fallido puntal para la contención de la ruina contemporánea.
2. Paso adentro.
Los doce libros que componen el de Marco carecen de estructura definida: nos sabemos en qué disposición se generó ni transmitió posteriormente y la separación en libros y capítulos tal y como la encontramos en las ediciones modernas fue labor crítica de Gataker. Las dos indicaciones locales no aportan más que posibles lugares de redacción y, dado lo raro que es encontrar esa clase de indicaciones en la literatura antigua, cabría deducir que fueron redactados un tanto a vuelapluma durante períodos concretos de la vida de Marco. En los capítulos nos encontramos desde lacónicas máximas a largas elaboraciones argumentativas, aunque en ningún caso se aborda una exposición sistemática del estoicismo. Debido a la propia naturaleza del texto como «escritura de sí», el hecho de que los aspectos éticos reciban una mayor atención que los físicos o los lógicos —los tres ejes doctrinales—, no es del todo determinante a la hora de calibrar el grado de inmersión de Marco en la lógica y física estoicas. La lectura nos permite asistir a la tentativa cotidiana de conformar su ethos de acuerdo a los principios del estoicismo, de aplicar de manera efectiva sus principios éticos, principalmente los que ayudan a disciplinar la impresión, a construir el juicio correcto y dirigir la acción en conformidad con este, por lo que el trabajo con ellas requiere una perspectiva más amplia e informal, distinta de la exposición erudita o apologética. En algunas ocasiones se muestra diáfano el hilo interior que conecta los diversos ámbitos de la doctrina; en otras se abren puntos aparentemente dispersos que reclaman su sutilmente conexión mediante el hilo del razonamiento.
Como bien señala Angelo Giavatto en su monografía Interlocutore di se stesso: la dialettica di Marco Aurelio (Georg Olms Verlag, 2008), aunque no esté pensada para un otro-lector, la escritura de Marco posee un alto grado de elaboración estilística: como si la rectitud moral no pudiera sino cabalgar sobre una argumentación racional tan minuciosa como lúcida. Por ella flotan ecos de diversos géneros: literatura diatríbica, parenética, consolatoria, anecdótica, doctrinal. Las voces que aparecen —los diálogos interiores y la interacción en el plano del yo— muestran que se escribe para sí e incluso contra sí. El hecho de que no se dirijan a un público-lector libera algo del artificio que comporta toda escritura y que lacra principalmente la «personal»: no se trata de entender la obra como una unidad coherente, sino de interrogarnos acerca de si tiene aún la capacidad de mover algo a día de hoy, de apelar a una raíz ya sepultada por capas sucesivas de construcciones y operaciones históricas. El empeño de Augusto Fraschetti en su biografía (Marcial Pons, 2014) por denunciar la miseria del «auténtico» Marco Aurelio —el princeps histórico— no afecta en nada al juego de espejos que generan sus voces escritas: si acaso puede servir para mostrarnos el abismo que separa dos máscaras, la que escribe en soledad y la que asume la púrpura. Que cualquiera imagine en sí mismo esa apertura a su abismo y considere su propia coherencia. En todo caso, cabe preguntarse si nuestra relación con el texto sería la misma si, en lugar de un emperador, se tratara de un particular cualquiera.
Tampoco son la púrpura ni el frente hostil del Danubio quienes marcan el compás de la práctica ascética de la meditatio: si operaran como causas en la puesta en marcha del mecanismo reflexivo aparecerían como referentes, pero lo cierto es que la mayoría de las veces nos encontramos sin contexto, in medias res y con un imperativo que nos interpela sin aviso, sin que podamos determinar qué impresión (phantasia) ha puesto en marcha un pensamiento que encontramos ya destilado y —lo importante, malgré sus detractores— sin autocomplacencia. La urgencia del trabajo moral aparece descontextualizada de la cotidianidad que lo enmarca: es de suponer que la extrañeza que ello genera es lo que hace que sus traductores y comentadores nos esforcemos vanidosa e inútilmente en llenar ese hueco. Un hueco —acaso un abismo— que se abre entre dos máscaras, emisor y receptor, cuyas voces unifican el discurso de ecos que no podemos anclar en un espacio y un tiempo, solo en una interioridad que a veces aparece como la intimidad de un cuarto y otras como la vastedad del universo. La repetición se hace necesaria: no basta con enunciar la doctrina una vez, como en los tratados, el principio ha de estar siempre a mano. El andamiaje doctrinal se convierte en una suerte de maletín médico al que recurrir con mayor o menor urgencia, desarrollo o síntesis. Los pensamientos se articulan en un complejo entramado vial: los caminos se abren, se cierran, giran sobre sí mismos, transcurren en paralelo, se cruzan, se bifurcan o se pierden en la espesura. En todo caso, si hay un mapa interno hay que considerarlo más un síntoma que una construcción deliberada: en un sentido más médico que filosófico, si cabe. En el texto sigue activa la turbulencia fisiológica que dejó de latir y respirar junto a Marco en 180. La repetición que constata el fracaso de la cura da cuenta de la gravedad de la enfermedad que operaba entonces… ¿y sigue operando ahora? ¿Acaso el escrito sigue siendo un cuerpo vivo? ¿A quién pertenece ahora ese cuerpo?
