«El novelista-profesor Torrente Ballester» (1)

Darío Villanueva 

  

Intervención oral en la Mesa Redonda «Homenaje a Gonzalo Torrente Ballester», celebrada en la Casa de Galicia (Madrid) el 7 de febrero de 2024, a los 25 años de su fallecimiento. Transcripción autorizada por el autor. 

 

Se ha hablado mucho en historia literaria reciente de un arquetipo que es el del poeta-profesor, sobre todo a partir de la Generación del 27, en donde, efectivamente, algunos de los nombres más destacados fueron grandes poetas y al mismo tiempo, todos profesores de literatura. Basta con mencionar, por supuesto, a Dámaso Alonso, pero también a Jorge Guillén, a Pedro Salinas, etcétera.  

Gonzalo Torrente Ballester para mí representa arquetípicamente también el modelo de lo que podría ser un novelista-profesor. Y esto no porque yo lo diga, sino porque él mismo así se reivindicaba y así se autodefinía. Lo hizo de manera muy clara el día en que fue doctorado honoris causa en la Universidad de Salamanca. En el año 1987, Salamanca se nos adelantó a los profesores de Santiago un poco y nosotros le concedimos el título de doctor honoris causa al año siguiente. Yo fui el padrino de aquella ceremonia y en ambas ocasiones él, quizá exagerando un poco, dijo que su auténtica vocación era la de profesor, que era la sustantiva, la principal, y que la vocación de novelista era secundaria. Pero, en fin, era novelista-profesor, si se admite la aplicación a él de ese rubro que venía de los poetas del 27. Esto tiene muchas implicaciones, creo que todas extraordinariamente positivas. César Antonio Molina ha dicho que va a ser muy difícil volver a encontrar en la literatura una figura como la de Gonzalo Torrente Ballester. Por supuesto, no es solo la suya, sino que hay otras que también podrían ser mencionadas, pero estamos hablando de don Gonzalo y a él me referiré. Porque creo que, en los últimos tiempos, desafortunadamente, más que literatura, lo que se nos está vendiendo es lo que yo llamaría postliteratura, es decir, un sucedáneo, sobre todo en el terreno de la novela. Yo estoy desesperado, porque busco entre las novelas que continuamente salen al mercado y no encuentro ninguna que no comience con un crimen y un inspector o con un detective o una detective. Esto es habitual. Parece que no hay manera de escribir una novela de otro modo. Además, son novelas en donde se consigue la cuadratura del círculo que, en mi opinión, es desliteraturizar la literatura; es decir, que el estilo es la cosa más ramplona, la más elemental, porque todo está pensado en función de un modelo de lector… Umberto Eco hablaba del lector modelo, pero este es un modelo de lector auténticamente degradado y depauperado. La verdad es que los lectores somos mejores de lo que nos quieren hacer este tipo de novelas en donde el estilo se limita a lo más elemental, como si no fuésemos capaces de entender las metáforas, las ironías, las sinestesias, etcétera. Eso es quitar la literatura. En fin, es como las cervezas sin alcohol, la leche sin lactosa, todas estas cosas tan postmodernas en las que estamos. Una de ellas es la literatura sin literatura, que es lo que hoy en día existe.  

Resulta que Gonzalo Torrente Ballester es actualmente lo contrario de la postliteratura. Es la literatura en el sentido más pleno, más rotundo, más intenso, en donde, por supuesto, hay un talento, una capacidad de creación, una imaginación, verdaderamente excepcionales; pero luego, sin duda alguna, hay un pensamiento profundo y sólido que viene de esa condición que se plasmó en la vocación que el propio don Gonzalo reconocía como muy poderosa en sí mismo, que era la de profesor. De hecho, Gonzalo Torrente Ballester trabajaba en la Universidad de Santiago en el año 36 y fue becado por ella para irse a París a preparar una tesis sobre Rodrigo de Cota, el secretario de la Princesa Margarita de Austria; allí le pilló el 18 de julio. Allí, por cierto, también asistió a una grabación de Finnegan’s Wake en disco porque estaba, por supuesto, muy al loro, como diríamos hoy, de lo que era la vanguardia literaria del momento, algo que siempre mantuvo Gonzalo Torrente Ballester. Había siempre en el contacto con él una fuente de información de lo último que existía, de lo realmente importante. Era un hombre que tenía una curiosidad intelectual extraordinaria.  

