Fernando Del Rey y Manuel Álvarez Tardío (2024): Fuego cruzado. La primavera de 1936, Barcelona, Galaxia Gutenberg. [696 pp., 28,00€]
Se equivoca, amigo mío —contestó Settembrini con los ojos cerrados—. [… Se equivoca fundamentalmente en la apreciación de que el espíritu, en general, no es lo bastante importante para provocar conflictos y pasiones fuertes como esas otras que trae consigo la vida misma y que no pueden solucionarse sino mediante las armas. ¡Al contrario! Lo abstracto, lo depurado, lo ideal es, al mismo tiempo, lo absoluto y, por tanto, lo realmente importante e intocable; y por eso alberga muchas más posibilidades de despertar el odio y la enemistad irreconciliable que la vida social. ¿Y aún le extraña que pueda llevar al enfrentamiento físico, al duelo, a la situación realmente radical: la lucha a muerte, mucho más directa e implacablemente que cualquier otro conflicto de ese otro ámbito?
Thomas Mann, La montaña mágica
Un libro incómodo/1. En una sociedad española polarizada y crispada como la actual, escribir sobre el reciente Fuego cruzado. La primavera de 1936, de los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, es arriesgado. La probabilidad de que quienes se han quedado en la adolescencia política perpetua de nosotros/ellos, buenos/malos, facha/rojo, puro/impuro y un largo etcétera le encasillen enseguida a uno es alta. Sin embargo, algunos ciudadanos se han hecho adultos: a estos se dirigen de forma explícita los autores de la obra y un servidor con este texto y no, para citar a Antonio Machado, al «hombre al uso que sabe su doctrina».
En un artículo publicado en El País del 15 de junio de 2024 y titulado «No basta la memoria», Antonio Muñoz Molina escribe: «Llevo un tiempo sombríamente sumergido en un libro a la vez apasionante e ingrato, Fuego cruzado, de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío […], un estudio sobre la violencia política en España en la primavera de 1936, entre la victoria en febrero del Frente Popular y el levantamiento del 17 de julio». Al parecer, compartimos las mismas impresiones de lectura: a medida que avanzaba en la voluminosa obra, junto al interés iba aumentando la desazón. El libro es ingrato, como dice el escritor ubetense, por desapacible, áspero. La pesadumbre, en mi caso, se mezclaba también con un asombro creciente por lo que iba leyendo y que Muñoz Molina resume con pericia de narrador: «[…] cuántos atentados con armas de fuego, con navajas, con palos; cuántos asaltos a iglesias o sedes políticas; cuántos tiroteos entre pistoleros de un extremo u otro o entre miembros de sindicatos obreros rivales; en Madrid, en Barcelona, en capitales de provincia, en pueblos apartados, en cualquier lugar donde estallaba de golpe una violencia que se alimentaba a sí misma en espirales de venganza. Militares, monárquicos y ricachones oligarcas como Juan March conspiraban sin disimulo contra la República, pero los partidos y las organizaciones sindicales que hubieran debido defenderla la socavaban con irresponsabilidad y sectarismo, con una violencia verbal y física que no dio un día de tregua durante esos pocos meses».
En las líneas que siguen, Muñoz Molina alude implícitamente a uno de los asuntos más importantes para la convivencia en una sociedad democrática madura o adulta, la superación del conflicto entre memorias antagónicas y de la confusión entre memoria e historia: «En la memoria oficial de derechas, los desórdenes y los crímenes de esos meses convulsos fueron responsabilidad de una izquierda volcada a una inminente revolución comunista: la violencia de extrema derecha, y el golpe militar, habrían sido la respuesta legítima para restaurar el orden y evitar una dictadura soviética; en la memoria de la izquierda, la violencia fue una estrategia desestabilizadora de la derecha y la extrema derecha: la izquierda no habría tenido más remedio que defenderse contra las agresiones, y las organizaciones obreras respondieron al levantamiento militar y fascista con las armas en la mano, en defensa de la legalidad republicana». Sería preciso salir de este círculo vicioso, similar a lo que en psicología se conoce como compulsión de repetición, que impide al sujeto pasar página o superar un trauma o interrumpir una actitud dañina a través de un trabajo psíquico que, en este caso, es precisamente el trabajo historiográfico. Suponiendo que se quiera pasar página, porque alimentar memorias parciales puede resultar conveniente desde el punto de vista político y, de hecho, lo es. Ya se sabe, vivimos en una época de entronización de identidades, y hay dos maneras sencillas de encerrarse en una de ellas, para quienes sienten esta necesidad apremiante de fosilización intelectual: la primera, por antagonismo: busco un enemigo o lo invento o lo resucito, si lleva casi cincuenta años enterrado y ya no encuentro mejores razones para legitimarme; la segunda, la más rentable hoy en día, por victimismo (al estatus de víctima se dedica todo el Título I de la Ley de Memoria Democrática) y para que siga ofreciendo rentas hay que mantener las heridas abiertas y no abrir grietas en su imagen.
