A la deriva digital (1)    

Byung-Chul Han (2023): La crisis de la narración, Barcelona, Herder. [285 pp, 11,40 euros].

 

La cognición requiere transformar la experiencia en narrativa. Así, aquello que nos rodea adquiere sentido y continuidad temporal, dilatando la vida misma para la comprensión y el poder hacer. El mundo se abre fracturado a nuestros ojos y construimos —como en un mosaico— la imagen completa, permitiendo ver el bosque a partir de cada árbol y la lectura de los versos más hermosos a partir de cada palabra. El pensamiento se conforma de voz a voz, de texto a texto. Esa fue la labor rapsoda y el motivo de la escritura, la transmisión de saberes entre generaciones. Conviene recordarlo cuando un imán de fuertes cargas acecha a las brújulas que nos sirvieron de guía. Sobre éstas y otras fuerzas, anunciadas con anterioridad en No-cosas (2021) e Infocracia (2022), reflexiona Byung-Chul Han en su publicación: La crisis de la narración (Herder, 2023). Una crisis que se evidencia con el auge contagioso del storytelling, un lobo de consumo y control vestido con lanas de oveja. La narración ha sido despojada de su motivo primero, viéndose relegada a una mera herramienta mercantil con estrategia sensiblera y objetivo publicitario. Se trata de una grosería ontológica de la que podemos sospechar, una falacia para el olvido del ser y un nuevo triunfo de la vacuidad en sociedades distraídas en identidad y valores. La rotundidad cerrada en sentido y moraleja se suplanta por lo efímero y arbitrario, sin más ton que el son de las ventas.  

Fue clave en la debacle narrativa la modernidad tardía o posmodernidad, motivada por la democratización de la tecnología digital y muy significativa para la ruptura de idearios y relatos canónicos. La suma de ambas condiciones hizo proliferar la información sobre la narración. Cientos de miles de millones de datos pululando de ordenador a ordenador, de bolsillo a bolsillo. Tantos que el desconcierto no puede ser otro. Verdades y mentiras se entremezclan, se confunden y se manejan con fines interesados. Es el precio inherente a estos ritmos tan vertiginosos. La realidad, por tanto, se interpreta a través de una pantalla y en términos de información. Una representación siempre fragmentada, sin un continuum narrativo que enlace los diferentes eslabones, sin una interioridad que dote de coherencia y sentido al estar más preocupada por lo externo y superficial. 

Vivimos tan interesados en lo que ocurre ahí afuera que descuidamos sus implicaciones. «Aceptamos», sin miramiento y con premura, las condiciones de acceso que nos saltan a la vista. Con el abotargamiento del pánfilo, ofrecemos nuestra libertad en bandeja de plata, sin coste para quien la pretende. No hay represión ni silenciamiento, no hay coerción ni prohibiciones, al contrario; hay aliento para la expresión y ánimos de verborrea incesante. Resulta mucho más rentable la libertad explotada que la suprimida, una sociedad con wifi a una sin cobertura. El código binario posibilita algoritmos que auguran futuros deterministas: datos y objetivaciones que reducen la existencia a pura causalidad. Los rastros web clarifican todo tipo de predicciones. Las rutinas se convierten en caramelo para el mercado, las cookies, los historiales, las rutas de las que dan cuenta nuestros teléfonos y relojes «inteligentes», los pagos con tarjeta… Nada escapa del pretendido dominio orwelliano, de ese ojo que «todo lo ve» y que cae sobre nuestras cabezas, permisivas e ingenuas, como una espada de Damocles. La comprobación se extiende a todos los aspectos de la vida, el desencantamiento no tiene fin. Estas son las dos caras de la pantalla: lo real y lo digital, lo narrativo y lo numérico, la verdad y la información, lo exclusivo y lo acumulativo. Las millas, a la redonda, se multiplican exponencialmente; un mar de informaciones, un desierto de certezas y —en medio— un usuario solitario surfeando en sus olas. La navegación se desarrolla entre malas corrientes y remolinos. Apenas con fuerzas para remar, el cuestionamiento pierde frente a la comodidad y a la desidia. Nos acomodamos física y mentalmente, echando a perder (entre tanto) la memoria que tuvimos y que se ve hoy deteriorada por la facilidad de varios clics. Vemos así, la pasmosa vigencia de los temores —relatados por Platón en el Fedro— de la deidad egipcia Theuth; en relación, eso sí, con los nuevos medios de comunicación. El recuerdo está obsoleto respecto a la búsqueda inmediata, ha perdido su razón de ser. La vida en su conjunto ha quedado registrada en «memorias externas», copias de seguridad que —más que alentar— entorpecen los recuerdos, desconsiderando motivaciones e hilos temporales, aislando píldoras insípidas de aquello que fue. Los modos de experimentar han sufrido un cambio cualitativo al manifestarse a través de la pantalla. La esperanza de vida de los hechos apenas supera su nacimiento, después el bombardeo de los siguientes los lapida y pierden todo interés. Su margen de actualidad es mínimo, la realidad se diluye por efímera. El pasado no repercute en lo sucesivo, porque no hay sucesión, sólo hechos, datos, informaciones… y olvido, mucho olvido. Cabezas vaciadas, ansiosas por el instante y por el registro del instante. Una nube gorda de bits huérfanos de padre y madre. 

