Unos pensamientos encima de otros: apuntes sobre el «libro» de Marco Aurelio (1)

Nota del autor: Este artículo es una reescritura parcial de la introducción a mi edición: Marco Aurelio. Pensamientos. Cartas, Trotta, Madrid, 2023. 

 

No quiero asomarme al fondo del abismo
Que tengo que acercarme y pierdo el equilibrio
Que no quiero asomarme ni al fondo de mí mismo
Que pierdo el equilibrio
 

Robe Iniesta, «Mierda de filosofía» 

 

 1. Sobre el A sí mismo (Τὰ εἰς ἑαυτόν) como «libro».

No deja de resultar paradójico que un personaje vinculado con el poder imperial durante décadas —primero con Antonino Pío, luego junto a Lucio Vero, posteriormente en soledad y por último con su hijo Cómodo— haya legado un texto tan aparentemente personal sin apenas referencias biográficas. Si además ubicamos a su autor en uno de los períodos cruciales de la historia de Roma —para muchos los compases iniciales de una inevitable caída—, en medio de una dura y prolongada campaña por el limes del Danubio, la ausencia casi total de alusiones a una vida entre acuartelamientos y frentes nos pone en los antípodas de las autobiografías y memorias con las que políticos y militares justifican sus patológicas misiones históricas. Si no resultara una proyección muy posmoderna, podríamos pensar un silencio tal como una broma profundamente meditada. Los doce libros que componen el Markou Antoninou Autokratoros ta eis heauton o su traducción latina Marci Aurelii Antonini Ad Se Ipsum Libri XII nunca fueron concebidos como libro ni tampoco están organizados ni meditados para su publicación. Carecen asimismo de título —el griego se parece más a una anotación de referencia o una etiqueta—, de ahí que varíe su título en las traducciones (Meditations en inglés; Pensées en francés —con ecos pascalianos— o Pensées pour moi-même; Pensieri, Ricordi o A se stesso en italiano; Selbstbetrachtungen o Wege zu sich selbst, en alemán; Pensamientos o Meditaciones, en nuestra lengua), sin que sea habitual, desgraciadamente, que se mantenga el original. A excepción del libro I —un paseo por el cementerio afectivo de la memoria—, no hay vertebración que permita concebirlo como una unidad cerrada, sino una serie de reflexiones de diversa extensión conectadas en un plano exclusivamente doctrinal, sin alusiones a acontecimientos ni paisajes. Como bien señaló Carlos García Gual en su prólogo a la antigua edición de Gredos «en su desprecio por lo corporal y mundano, Marco Aurelio solo anota lo esencial: el razonamiento desnudo de lo accesorio y la incitación moral».  

Ni siquiera somos capaces de establecer el arco temporal que abarca su escritura, aunque lo más probable es que tan disciplinada y estricta tarea —el análisis para la mejora moral— se prolongara en el tiempo. Ciertas referencias a la edad de quien consigna estas meditationes perfilan a alguien ya maduro, instalado en el principado (VI 30), tras la muerte de Lucio Vero (VIII 37) y la fatídica peste que trajeron sus victoriosas legiones de Oriente (IX 2). Tampoco el hecho de que todos los mencionados en el libro I —posiblemente el último redactado— hubieran ya fallecido aclara cómo se podían ir sucediendo las anotaciones. Una propuesta de datación lo emplaza entre los años 170 y 180 en los diferentes lugares recorridos durante esa década; entre ellos, Carnunto y las riberas del Gran, las dos referencias geográficas de los libros II y III. Al igual que la luna, Marco Aurelio muestra una cara visible y, afortunadamente, otra oculta: en sus palabras no se encuentra rastro de esa apología o justificación de sí que tanto se cuela en los escritos en primera persona. La repetición de ideas, argumentos, conclusiones, imágenes y alusiones tiene sentido si se entiende que todos ellos están dirigidos a un sí mismo que no se atiene e incluso desborda la máscara (persona) imperial. 