Unos conceptos. Una sociedad, sin embargo, no puede mantenerse indefinidamente encolerizada consigo misma: es una amonestación que Paul Ricoeur pone casi al final de una de sus mejores obras, La memoria, la historia, el olvido (Ricoeur, 711). En ella, el riguroso filósofo francés alerta contra los abusos y manipulaciones o instrumentalizaciones de la memoria deudores del factor ideológico, con efectos de distorsión de la realidad y legitimación de un sistema de poder (Ricoeur, 118) y que tienen como resultado un relato impuesto (Ricoeur, 122). No, como ha escrito Muñoz Molina, no basta la memoria, también la historia es necesaria.
Otro conocido filósofo, el italiano Giorgio Agamben, en una de sus frecuentes glosas al pensamiento de Michel Foucault, define el concepto de dispositivo. Resumiendo, un dispositivo es un conjunto de discursos, instituciones, edificios, leyes, etcétera y la red que se establece entre ellos; se inscribe siempre en una relación de poder; resulta, de hecho, del cruce entre relaciones de poder y saber. Escribe Agamben que todo aquello que tiene la capacidad de capturar, orientar, determinar, controlar los gestos, las opiniones y los discursos de las personas es un dispositivo. Pero, antes que nada, un dispositivo es una máquina que produce subjetividad (o identidad, como a todo el mundo le gusta decir actualmente) y es, en este sentido, una máquina de gobierno (Agamben, 2015b). La ideología cabe perfectamente en esta descripción. En tanto que religión secularizada, el dispositivo ideológico consagra, es decir, ensalza algunas ideas en aras del templo (fanum, en latín), creando a menudo bandos de fanáticos en choque excluyente donde debería haber pacífica contratación democrática. Unas ideas que, en suma, quedan relegadas al ámbito de lo religioso, de lo sagrado. De modo que ya no son ideas, sino creencias. De hecho, sagrado significa separado, y sólo a unos clérigos seculares, citando al Raymond Aron de El opio de los intelectuales (pág. 389), les es permitido administrar el culto a la congregación de feligreses. Sin embargo, el mismo Giorgio Agamben que nos advierte del peligro representado por la omnipresencia de los dispositivos del poder en la sociedad contemporánea, es también quien sugiere la estrategia para neutralizarlos: la profanación, una operación política que los desactiva y restituye al uso común los espacios que habían confiscado. Y profano, es decir, «libre de los nombres sagrados», es aquello que se restituye al uso común de los hombres. La consigna terminante del filósofo es que hay que arrebatar a todo dispositivo la posibilidad de uso que ha capturado (Agamben, 2015a).
