Ignacio Pajón Leyra (2023): El emperador filósofo: Marco Aurelio y su legado cultural, Madrid, Fórcola.
Si hay algo permanente en el discurso filosófico sobre la propia filosofía es la insistencia con la que decimos que es una disciplina que se encuentra en crisis. Tanto desde el ángulo de su presencia en los sistemas educativos de la contemporaneidad como desde el de la percepción de su vigencia cultural y social, la filosofía aparenta estar siempre en riesgo de desaparecer. Tanto que casi nos hemos acostumbrado a hablar de ella como una disciplina frágil, ninguneada, incluso agonizante. Pero, de manera excepcional, en el Occidente europeo y americano, desde hace unos años parece que la filosofía ha entrado en otra etapa. Del clásico abandono y la queja sobre su escasa presencia social, hemos pasado de pronto a la casi omnipresencia en los periódicos, las mesas de novedades de las librerías, las charlas de café de corte intelectual y, muy especialmente, a una abrumadora visibilidad en las redes sociales. Parece que la filosofía, inopinadamente, se ha puesto de moda. La matrícula en la carrera de filosofía en las universidades ha crecido de manera bastante repentina; las grandes fundaciones culturales reclaman cursos de formación filosófica; las citas de los pensadores clásicos acaparan – con mayor o menor fidelidad – los memes que se difunden por la esfera virtual. Las causas de este auge filosófico son, según me parece, muy variadas, incluyendo algunas de tipo político, social y económico, pero sin duda entre esas causas se encuentran algunas relacionadas con la corriente filosófica que protagoniza más claramente esta presencia cultural: el estoicismo.
En efecto, aunque la filosofía en general ha ganado presencia ante la sociedad en estos años, lo que puede decirse con propiedad que se ha puesto de moda es casi en exclusiva la filosofía estoica. Y esto no puede ser una casualidad. De algún modo, nuestro presente demanda respuestas estoicas a preguntas e inquietudes contemporáneas. Y esto es posible porque estas preguntas que nos hacemos hoy los ciudadanos del occidente hiperacelerado y postpandémico tienen cierta resonancia en las preguntas sociales que surgieron en época antigua y ante las cuales el estoicismo se desarrolló como filosofía. Hay algo de familiar para nosotros en la crisis helenística, en la que una serie de cambios repentinos y profundos en las condiciones de existencia del ciudadano dieron como resultado una gran desubicación colectiva. Nosotros, como el antiguo ciudadano helenísitico, también nos sentimos desubicados. La rápida sucesión de cambios sociales y políticos nos mantiene denortados, como permanentemente fuera de lugar, buscando siempre algo que nos ayude a volver a orientarnos. Y por eso no es extraño que una filosofía que nació de la desubicación nos diga a veces más que aquellas otras que surgieron en etapas menos convulsas y menos necesitadas de una nueva cartografía conceptual.
Cabe preguntarse ante esta proximidad entre la crisis helenística y la contemporánea hasta qué punto es legítimo que tomemos una época tan diferente de la nuestra como paralelo de nuestro tiempo. ¿No es un anacronismo proyectar la visión del mundo de los estoicos sobre una realidad por completo diferente a la de ellos? ¿No cometeremos un grave error, casi una injusticia, tanto para con nuestro tiempo como para con el de ellos si tratamos de emplear su pensamiento para responder a nuestros problemas? Nosotros nos enfrentamos a diario con circunstancias y conflictos ajenos a cualquier cosa que pudiese ocurrir en la Antigüedad: nuestro mercado global, nuestras desigualdades geopolíticas y sociales, nuestro mundo tecnológico, nuestra socialización virtual… Nada de ello es algo a lo que podamos aspirar a que Epicteto o Marco Aurelio respondieran en su época. Todo esto es, sin duda, muy cierto: vivimos épocas distintas y contextos distintos. Y no sería muy prudente ni sensato equipararlos sin más. Pero tampoco es demasiado inteligente por nuestra parte creer que nuestros problemas son absolutamente nuevos, que nunca se los ha planteado nadie antes de nosotros. Es un gran acto de soberbia de la contemporaneidad pensar que vive circunstancias excepcionales en la historia y que nadie antes se encontró ante nada similar. Por diferentes que sean los contextos de cualesquiera dos momentos de la historia muy separados en el tiempo, siempre se podrán encontrar también elementos comunes. Y la más importante de las constantes de la historia puede que sea el propio ser humano. Nosotros no somos tan diferentes de como fueron los griegos helenísticos