Empezó la Guerra Civil. Él se tuvo que venir a España. Y a partir de ahí, continuó una trayectoria vital que, en mi opinión, es verdaderamente asombrosa por la cantidad de vicisitudes, de traslados, de encuentros y desencuentros que vivió. Pero más asombroso es que en medio de esta trayectoria tan abigarrada de acontecimientos y de sucesos haya una producción como la que él nos dejó, que es inmensa en extensión y también, por supuesto, en intensidad. Su vocación suya docente incluía la Historia, que fue lo que estudió inicialmente y enseñó en la Escuela de Guerra Naval;  pero también la Lengua y Literatura, que impartió en enseñanza media y en  en la Universidad de Albany.  

El Quijote como juego, aparte de ser uno de los libros más sagaces que se han escrito sobre la novela, nació de una tesis doctoral que Gonzalo Torrente Ballester estaba haciendo con su maestro Enrique Moreno Báez, porque quería doctorarse, y doctorarse, además, sobre El Quijote, con un director que había publicado un libro sobre esta obra que fue muy influyente en su momento.  

Torrente Ballester no solo fue un gran escritor, sino un gran pensador de la literatura. Hay un corpus de aportaciones suyas en este sentido verdaderamente extraordinario. Acabo de mencionar El Quijote como juego, sin duda alguna. Pero cuando ingresa en la Real Academia Española, dos años después, tiene un discurso admirable sobre el novelista y su arte. Claro, como pensador de la literatura, él tenía una ventaja que otros no tenemos. Y es que cuando escribía sobre literatura, lo hacía desde la condición de creador de la propia literatura, pero un creador reflexivo que sabe lo que está haciendo, y por eso, muchas de sus novelas son lo que —así, pedantemente— se suele llamar «metaficciones». Son novelas que cuentan una historia, pero al mismo tiempo cuentan cómo esa historia se va contando, es decir, que están problematizando el acto de la propia narración. Pero esto puede llegar a ser estomagante, insoportable y, de hecho, en muchas obras lo es. En el caso de Torrente Ballester no, porque hay una fusión absolutamente cerrada e intensa entre una cosa y otra. Por lo tanto, es novelista-profesor, pero también pensador de la literatura.  

Aparte de las referencias que acabo de hacer, están, por ejemplo, sus notas de sus cuadernos de los años cuarenta que se publicaron, si no me equivoco, en el volumen de teatro en los años ochenta. Luego están sus Cuadernos de un vate vago, y los Cuadernos de la romana. En todas estas obras aparece esa reflexión literaria o metaliteraria, así como en su tomo de ensayos críticos —porque también hizo ensayo crítico, independientemente de la crítica teatral o de la crítica literaria—, o de sus panoramas de la literatura española.  

Claro, todo esto lo hacía especialmente seductor para modestos jóvenes profesores de literatura como yo era, porque Torrente Ballester tenía las dos cosas: el pensamiento literario e información sobre la literatura. Yo, por ejemplo, hablando con él, tomé nota de muchas pistas, sobre todo de la crítica y de la teoría literaria francesa, que él seguía muy directamente, igual que también de su estancia en Estados Unidos, pues traía referencias de lo que allí se estaba entonces haciendo, por suerte antes de que entrara el virus de Jacques Derrida y la deconstrucción.  