Digresión aparente. En Madrid, en Nuevos Ministerios, puede uno seguir admirando una estatua de Largo Caballero cuyo grabado en el pedestal reza: «Francisco Largo Caballero, Ministro de Trabajo y Previsión Social, 1931-33». El rótulo es involuntariamente cómico por todo lo que omite. Claro que una placa no puede incluir la biografía entera de la persona homenajeada, pero un profesor que buscara ejemplos, para sus alumnos, del concepto de elusión de información, de elusión tramposa de información, podría recurrir sin falta a la muestra caballeresca. De seguir con la práctica, podrían esculpirse y exhibirse en lugares adecuados monumentos a Benito Mussolini «Director del Avanti!», de fecha a fecha; o a Renato Curcio «Estudiante de Sociología», desde tal año hasta tal otro; o a Arnaldo Otegi «Destacado político vasco», a partir de fecha tal. Sería como sacar una foto de un paisaje ameno dejando fuera el vertedero que se encuentra unos metros más allá. Lo que hicieron antes o vino después del intervalo de tiempo aislado, es mejor callarlo: elijo, o sea, manipulo, los segmentos históricos ad hoc que me sirven política e ideológicamente para legitimarme en la actualidad, para establecer líneas de continuidad, filiaciones y ostracismos. Lo hacía el franquismo, buscando à rebours los paradigmas de esa «España eterna» de la que se consideraba la última nefasta encarnación, y lo han hecho siempre también las izquierdas.
Un libro incómodo/2. Polémicas. El artículo de Antonio Muñoz Molina, autor de una gran novela como La noche de los tiempos (2009), ambientada justamente en el año previo al inicio de la Guerra Civil, aun no siendo él un historiador de profesión, parece más ecuánime que algunas reseñas encomendadas en el mismo periódico a profesionales de la historia. Hasta la fecha en que escribo, en El País, el antiguo «diario independiente de la mañana», se han publicado dos reseñas muy críticas de la obra después del artículo de Muñoz Molina. La primera, «Un nuevo golpe a la Segunda República» por Nicolás Sesma (13 de julio de 2024) y la segunda, «¿Calvo Sotelo tenía razón? La violencia política y la Segunda República» por Ricardo Robledo (17 de septiembre de 2024), intercaladas ambas por una réplica de los autores a Sesma titulada «Sobre la violencia política y la Segunda República» (18 de julio de 2024).
La pieza de Sesma pone el texto de Del Rey y Álvarez Tardío al lado de una serie de títulos que representan «golpes» mal tolerados a la Segunda República y lo critica por sesgo, metodología errática y ausencia de perspectiva comparada con lo que estaba pasando fuera de la Península. Tras la lectura del artículo, cabe preguntar a Sesma si de verdad considera que analizar un fenómeno tan contundente y sin antecedentes, por sus dimensiones, en la historia española como fue la violencia política durante los meses del Frente Popular es «negar legitimidad» a ese régimen y es «negar cualquier aspecto positivo en la experiencia republicana»; y si de verdad los autores estarían empeñados en defender, de forma solapada, una «Restauración borbónica» para «legitimar» el presente régimen monárquico, atacando, al mismo tiempo, a la izquierda española y francesa del Nouveau Front Populaire. Sigue Sesma diciendo que «queda en manos de los lectores formarse su opinión y decidir si debe despreciarse completamente a un régimen constitucional sin duda imperfecto, como todas las jóvenes democracias de entreguerras. Imperfecto pero nacido de un proceso electoral y con alternancia en el poder, portador de un modelo territorial descentralizado» (cursivas mías). Resulta curioso que los dos aspectos que Sesma esgrime en defensa de la República fueran puestos en peligro por las propias fuerzas con las que quienes hoy gobiernan establecen filiación y alianza, sin olvidar cierto republicanismo, y a las que Sesma parece preocupado por defender. Respecto al primero, a la alternancia democrática, aunque las elecciones de 1933 que le otorgaron la victoria a la coalición de Lerroux y Gil Robles fueron probablemente la más regulares y democráticas de toda la experiencia republicana, los hechos de octubre de 1934 muestran que socialistas, comunistas y anarquistas traicionaron la legalidad democrática al lanzar la huelga insurreccional de rigor antes de toda revolución para intentar replicar en España el modelo ruso y, con él, la dictadura del proletariado. A partir de entonces y luego durante todos los meses del Frente Popular, cómplices de las nuevas directivas de 1935 de la Comintern, el sector mayoritario del Partido Socialista, guiado por Largo Caballero, el brazo sindical de la UGT y las Juventudes Socialistas del joven Santiago Carrillo viraron hacia posiciones bolcheviques más leninistas que las del PCE (pág. 440), mostrando un abierto desprecio y rechazo a la democracia y al parlamentarismo. Posteriormente, estas fuerzas siguieron reivindicando su tentativa de revolución durante todos los meses de gobierno frentista, tanto en las manifestaciones callejeras como en las incendiarias palabras de los diputados en las Cortes, quienes pedían, más que justicia, venganza contra los responsables del fracaso revolucionario, llegando a justificar el atentado político. Y respecto al segundo, el modelo descentralizado, los mismos hechos de octubre de 1934 cuentan que la Generalitat de Luis Companys aprovechó la intentona revolucionaria para traicionar a su vez al Estado republicano y dar un golpe secesionista. Con todo, al ganar el Frente Popular las elecciones, una de las primeras y ruidosas peticiones fue la de la amnistía para los responsables de ambas felonías. Parece que la historia se repite, primero como tragedia y después como farsa, uno podría ironizar fácilmente pensando en el presente. En cualquier caso, a estas dos muestras de profunda deslealtad democrática y republicana no se les da, al parecer, la debida importancia que sí se le ha dado siempre, justificadamente, al golpe y a la alevosía de los militares del funesto julio del 36.