La arquitectura doctrinal aparece por todas partes, al igual que cada parte de una construcción clásica remite a la estructura común: lo común, la comunidad: la koinonia. Se es parte de un universo, parte de un sistema natural, parte de un género, parte de un sistema social, parte de una ciudad y, vuelta a empezar, el universo es una polis: cosmopoliteia. Lo contrario —tan habitual— es no ser parte, segregarse, mutilarse, amputarse, el gesto vanidoso del yo que pretende afirmarse sobre ese continuo inmanente (V 8; XI 8); «contrario a natura» o «conforme a natura»: para physin o kata physin. Tradicionalmente la filosofía se ha apuntalado sobre la relación entre sustancia y sustantivo; acción y verbo, pero ¿qué sería del pensamiento sin las preposiciones? A partir de la relación entre para y kata con physin se podría deducir buena parte de la dogmática estoica. En esta economía verbal se sustenta el imperativo «ten a mano» (procheiron esto) y la propia idea de «manual» o «manualillo» (encheiridion), lo que está en la mano (en cheiri), como el de Epicteto. Como certeramente señala Óscar Martínez García en su edición del Encheiridion de Epicteto (Edaf, 2021), el Enquiridión es un «instrumento de acción», «tiene el sentido de aquello que se ajusta a la mano y que conviene tener siempre cerca». El remedio ha de estar presto, en la mano; no ha de ser como una herramienta que se coge, se utiliza y se deja. Mejor el puño que la espada (IX 12): una reflexión sorprendente para alguien que se halla en un frente bélico. El puño comprende, como en el célebre símil de Zenón de Citio sobre los niveles de conocimiento y la acción prensil de la mano. En cualquier caso, en el uso de las doctrinas siempre viene bien el analogon con el médico (III 13; V 9), que tiene cerca sus instrumentos para abordar las curas más urgentes, y no es casual que la relación entre medicina y filosofía tenga un largo recorrido en el mundo griego: Pitágoras, Alcmeón, Empédocles, Filolao, Demócrito y Platón. Cuestiones claves de la filosofía platónica —como la doctrina de la anamnesis, la idea de mayéutica, el ascenso del alma hacia las formas o la doctrina de la iluminación— operaran como terapia filosófica destinada a la sanación y restitución de la condición más profunda del alma, su inmortalidad. También Epicuro, el rival, consideró en paralelo ambas labores terapéuticas: «Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia del hombre. Pues así como ningún beneficio hay de la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay de la filosofía, si no expulsa la dolencia del alma» (fr. 221, traducción de Carlos García Gual). La idea socrática de un «cuidado terapéutico del alma» (therapeia tes psyches) fue plenamente acogida en época helenística y fue un particular asidero en esa «época de angustia» sobre la que Eric R. Dodds elaboró su agudo diagnóstico espiritual. La actividad filosófica, trascendido el ámbito teórico, sirve de fármaco sanador. El análisis del síntoma se despliega en ocasiones como diálogo entre un yo normativo y el yo presente sobre el que hay que actuar y que debe tomar conciencia de sí como principio director capaz de acceder a la esfera de la moralidad a través de su armonización con lo que le es naturalmente propio: su naturaleza racional y social. Como señala David Hernández de la Fuente en su edición (Arpa, 2023), «Hay una suerte de diálogo con la conciencia en dos planos, una suerte de ejercicio espiritual: es como si la conciencia volviese a ser bicameral, o como si pudiera hablar con un superego o con un “sí mismo” casi psicoanalítico». En todo caso, cabe subrayar que este trabajo de sí dista mucho de los ámbitos de proyección del narcisismo contemporáneo y que, lejos de asumir los ropajes de la resignación o la resiliencia con los que actualmente se presentan los discursos neoestoicos, el estoicismo antiguo es ante todo una actividad transformadora de lo individual y, a través de esta, de lo colectivo.