En cuanto al éxito literario, la trayectoria de Torrente es asombrosa, porque él comenzó a escribir muy pronto. Tuvo una vocación teatral muy intensa, que no fue acompañada en modo alguno por el éxito. Como novelista también empezó muy pronto con Javier Mariño, con la tan ponderada Don Juan, la trilogía de Los gozos y las sombras, Off-side…, pero no le acompañó en ninguno de esos momentos el éxito de lectores que merecía. Solo en el año 72 con La saga/fuga de J. B., gracias también al apoyo que le viene de un jovencísimo poeta y crítico, Pere Gimferrer, es cuando se descubre su figura.  

La explicación es muy clara, no solo por el talento de Torrente, sino por lo que había pasado con la novela española. La novela española, después de la Guerra Civil, había optado por la dirección de un realismo que luego se inficionó ideológicamente en una versión muy mostrenca, muy limitada y empobrecida, de las estructuras realistas. Como reacción a esto hubo en los años 60 un contrabalance hacia el experimentalismo puro. De repente se dejó de contar historias y lo que los novelistas hacían era una especie de juego, casi diríamos matemático, geométrico, con las estructuras, con las formas y todo esto. El resultado fue que los lectores acabamos desesperados de aquello. Torrente Ballester definió esta situación como un «empacho de realismo», por una parte; y por otra, en uno de sus cuadernos habla de que había recibido una novela —no dice de quién era—, que la había leído y que había quedado desesperado porque en ella no había historia, no había relato, no había humanidad, no había personaje, no había nada; solo una especie de alquimia de las palabras que, como resultado, producía el hastío de los propios lectores.  

Esto es lo que los latinoamericanos vinieron a resolver de un plumazo. Porque si algo hay en la novela, a partir esos autores, no exclusivamente Gabriel García Márquez, es una historia atractiva que se queda con el lector. El gran novelista inglés Henry James decía que el único requisito que se le puede imponer a un novelista es que cuente una historia. En todo lo demás tiene libertad absoluta. Puede hacer lo que quiera, pero tiene que contar una historia. Y eso es lo que no se hacía en la novela, no solo española, sino europea de los años 60. Y de repente, cuando aparece un autor como Gonzalo Torrente, que ya lo hacía de antes, pero que ahora encuentra el momento oportuno para aportar lo que los lectores necesitaban, viene ese éxito literario, que luego se ratifica como éxito popular enorme, gracias al apoyo de la serie televisiva sobre Los gozos y las sombras.   

La fama póstuma de los escritores es algo enormemente incierto. Casi todos inmediatamente después de su muerte pasan una temporada de invierno, pasan por una travesía de desierto, pero la obra ahí está. Yo recuerdo que, por ejemplo, en el año 2005 la revista literaria Leer le encargó a Sigma Dos, una empresa de prospección, que hiciera una encuesta entre intelectuales, escritores, críticos, etcétera, acerca de las mejores novelas españolas del siglo XX, y, por ejemplo, La saga/fuga está entre las 8 primeras. Y estaban también Los gozos y las sombras y Don Juan. Es decir, que en la valoración de la obra de Torrente, que en este caso era por encuesta, hay un reconocimiento que siempre seguirá presente, independientemente de que estemos viviendo una etapa de miseria intelectual y cultural extraordinaria, esa que yo mencionaba como postliteratura.   

Hace unos días me preguntaban en la prensa por el dato de que en España un 64% de personas declaran que leen libros, y yo les decía que me pareció un dato muy positivo porque yo me temía algo peor. Que solo un tercio de los españoles no cojan un libro nunca, no está nada mal. Por supuesto, se puede mejorar. Así es el panorama cultural en este momento, y no solo por razones exclusivamente debidas a ese intento de sustituir la literatura por un sucedáneo, haciendo a los escritores obreros de una factoría empresarial o industrial como lo es la producción de libros hoy en día, sino también porque tenemos problemas con la educación. Si la educación no es capaz de hacer lectores, personas curiosas por el sapere aude, que decía Kant, pues mal van las cosas. Y luego, eso sí, hay una cuestión que es el tiempo. Si el tiempo lo llenamos a base de redes sociales, con los móviles, y el tiempo que nos sobra lo dedicamos a ver la televisión que nos echan encima, es un milagro que un 63% de españoles lean un libro al menos cada año.  

