Los laberintos de la indagación biográfica

Anna Caballé (2021): El saber biográfico. Reflexiones de taller, Oviedo, Nobel. [326 pp., 20,90 €]

Anna Caballé (2025): Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel, Madrid, Taurus. [568 pp., 23,65 €]

 

 

La novela y la biografía son dos espléndidos medios de aproximación a un objetivo imprescindible e inalcanzable: el auténtico conocimiento de un ser humano. Si el psicoanálisis nos demostró que no nos conocemos a nosotros mismos, menos parece que podamos conseguir en la batalla por conocer a los demás. De hecho, no sabemos siquiera cuántos «demases» hay en cada demás; Unamuno recogió, en Tres novelas ejemplares y un prólogo, la ocurrencia de Oliver Wendell Holmes: cuando empiezan a hablar Juan y Tomás son seis de hecho los que están hablando, pues hay siempre tres juanes en Juan y tres tomases en Tomás: el que cada uno es, el que él mismo cree ser y el que el otro cree que uno es. Es decir, cada Tomás es el Tomás real, el que imagina Juan y el que el propio Tomás supone ser, sin acertar, por supuesto. Pero Unamuno añade que hay además en cada uno el que él mismo querría ser, que es el real de verdad, en su opinión: se triunfa o se fracasa en función de lo que se haya querido ser, no de lo que se haya sido. Es el concepto de vocación, tan vigente en su época y hoy arramblado, en parte por desplazamiento para hacer sitio al concepto hegemónico de «deseo».

Se podría llevar más lejos aún la ocurrencia de Wendell Holmes y Unamuno para añadir a esos cuatro tomases que hay en cada Tomás algunos más: todos los que Tomás cree haber sido cada vez que olvida la advertencia de Nietzsche sobre la fuerza con que el orgullo suele engañar a la memoria. Y también cada uno de los tomases que, al margen de Juan, es Tomás para Manolo, Isabel o Margarita. Tras los cuales podría seguramente encontrarse otros. Cada uno es muchos, y el número de ellos (junto con su entidad) se enriquece en la medida en que es rica (y compleja) la personalidad de ese uno en concreto.

En su excelente ensayo de 2021, Anna Caballé, revisa citas de Unamuno, Jarnés, Chacel y Chaves Nogales que abren otro frente al plantear la relación biografía-novela. El primero la presenta casi como una identidad: «Hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales encarnados en carne y hueso que en hombres reales encarnados en ficción novelesca o nivolesca». Atrevida identificación la que hace ese «lo mismo».

Cuando Clarín se puso a escribir su obra maestra, se enfrentó, por tanto, a un laberinto de anas. Y a un laberinto de leopoldos se enfrentan los biógrafos de Clarín. Por supuesto, no es lo mismo ir conociendo a Ana Ozores al leer sus avatares en Vetusta o a Leopoldo Alas en los trabajos de sus biógrafos. Pero hay analogías importantes, en los dos aspectos del término «analogía»: coincidencias y diferencias. Si «analogía» es una «relación de semejanza entre cosas distintas» (DRAE), tan importantes serán los elementos coincidentes como los diferenciales. Es absurdo decir que no se pueden comparar dos cosas muy distintas, las que no pueden compararse son las idénticas, pues la comparación bien entendida consiste precisamente en analizar las partes que coinciden y las que difieren al contrastar dos cosas análogas. La primera coincidencia, esencial, es que en los dos casos se plantea, repito, la ardua tarea de describir, estudiar y conocer a un ser humano.

Las diferencias son muchas. Una fundamental gira en torno a la brillante frase de Benjamín Jarnés que describe la novela como el arte de crear un ser humano, frente a la biografía que sería el arte de resucitarlo. Habría que añadir que la «resurrección» fragmentaria de las muchas personas que hemos ido conociendo a lo largo de nuestras vidas es precisamente lo que atesoramos en la memoria y que es ese gigantesco almacén de fragmentos el material de base con que un novelista tendrá que iniciar la creación de sus personajes. El arte oscuro de recuperar, recombinar, transformar y rediseñar piezas concretas de ese almacén personal en perpetua modificación (pues un recuerdo se modifica cada vez que lo evocamos) para entregarlos a los mecanismos de la fantasía sería, esquemáticamente hablando, el proceso de creación literaria. Sobre todo, si tiene razón Borges cuando apunta que la escritura es el arte de ir combinando el recuerdo y el olvido de lo que hemos leído.

Un gran pintor español, Lucio Muñoz, planteó en una ocasión a su tertulia la cuestión de quién es más real: Madame Bovary o su tía Concha. El laberinto de imágenes parciales que tenemos de un personaje novelesco es diferente del que tenemos de una tía carnal, pero ambos son igualmente laberínticos y parciales. La imagen de cada uno de nosotros que tiene cada uno de nuestros conocidos no es más que una entre muchas perspectivas, en el sentido orteguiano. Es tan personal y única como la idea que tiene de Anna Karénina cada uno de los lectores de Tolstoi. Y cada vez que releemos una novela o tenemos un nuevo encuentro con un amigo enriquecemos, o al menos modificamos, la imagen que teníamos del personaje (o de la persona). Con toda razón escribió Anna Caballé que «el descubrimiento o la aportación de nuevos datos sobre un personaje o acontecimiento invitan siempre a nuevos análisis y relecturas del personaje ante un desafío que es en sí mismo inalcanzable» (2021, p. 53).

Rosa Chacel aseguraba que para escribir la biografía de Teresa —la amada amante de Espronceda— la escasez de datos e información existente la compensó leyendo Madame Bovary, lo que le proporcionó un estímulo más poderoso y mucho más importante del que podría haber obtenido en el memorialismo contemporáneo del poeta. Esta tesis es, para Caballé, «un ejemplo más de la confusión de paradigmas bajo el que se movía aquella generación vanguardista» (2021, p. 235).

Sostiene Chaves Nogales que «el novelista pasea por el mundo, va y viene, escucha, pregunta, observa, y un buen día siente al fin maduro su pensamiento. Entonces hace abstracción de todo, se sumerge en una especie de sugestión, y en ese estado patológico, febril, hipnotizado, hace la transfusión de su sangre a sus héroes». ¿Hasta qué punto se pueden aplicar estas palabras a un biógrafo?

 

*

La biografía de Rosa Chacel que ha escrito Anna Caballé es una obra mayor. A lo largo de doce años la investigadora visita las ciudades en que vivió su biografiada, interroga a familiares y amigos, escarba en los archivos públicos y privados.

La biógrafa se esfuerza por aclarar una vida que no quiso ser aclarada. Rosa Chacel se encargó de levantar sus propios muros contra los futuros esfuerzos de los biógrafos. Son insuficientes los documentos a los que Caballé logra acceder y abundantes los pasajes en que Chacel enturbia los aspectos esenciales de su vida.

Caballé se entera por los diarios de Trapiello de que Juan Manuel Bonet ha comprado en el rastro un puñado de cartas cruzadas entre Timoteo Pérez Rubio y su amante en los años de la guerra civil; puede obtener los textos y escribir con ellos unas cuantas páginas. («Timo», es el marido de la escritora, por el que ella suspiró toda la vida mientras él se dedicaba, de joven, a acostarse con toda mujer que se le ponía a tiro —incluida la hermana pequeña de su esposa— y de viejo a emparejarse con la brasileña Lea Pentagna). Pero lo habitual es que tropiece con escenas como la del ataúd de «Timo», en el que la mujer que compartió la última parte de su vida depositó varios paquetes de cartas inmediatamente antes de que se cerrase. Una potente imagen que constata el drama de la biógrafa ante la decisión de sus personajes: llevarse los secretos a la tumba.