3. Un esclavo griego y un princeps romano: la meditatio estoica en época imperial.
No cabe duda de la influencia que Epicteto ejerció sobre Marco. En I 7 agradece a Junio Rústico que le diera a conocer y le prestara los Apuntes de Epicteto. Son varios los pasajes en los que cita o menciona al griego (IV 41; VII 19; XI 33-36, 37, 38 y, posiblemente, 39), una de las figuras centrales de la filosofía de época imperial. Nacido en Hierápolis (Frigia, la actual Turquía), Epicteto había sido llevado a Roma como esclavo de Epafrodito, liberto de Nerón. Se formó filosóficamente junto a Musonio Rufo y, una vez liberado, abrió su propia escuela en Roma. Tras la expulsión de filósofos decretada por Domiciano (93-94), marchó a Nicópolis, en el Epiro griego, donde lo visitó Arriano de Nicomedia, político y militar romano de sólida carrera, que atendió a sus lecciones y transcribió de ellas lo que se ha conservado en dos obras: Manual, una antología de doctrinas para «tener a mano», y Disertaciones. La intención de Arriano no era redactar los discursos como obra elaborada y al uso: «Sino que cuanto le oí decir intenté transcribir con las mismas palabras en la medida de lo posible, con el fin de conservar para mí mismo en lo futuro memoria del pensamiento y la franqueza de aquel». En los textos que conservamos de Epicteto no se abordan problemas de física, pero dado que conservamos parcialmente sus enseñanzas, no cabe deducir que no lo hiciera durante sus más de veinticinco años de labor pedagógico-filosófica. Según la interpretación de Pierre Hadot (La ciudadela interior, Alpha Decay, 2013), Marco recoge y elabora en sus reflexiones un trabajo de sí centrado en los tres ámbitos de acción definidos por Epicteto: la disciplina de la impresión o juicio, del deseo y del impulso/ acción. La meditatio de Marco estaría dirigida a una ascesis sobre estos tres aspectos en los que residiría la clave de todo el libro. El estoicismo de Epicteto, lejos de suponer una innovación respecto a la Stoa antigua, se posiciona, según Hadot, en sus propios orígenes, aunque no se presente como una sistematización de la doctrina estoica. Marco asume el «ejercicio espiritual» en las formas en que lo presenta Epicteto: delimitación de la esfera propia de libertad y de lo que depende de uno frente a lo que no depende de uno —el centro de autonomía: el hegemonikon o principio rector, único lugar en que cabe situar el bien y el mal moral—; el control del discurso interior —el juicio que nos hacemos sobre las impresiones (phantasiai), lo único que realmente causa turbulencias en el sujeto—; la dirección de la acción según natura (kata physin) y según lo apropiado a la concepción del ser humano como parte integrante de diferentes esferas naturales y sociales de las que no debe amputarse. Hadot elabora los tres ámbitos del ejercicio filosófico y analiza por entero la escritura de Marco a la luz de esta askesis filosófica. Recientemente especialistas como Brad Inwood han cuestionado la consideración de Marco como un mero y devoto practicante de «ejercicios espirituales» —en la expresión de Hadot— y fiel seguidor de Epicteto para concederle cierta originalidad y labor propia en la elaboración doctrinal estoica, acercándolo a ciertos planteamientos y problemas filosóficos expuestos por Séneca y reconociendo la importante influencia del platonismo en su pensamiento. Con esta sugerente hipótesis se reduciría la deuda de Marco con Epicteto subrayada una y otra vez por Hadot, lo que obligaría a un replanteamiento sobre qué clase de estoico era Marco y cuál era la posición del estoicismo en época imperial respecto al resto de escuelas activas.