o los romanos de época imperial. Y nuestros miedos, preocupaciones, reacciones y reflexiones pueden ser más similares de lo que pensamos. Aunque las causas difieran en los detalles, los efectos de las crisis antigua y actual fueron bastante parecidos: una ciudadanía urgida a adaptarse a una realidad cambiante, atemorizada por la sensación de amenaza permanente, perdida sobre cómo entender su propio papel en el mundo y necesitada de algún tipo de respuestas a todo ese conglomerado de temores. Lo que hicieron los filósofos estoicos entonces fue construir toda una visión del mundo desde un punto de vista lógico, físico y ético capaz de ejercer de mapa para tiempos poco claros. Ese fue el sentido de las soluciones que plantearon en sus textos ante la demanda social de respuestas. Y prestar oídos a esas soluciones es tan natural como lo es siempre tratar de aprender de la experiencia ajena. Por supuesto, la mejor actitud que podemos tener con respecto a su filosofía no es la de limitarnos a memorizar sus respuestas como si se tratase de un nuevo credo filosófico, sino de pensar con ellas para tratar de encontrar hoy respuestas propias ante las situaciones que nos van surgiendo al paso. Debemos, quizá, tratar el estoicismo como una gran fuente de indicaciones reubicadoras; como el viajero que encuentra indicios de la dirección a tomar en la posición del musgo en los troncos de los árboles o en las sombras de las rocas a determinada hora, pero no como si aspirásemos a encontrar en nuestro camino un gigantesco cartel en el que señalado en rojo se lea “usted está aquí”.
El tratamiento que se le ha dado a esta filosofía, sin embargo, a menudo no ha sido de este tipo. Con demasiada frecuencia nos lo encontramos convertido en un recetario milagroso con el que alcanzar, se nos dice, no solo la felicidad, sino incluso el «éxito». Proliferan hoy los libritos que nos llaman a descubrir cómo triunfar con estoicismo, cómo pensar como un emperador, cómo resistir hasta lograr nuestros objetivos y demás fórmulas con las que reconvertir la filosofía estoica en una herramienta en manos de los gurús del emprendimiento tardocapitalista.
Con todo, por mucho que una parte de la recepción contemporánea del estoicismo se aleje de los planteamientos originales de esta escuela, parecería que una presencia tan importante en el espacio cultural es claramente una situación positiva para la filosofía. He escuchado con frecuencia frases que defienden esta posición. Algo del tipo «mejor que se hable de filosofía aunque sea mal». Y no puedo estar más en desacuerdo. El objetivo de la filosofía no puede ser su mera visibilidad. No se trata solo de que la palabra «filosofía» aparezca en los periódicos. Para que el pensamiento filosófico cumpla adecuadamente su función es esencial que se transmita de un modo que no traicione su sentido. Y eso es justo lo que la moda neoestoica pone en peligro. La tendencia a emplear a los estoicos – sobre todo los estoicos romanos – como referentes para una apología de la resignación (que se enfoca de manera preeminente a los más desfavorecidos) y una apología paralela de una supuesta mentalidad triunfadora (que se dirige a otro público mucho más acomodado) no solo no responde a lo que el estoicismo fue, sino que tiene (o aspira a tener) efectos perversos: mantener, en un sistema de explotación extremo, al explotado y al explotador en sus respectivos puestos. En su artículo «La nueva stoa. El estoicismo como práctica terapéutica neoliberal»[1], Malena Canteros analiza la creciente popularidad de la literatura estoica y la relación de este auge con una forma de individualización del sufrimiento adoptada por el marco económico-político neoliberal a causa de sus propios intereses. Según esta autora, el neoestoicismo se presenta en gran medida como un marco conceptual que organiza, mide y produce todo un sistema emocional acorde con los modelos empresariales. Quizá por eso encontramos con tanta frecuencia autores de éxitos editoriales neoestoicos que no proceden del campo de la filosofía o de los estudios clásicos sino de la empresa, el marketing o la publicidad. En la mayoría de los casos, los libros de esta clase no tratan de reflejar, exponer y analizar las ideas de los filósofos estoicos, sino que, como mucho, aluden a alguna cita descontextualizada de alguno de ellos al inicio de cada capítulo para después proyectar sobre ellos, empleándolos como figuras de autoridad, un discurso previo a la lectura de esas citas. Y ese discurso, forzado a transmitirse como estoico, tiene más de ideología mercantil y terapéutica barata que de filosofía.