En la reseña de Robledo, en cambio, podemos leer que el libro «plantea un sujeto histórico sin adherencias, encerrado en una especie de burbuja donde el tiempo se ha detenido». Así descrito, el «sujeto histórico» se ajusta más a la imagen edulcorada que se quisiera perpetuar de la República, que a los meses de gobierno del Frente Popular. No se entiende por qué, según Robledo, Fuego cruzado deja fuera «las raíces de la destrucción de la democracia», ni por qué el «Bienio negro» resulta «desaparecido o soslayado» cuando, en realidad, a ello se alude constantemente en la obra. Llama la atención, por cierto, el hecho de que mucha historiografía haya optado por calificarlo como Bienio «negro» en lugar de «conservador», que sería la forma opuesta a «progresista», para referirse a los años de gobierno radical-cedista, durante los cuales las derechas frenaron las reformas iniciadas por el gobierno anterior. Hay que puntualizar que no fueron los «fascistas», insignificantes en aquel entonces en España como lo fueron, incluso, en las elecciones de febrero de 1936, sino las derechas conservadoras, quienes, por desgracia, secundaron el «egoísmo suicida», en palabras posteriores del mismo líder de la CEDA José María Gil Robles (pág. 136), de los sectores de la sociedad que se habían visto amenazados por el reformismo del bienio anterior. Sin embargo, el meollo del discurso de Robledo parece residir en que Fuego cruzado alteraría el orden de la violencia (víctima / victimario), ya que las fuerzas izquierdistas serían en buena medida responsables del caos político y social durante los meses del Frente Popular. Considerando la época actual, en la que se identifican victimismo y heroicidad (de ahí la proliferación de legiones de ofendidos, indignados y traumatizados que compiten por instalarse en tan cómoda categoría moral), todo apunta a que el «pecado original» del libro consiste en privar a algunos de la posibilidad de permanecer acuartelados en el resentimiento y el revanchismo.
En definitiva, la acusación implícita es la de «revisionista». Sin embargo, cabe preguntarse: ¿por qué resulta cuestionable revisar la historia? Revisar significa «ver con atención y cuidado», «someter a nuevo examen para corregir, enmendar o reparar» o también «actualizar, poner al día», tareas, todas ellas, a mi parecer, que coinciden exactamente con las de un historiador honesto. No en vano, estas son las tareas que reivindican los autores en la respuesta a Sesma: «Sí, somos «revisionistas», porque todo buen historiador debería serlo. Pero con rigor». Volviendo a las páginas anteriores, la impresión es que Fuego cruzado se ha atrevido a profanar un templo (discursivo) sagrado. Debido a ello, ya en la introducción, los autores defienden su trabajo frente a quien «suele confundir la memoria con la Historia y que prefiere los relatos partidistas reconfortantes antes que los análisis desacralizadores» (pág. 14); y, en la conclusión, escriben que son «conscientes de que algunos ciudadanos rehúyen la Historia y prefieren relatos morales del pasado que soporten sus memorias del presente. Sin embargo, no hay por qué tratar a todos los lectores como si fueran creyentes; desde luego, merecen un respeto» (pág. 571). Las cursivas son mías.