Cabe aquí establecer una pequeña «genealogía» acerca de la práctica estoica de la meditatio o reflexión y diálogo interno: actividad reflexiva del sujeto que adquirirá tintes muy distintos en la práctica cristiana de la confesión. Esta «escritura de sí» como labor de modificación, transformación y configuración del sujeto en relación consigo mismo, como elaboró Michel Foucault, tiene una larga tradición en la cultura griega y conecta, en ocasiones, ámbitos de pensamiento dispares. Diógenes Laercio (VI 70) cuenta en su Vida del cínico Diógenes de Sinope: «Decía que hay un doble entrenamiento: el espiritual y el corporal. En este, por medio de ejercicio constante, se crean imágenes que contribuyen a la ágil disposición en favor de las acciones virtuosas. Pero que era incompleto el uno sin el otro, porque la buena disposición y el vigor eran ambos muy convenientes, tanto para el espíritu como para el cuerpo. Aportaba pruebas de que fácilmente se desemboca de la gimnasia en la virtud. Pues en los oficios manuales y en los otros se ve que los artesanos adquieren una habilidad manual extraordinaria a partir de la práctica constante, e igual que los flautistas y los atletas cuánto progresan unos y otros por el continuo esfuerzo en su profesión particular; de modo que, si estos trasladaran su entrenamiento al terreno espiritual, no se afanarían de modo incompleto y superfluo»(trad. Carlos García Gual). Siglos después y en una línea semejante, Musonio Rufo (Disertaciones 5 y 6) consideraba que la filosofía no podía ser un mero discurso teórico, sino una actividad dirigida a la transformación del individuo. En primer lugar, hay que estudiar los principios o preceptos (mathemata) y luego asumir un período de entrenamiento o ejercicio (askesis), que, para el estudiante de filosofía, es más importante que para un aprendiz de cualquier otra arte o disciplina, ya que la filosofía tiene por cometido la tarea más difícil: la de la virtud. La askesis se aplica de diferente manera según vaya dirigida únicamente al alma o al cuerpo y al alma conjuntamente —abstención de placeres, frugalidad, exposición a temperaturas extremas, endurecimiento frente al sufrimiento—: estas últimas son buenas a la vez para cuerpo y alma, mientras que las primeras están dirigidas al preciso reconocimiento de los bienes auténticos respecto de los que parecen serlo o de los que son manifiestamente males. Para ello hay que tener a mano los principios y acostumbrarse a actuar de acuerdo con ellos.
Epicteto, que asistió a las lecciones de Musonio Rufo en Roma, abogaba por la necesidad de incorporar las doctrinas como pautas de vida y de acción. El único motivo de orgullo que puede mostrar el practicante de la filosofía como actividad de transformación y adecuación a las doctrinas no es ser capaz de interpretarlas, sino, una vez encontrado un intérprete, «comprender la naturaleza y seguirla», «poner en práctica las enseñanzas extraídas»; «mostrar que mis acciones encajan y están en consonancia con sus palabras». Séneca (Sobre la ira 3, 36, 1-3) habla de la práctica cotidiana llevada a cabo por Quinto Sextio: «Al terminarse el día, cuando se había retirado al descanso nocturno, preguntaba a su espíritu: ¿qué vicio curaste hoy? ¿A cuál te resististe? ¿En qué aspecto has mejorado?», y afirma llevarla a cabo en su soledad: «Cuando se me ha quitado la luz de la vista y ha callado mi esposa, conocedora ya de mis costumbres, analizo todo mi día y valoro mis acciones y mis palabras; nada me oculto a mí mismo, nada paso por alto». Los Versos áureos, de tradición pitagórica, recomiendan una práctica semejante: «No dejes que el sueño penetre en tus blandos ojos / antes de haber repasado tres veces cada hecho del día: / ¿Dónde transgredí las reglas? ¿Qué conseguí? ¿Qué deber dejé de cumplir? / Comenzando desde el principio, repítelo, y después, si obraste mal, atorméntate. O, en caso contrario, deléitate. Esfuérzate en ello, cuídate de ello; conviene decirte estas cosas. Esto te pondrá tras los pasos de la divina virtud» (trad. David Hernández de la Fuente). Aunque generalmente se considera que este testimonio adscrito al pitagorismo es muy tardío —tardoantiguo, quizá del siglo iv d.C.—, cabe considerar que puede provenir de una fuente muy anterior que fue conocida por Cleantes y Crisipo, fundadores de la escuela estoica, de modo que la práctica no sería una innovación de la Stoa media, sino que estaría presente en la escuela desde sus comienzos.