Encerrados en sus jaulas de cristal, los egos se hinchan como los pechos de los palomos en celo. Diseñan una imagen idealizada de sí y reafirman su existencia al mostrarse en el gran escaparate. La información es simple, directa, transparente. Las vidas se resumen en anécdotas, ocios y creencias recurrentes. La moda arrasa en todos los niveles. El Otro es un Yo reducido a datos, menospreciado, deshumanizado, cosificado… Antes, la narración traía consigo reuniones en torno a una fogata, encuentros de luz y atenta escucha. Sin embargo, la conexión virtual limita el contacto de piel con piel, la deliberación y el diálogo, mirarnos a los ojos durante la conversación y descubrirnos semejantes. En el mundo hiperconectado, se ha dejado de escuchar al prójimo, la soledad narcisista se ha visto acentuada. Este olvido de la alteridad se traduce —al instante— en un perjuicio evidente para la empatía y, por ende, para lo comunitario. Es la consecuencia de concebir la rentabilidad como una máxima, o —mejor— concebir nuestro entorno a través de una máxima rentabilidad, caiga quien caiga. Sin narración, el pasado se descuelga, los presentes se resquebrajan y se diluye toda posibilidad política que defina acciones de futuro comunes y prósperas. 

Las ideas principales recogidas en el libro de Byung-Chul Han son casi idénticas a las Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato de Janor Lanier (Debate, 2018). Un retrato sobre la virtualidad poco esperanzador y paternalista, que apenas confía en la voluntad personal y en la capacidad de pensar de manera libre y no sometida. Esta desazón generalizada, no dista de otros tiempos en los que nunca reinó la coherencia y la calma; si bien lo digital —y recuperando la frase de inicio— ha podido ser un revulsivo más a favor de una tendencia que empobrece la narrativa para la experiencia y, por ende, el ejercicio cognitivo mismo. La cuestión no reside en hacer apología o manifestar rechazo hacia un sistema económico concreto, sino en reclamar espíritu crítico y desvelar las tretas para un discernimiento sobre lo más y menos conveniente. Como defienden Han y Lanier, el silencio puede ser una buena forma de moderar las voces, de calmar las aguas y de recuperar —con mayor firmeza— los sentidos, mandos y rumbos que un día perdimos, sin ni siquiera sospecharlo. 

 

 

Autor

  • Juan Alberto Vich Álvarez

    Juan Alberto Vich Álvarez (Donostia-San Sebastián, 1992). Escritor, graduado en Ciencias Químicas y en Filosofía. Doctorando en Filosofía del Arte en la Universidad de Deusto. Dirige la editorial Triacastela y la revista cultural Trépanos. Coordina la revista de libros Hedónica. En 2023 publicó su último libro: Sonetos del parto (Olé Libros). Más información y contacto en: https://juanalbertovich.es/sobre-el-autor/

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