Desde su escritura en la segunda mitad del siglo ii, no hay referencias a este «libro» de naturaleza y escritura privada que seguro hubiera suscitado un profundo interés en el contexto de las polémicas, invectivas y apologéticas cruzadas entre antiguos y cristianos. En torno al 907, el bizantino obispo Aretas (ca. 850-935) escribe a Demetrio, arzobispo de Heraclea, y le envía un volumen del libro de Marco, del que ha sacado una copia —desconocemos cómo había llegado a él—; por el contenido de la carta, no parece que el libro le resultara una rareza ni un descubrimiento. Cabe considerar que Aretas tenía un manuscrito legible del texto y lo copió para la posteridad, aunque no haya que atribuirle los muchos problemas textuales que ha venido presentando a lo largo de su historia. No es lugar para profundizar en la compleja historia de este singular testimonio de escritura privada: el interesado podrá encontrarla en las ediciones contemporáneas más académicas.  La primera edición impresa (editio princeps), surgida del taller de Andreas Gesner filius,  con traducción al latín de Xylander a partir del códice Toxitanus (por Miguel Toxites), vio la luz en Zúrich, en 1559. El importante número de erratas hizo necesaria una corrección, pero el códice desapareció antes de que saliera a la luz su segunda edición (Basilea, 1568), lo que obligó a Xylander a cotejar otros manuscritos que no lo conservan completo. Desde entonces ha venido necesitando quirófano, y bastante: las enmiendas y correcciones se vienen sucediendo desde las ediciones de Meric Casaubon (Londres, 1643) o Thomas Gataker (Canterbury, 1652) hasta las que sirven contemporáneamente para la compleja tarea de su traducción (Farquharson, 1944, Oxford; Theiler, 1951, Zúrich; Cortassa, Turín, 1984; Dalfen, Leipzig, 1979 y 1987). Las múltiples traducciones actuales a toda clase de lenguas, así como las continuas reediciones de otras más antiguas, dan cuenta de una especie de moda o fervor por esta obra: seguramente más breve que el epistolario de Séneca a Lucilio y más acogedora y conmovedora que cualquiera de las de Epicteto: tiene razonamientos impactantes y la destilada intensidad de algunas sentencias las hace candidatas a terminar tatuadas en ese escaparate en que se ha convertido la piel contemporánea: si Hugo Ball se diera un paseo por cualquiera de nuestras ciudades turistificadas contemporáneas seguramente se retractaría de su propuesta de vincular poesía y tatuaje.  A día de hoy, los empresarios, influencers o deportistas que testimonian efusivamente su interés por ese «libro», que muestran en sus redes sociales, retratándose con él en la mano, en la piscina de su chalet o en su lecho —menuda deriva que ha vivido el ámbito del «a sí mismo» transmutado a día de hoy en selfie—, lo han convertido en una especie de amuleto o fetiche que exhiben como una marca de identificación de su filosofía de vida y su actitud personal ante los seísmos que aquella lleva aparejados: quienes los siguen en sus dispositivos electrónicos acaso buscan encontrar el modo de mimetizarse con tan selecto club o de encontrar algo de edificante consuelo en sus palabras. Tampoco importa mucho: desde hace décadas se han venido simultaneando en esa labor la new age, los discos de Windham Hill, Louise Hay, Paolo Coelho, Ramiro Calle, el Arte de la guerra, el Tao o el Zen: todos ellos compatibles entre sí y con el estoicismo: viva el libre mercado. En todo caso, continuo fracaso el de Marco: si su tarea como princeps hizo aparecer las grietas que conducirían al derrumbe del imperio —ahí caigan todos según natura—, su meditatio estoica, privada y refractaria a cualquier ojo exterior, ha terminado convertida en brújula para winners y fallido puntal para la contención de la ruina contemporánea.  

 

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CONSEJO ASESOR Javier Cercas, Félix de Azúa, Carlos García Gual, J. Á. González Sainz, Carmen Iglesias, Antonio Muñoz Molina, Amelia Valcárcel, Darío Villanueva.


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