Esta actividad de meditatio, diálogo interior o escritura de sí adquiere unos tintes particulares en el A sí mismo. En el caso de Marco Aurelio es testimonio de un trabajo de sí en extenso, absolutamente privado, que nos ha llegado quizá en la forma en que quedó en algún momento de su redacción. No se trata de un De remediis fortuitorum —una colección de máximas para la meditación—, ni tampoco de una escritura dirigida a un interlocutor —amigo o estudiante— para instruirle sobre la práctica, como sucede con las Cartas de Séneca o las lecciones de Epicteto. En ese sentido, su singularidad radica, aunque no solo, en que es el único testimonio de esta clase que ha llegado hasta nosotros. Las herramientas léxicas, argumentativas, analógicas y metafóricas que despliega Marco se encuentran en otros textos afines, pero en este caso las encontramos inmersas en un discurso y/o diálogo interior, en el que, una y otra vez, asume los papeles de enderezador y enderezado: asistimos a su uso, no a un despliegue gimnástico de preceptos doctrinales. Marco no enseña, solo se recuerda una y otra vez principios e ideas con las que muestra una clara familiaridad. No obstante, como se ha subrayado, no cabe considerar este conjunto de ejercicios de, sobre y para sí como una unidad, tampoco como un «camino» o «escalera» hacia la virtud. Por otra parte, la repetición de léxico, temas e imágenes forma parte de la esencia del texto —además de dar cuenta de la dificultad y de la dificultad —casi imposibilidad— del enderezamiento moral de Marco y su progreso hacia la virtud—, no es signo de debilidad estilística; es más, en lo que hay de matiz y diferencia —variatio— en las repeticiones se percibe la habilidad retórica que adquirió junto a su maestro Frontón. Cabe citar aquí las precisas palabras de García Gual sobre el valor y uso de las imágenes: «Todas estas imágenes intentan conciliar el pesar de la existencia humana al reintegrarlo en una imagen de la naturaleza, regida por un ritmo eterno. Son hermosas y apaciguadoras, como los símiles del viejo Homero, al intercalarse como pausas entre pasajes que recuerdan la lucha y el desánimo. Intentan desvanecer el aspecto irrepetible que la vida individual presenta. El hombre no muere de modo tan sencillo como las aceitunas, porque no se repite como ellas; y el combate del sabio contra los infortunios es más sensible y doliente que el del peñasco contra las tempestades. Marco Aurelio intenta combatir con esos pensamientos consoladores a su enemigo: el tiempo, tenaz aliado de la muerte, y a la historia».
A excepción del libro primero, los once restantes conforman un espacio de ecos mutuos: imperativos que llaman al recuerdo o la reflexión a fin de que los pensamientos penetren en el principio rector (hegemonikon) para que la interiorización sea lo más plena posible. Sin embargo, continuamente se hace constatación del fracaso… No hay que desesperarse, la perfección del sabio es inalcanzable, pero no cabe dignidad humana alguna si no se intenta el progreso ético. Si bien no está a nuestro alcance la figura del sapiens, la del proficiens es un deber ineludible, por tanto, vuelta a empezar: invitaciones a no postergar la actuación; definir el lugar y delimitar estrictamente el único espacio posible de actuación y aquello que está a la mano; crudas miradas desde lo alto, objetivas, despojadas de emoción; consideraciones rigurosas, incluso ásperas, sobre las generaciones pasadas: sus cortes, pompas y vanidades; desnudamiento pleno y definición radical de aquello que se presenta delante —alimentos, sensaciones, riquezas, relaciones personales, vestimentas, espacios de habitación—; imágenes como la del tinte o el manantial: la inmersión, una y otra vez, para la plena penetración y absorción de la doctrina en cada fibra del tejido que somos —de nuevo el fracaso: vuelta a empezar—; la molestia, fastidio y desconfianza hacia los que le rodean, sin nombres ni contextos concretos; la cosmopoliteia, el vínculo interno de los seres racionales y sociales; la reverencia a los dioses y la cooperación con sus obras; la aceptación e incluso amor (amor fati) hacia los cambios y acontecimientos del universo, cualesquiera que sean; las doctrinas estoicas —(meta)físicas, lógicas y éticas— con sus múltiples implicaciones recorridas en direcciones, sentidos y abordajes diversos; el control de los juicios que hacemos sobre las impresiones que recibimos y las emociones erróneas que generamos: miedos, esperanzas; la recurrencia a distinguir bienes, males e indiferentes; la pereza a levantarse del lecho; la constante llamada a una mejora nunca conseguida… Todo ello no supone solo la asunción individual de una tarea ética —entendida como mera aplicación de una serie de recetas de índole moral—, sino también la puesta en práctica de un conglomerado de doctrinas físicas, lógicas y epistemológicas: una actividad racional dirigida a la investigación de lo que es, de lo que tiene auténticamente valor, de lo que asume la llamada radical de la naturaleza y de lo que ha de persigue con urgencia una finalidad transformadora.