Pero lo importante es la obra que hay detrás y, en este sentido, Gonzalo Torrente Ballester se incardina en el tronco más poderoso, el que ha resistido y va a resistir mejor el paso de los siglos, que es la tradición que él denominaba anglocervantina, con la que se identificaba plenamente y en la que él ocupa un lugar absolutamente preeminente. La verdad es que El Quijote, que es la primera novela moderna, no dejó herencia inmediata en la literatura española. Se perdió por completo su eco. Eso lo decía Fernández Montesinos, un hispanista español en los Estados Unidos. Se perdió el tracto que, por suerte, recuperaron los ingleses del siglo XVII y sobre todo del XVIII: Richardson, Sterne o Dickens. Benito Pérez Galdós, en el siglo XIX, es también un escritor de estirpe cervantina, pero en el siglo XX es difícil encontrar en la literatura española alguien que encarne mejor la herencia de Miguel de Cervantes que Gonzalo Torrente Ballester. Eso se lo oí decir en público a José Saramago, que era un gran admirador suyo y alguien que tenía una percepción muy fina de lo que es la literatura y de lo que eran, en fin, los escalafones dentro de ella.  

Torrente Ballester es cervantino porque es ferrolano. Me voy a explicar. Él mismo decía que Ferrol es una ciudad lógica —una ciudad construida por los ingenieros ilustrados de Carlos III, con cartabón, con escuadra— dentro de un entorno mágico. El entorno mágico tenía dos vertientes. Una, era el mar. El mar significa el viaje, significa la aventura, el descubrimiento, lo insólito. Y luego estaba el Valle de Serantes, en donde reposan sus restos, su valle nativo.  En Serantes estaba toda la mitología transmitida oralmente de la cultura que el propio Torrente Ballester define, hablando de sí mismo, como la de un celta de cultura romana.  

Esta mezcla es muy interesante y la podemos aplicar perfectamente también a Cervantes: Cervantes Saavedra, dos apellidos gallegos, por cierto, protegido del Conde de Lemos. Lo céltico es lo mitológico. Y lo romano es lo pragmático, es la racionalidad. Y él continuamente repetía que la lógica era imprescindible, pero que también era imprescindible el misterio, la magia. Y que él pretendía racionalizar lo mágico y magificar, si existiera el verbo, lo lógico y lo racional. Y eso es lo que explica su obra, que es lo mismo que explica El Quijote. Cervantes lo que hace es recoger una literatura que tiene un gran éxito desde la invención de la imprenta, que era la literatura caballeresca, una literatura totalmente fantástica, e insertarla en lo real a través de la mente de una persona que está desequilibrada. Es la racionalización de lo mágico, de lo que los libros de caballería aportaban. Hay una frase cervantina que es Torrente Ballester puro: «Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren». Hay que armonizar la fantasía y la mentira de la narración literaria con la inteligencia del lector. Y eso es lo que Torrente Ballester transformó en un principio que está en su teoría literaria, que es el principio de la realidad suficiente. Hay que contar cosas maravillosas, pero hacerlo con elementos de la pura realidad que hagan que el lector acabe entrando por el aro. Ese es el procedimiento en que pensaría Cervantes, y el mismo en que también pensaba Gonzalo Torrente Ballester. 

 

 

 

 

 

Autor

  • Darío Villanueva, profesor y crítico literario. Fue catedrático de Teoría de la literatura y Literatura comparada en la Universidad de Santiago de Compostela. Rector de esa misma universidad (1994-2002) y director de la Real Academia Española (2014-2018).

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