No son pocas la biografías que se escriben contra los esfuerzos del biografiado para dificultarlo. Sostiene Caballé que siempre quedan numerosos rastros, pese a los esfuerzos que hagamos por borrar nuestras huellas. En el caso de los personajes vivos, la ocultación es lo más habitual, por razones comprensibles; nadie quiere ser objeto de una total transparencia y el subgénero de las biografías autorizadas suele tener poco interés, lógicamente; pero tampoco es raro que los muertos hayan tenido la precaución de quemar papeles.

Desde Flaubert a Benet se ha jugado con la idea de una novela sin personajes ni argumento, sostenida por la propia fuerza del texto. El mayor logro de Caballé como biógrafa es que consigue hacer interesante el retrato de un autor y el relato de su vida incluso aunque su obra no nos interese nada o nos resulte desconocida. Es otra interesante analogía: una novela nos puede fascinar aunque al iniciarla nada sepamos de su protagonista y aunque al terminarla no sintamos por él (o por ella) la menor estima. Cuando Caballé escribió la biografía de Umbral empezó dialogando con él, pero en el momento en que ella cuestionó la «versión oficial», el escritor le cerró todas las puertas. Eso no le impidió investigar, reconstruir y contar de forma convincente el sentido de una existencia trágica, marcada por la ausencia de los progenitores y lastrada por el vacío existencial que, procedente de ella, era imposible llenar con la conquista compulsiva de mujeres y la producción torrencial de artículos y libros apresurados. Umbral: el frío de una vida fue una lectura apasionante aunque su lector no tuviese el menor interés por los libros de Umbral. Las claves de aquella vida, investigadas, reconstruidas, interpretadas y relatadas por su biógrafa dieron lugar a un texto que se sostenía por si mismo.

Rosa Chacel se dedicó a borrar sus huellas de forma preventiva toda su vida y la biógrafa se esforzó, con mérito y bastante éxito, en añadir testimonios y documentos de archivo a la obra publicada por la escritora. Que esta incluya muchas páginas de diarios y varios libros de correspondencia es una ayuda, por supuesto, pero es una ayuda filtrada. Pese a lo cual los esfuerzos de la biógrafa logran iluminar el drama de una escritora incomprendida, orgullosa de su estilo difícil, que en su juventud decidió ser la Joyce española y se pasó la vida constatando con horror que casi nadie se daba cuenta. Creció en su aislamiento, a la vez que se hundía en el círculo vicioso de un carácter insoportable que la hacía antipática. Tenía una extraordinaria habilidad para ofender a los que pretendían ayudarla y llegó a ser conocida por salir en la tele aunque nadie la leyese. Se pasó la vida entera suspirando por el amor de su marido, que la admiraba pero no soportaba vivir con ella y se enamoraba de cada mujer atractiva que se le acercaba. Se ganó el odio de su único hijo, al que llama «onagro», asno, porque todo lo que no estuviese a la altura de sus expectativas le resulta despreciable.

Amargada y orgullosa a partes iguales, puso todas las dificultades posibles a quien quisiera indagar en los enigmas de su vida, pero no logró evitar que Anna Caballé lo hiciese con paciencia y rigor, escarbando en su intimidad, reconstruyendo su biografía tortuosa y a la vez analizando de forma ponderada su obra tan esforzada como lastrada por el autismo.

Autor

  • José Lázaro

    José Lázaro (La Coruña, 1956) es escritor y profesor de Humanidades Médicas en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid. Director de «Hedónica. Revista de Libros» (https://www.hedonica.es/). Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias por el libro «Vidas y muertes de Luis Martín-Santos» (Tusquets, 2009). Autor de «La violencia de los fanáticos. Un ensayo de novela» (2013) y «Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater. Un ensayo dialogado» (2020). Coautor, tras Cecilio de Oriol, de «El alma de las mujeres» (2017). Compilador y editor, entre otros, de «Encuentros con ¿Agustín García Calvo?» (2013) y «Diálogos con Ferlosio» (2019). En la actualidad trabaja sobre la medicina del placer, los géneros de la violencia, el enigma del masoquismo y otros temas englobados bajo el título general «Homo hedonicus: el orgullo y el deseo». (https://joselazaro.eu/).

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