Sine ira et studio. Reducidos a lo esencial, los aspectos más cuestionables de los meses de gobierno frentista son los siguientes: el recuento electoral no había terminado, pero la presión popular desbordante y amenazadora forzó el cambio de muchas instituciones y administraciones. En algunos municipios, se repitieron las elecciones porque el resultado fue contrario al Frente Popular. El papel de los Gobernadores fue difícil y alto el precio que debían pagar los que querían que se respetaran autoridad y leyes. El pacto electoral entre republicanos y socialistas condicionó la acción del gobierno, de la que sólo los republicanos, sin embargo, eran responsables y pagaban la cuenta. El estado de alarma, es decir, de excepción, herencia de los gobiernos anteriores, se mantuvo durante todos los meses del Frente Popular, así como la censura en la prensa. La situación era prerrevolucionaria en el campo, las huelgas a mansalva se sucedían en todos los sectores de la producción, cuyas reivindicaciones se perdían en las descabelladas e irrealizables peticiones de los sindicatos. De otro lado, se naturalizaba el hostigamiento a los conservadores. Debido, precisamente, a la equívoca asimilación de toda derecha con el fascismo, se llegó incluso a pedir la ilegalización de la CEDA, que, sin embargo, se mantuvo parlamentarista hasta la víspera del golpe militar. Al mismo tiempo, los episodios de iconoclastia y anticlericalismo no cesaron. La espiral de la violencia siguió creciendo por las represalias recíprocas y a medida que Falange engrosaba sus filas. Hubo un culpable silencio público (pero no en privado) de Azaña acerca de la escalada violenta. El gobierno siempre se encontraba ante un dilema cuando tenía que hacer uso de la policía: intervenir en las manifestaciones suponía poner en riesgo a los simpatizantes frentistas. Pero la Ley de Orden Público obligaba a hacerlo. Por otra parte, la sociedad estaba armada y todas las fuerzas políticas más radicales tenían milicias que desfilaban envalentonadas en las manifestaciones. Al final, se asistió a una verdadera deriva gangsteril, sobre todo en la capital, con los trágicos epílogos del teniente Castillo y Calvo Sotelo – para Mundo obrero, un ‘asesinato’ el del primero, una ‘muerte’ la del segundo (pág. 543), como si un Segador clemente le hubiera pillado en sueños -. Por todo ello, Del Rey y Alvárez Tardío pueden afirmar, sin temor a ser rebatidos que «bastantes historiadores de la Segunda República han distorsionado la realidad cuando han asegurado que la democracia republicana era un sistema plenamente consolidado a la altura de la primavera de 1936, sin más problemas que un buen grupo de enemigos del régimen, conspirando para destruirla y revertir las reformas. Este es un relato moral reconfortante desde cierto punto de vista, pero desprovisto de sentido de la realidad» (pág. 572). Entonces, sólo queda decir que Fuego cruzado debe leerse sine ira et studio, es decir sin animosidad ni parcialidad o prejuicios, que es como el historiador Tácito, en los Anales, pensaba debían presentarse los hechos históricos, porque es un trabajo sólido y con un aparato que da cuenta del esfuerzo documental: más de veinte archivos consultados, casi cien fuentes hemerográficas rastreadas, una bibliografía de diecisiete páginas y otras tantas de datos estadísticos. Precisamente por su solidez, puede resultar desapacible para algunas personas acostumbradas a tener demasiada buena conciencia, para ciertas hegemonías culturales y superioridades morales.
Bibliografía:
Raymond Aron (2018): El opio de los intelectuales, Barcelona, Página indómita.
Giorgio Agamben (2015a): Profanaciones, Barcelona, Anagrama. [Trad. esp. de Edgardo Dobry].
Giorgio Agamben (2015b): ¿Qué es un dispositivo?, Barcelona, Anagrama. [Trad. esp. de Mercedes Ruvituso].
Félix Ovejero (2020): Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política, Barcelona, Página Indómita.
Paul Ricoeur (2003): La memoria, la storia e l’oblio, Milán, Raffaello Cortina. [Trad. esp. de Agustín Neira (2010): La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta].