Darle la palabra al diablo. Carta abierta a Anna Caballé

Con la contundencia habitual del Mundo Antiguo, los tribunales de la Santa Madre Iglesia solían incluir, entre las sentencias condenatorias de los herejes, la pena de cortarles la lengua. Afortunadamente, los avances de la civilización lograron que incluso a los condenados a muerte se les concediese el derecho a decir desde el patíbulo sus últimas palabras. Pero la hipersensiblería que está imponiendo el neopuritanismo políticamente correcto amenaza incluso con negar a los condenados el derecho a la palabra, no vaya a ser que digan algo que moleste a sus víctimas.

José Bretón es una bestia indefendible: la prueba está en que él mismo ha renunciado a defenderse; cuando Luisgé Martín le ofreció la palabra, lo primero que hizo fue repetir el tópico ritual de pedir perdón a sus víctimas y lamentar en términos patéticos el daño que les había causado. Al leerlo casi dan ganas de cambiar de opinión sobre la marcha y unirse a los que quieren condenarle al silencio eterno.

El problema es que el histriónico coro de fariseos que se ha levantado contra él está logrando que no se planteen la mayor parte de las cuestiones interesantes del caso, entre las que seleccionaré tres: 1. La elección de la voz narrativa a la hora de construir un texto literario. 2. La imposibilidad de decir nada sustancioso sin que a alguien le moleste. 3. La importancia de escuchar lo que la bestia más indefendible tiene que decir, tirarle de la lengua (que es lo contrario de cortarla) para que diga incluso lo que preferiría no decir y someter todo lo que dice a un análisis minucioso que se pueda generalizar y nos ayude a entender el alma de las bestias, único modo de protegernos frente a ellas.

 

  1. Hasta los simples aficionados a la teoría literaria sabemos que en la construcción de un texto —sea imaginario o fáctico— la primera y trascendental decisión del autor es la elección de la voz narrativa. Se puede optar por un monólogo, un diálogo, un narrador omnisciente o una mezcla de todo ello, pero esa opción le pertenece de forma exclusiva a quien lo firma, igual que pertenece a los críticos y lectores el juicio sobre su acierto o desacierto. En ningún caso se puede confundir esa opción literaria, estética, con el supuesto derecho ético a tomar la palabra de cada personaje (o persona). Un relato —novelesco, periodístico, psicológico o histórico, insisto— no es un debate electoral en que el tiempo de cada intervención está rigurosamente controlado. Se puede lamentar que Flaubert no cediese más páginas al marido de Madame Bovary, pero no se puede invocar el derecho marital a ocuparlas. Y exactamente lo mismo ocurre en relatos fácticos, como los tan citados estos días de Capote o Carrère.
  2. Si excluimos los textos que pueden ofender o molestar a alguien, borramos directamente toda la historia de la literatura. La ridícula (y peligrosa) moda de retocar obras clásicas para evitar expresiones que pueda considerar hirientes tal o cual grupo actual es tan solo una forma más de censura retroactiva. Quevedo escribió muchas páginas con intención directamente agresiva e insultante, y como él otros autores que no confunden la literatura con un bálsamo incoloro, inodoro e insípido. La libertad de decir lo que se crea conveniente sobre quien se crea conveniente y a través de la voz que se crea conveniente (sí, por supuesto, sabiendo que los límites están en el Código Penal) es tan irrenunciable como la libertad de los aludidos para responder. Hoy todos somos, internet mediante, a la vez autores y editores: nadie puede ya decir que no quieren publicarle. Pero no se puede silenciar al que nos moleste. Y esto no es cuestión de hombres o mujeres, víctimas o victimarios. Hace algunos años una escritora gallega escribió una «novela» en la que contaba todas las intimidades de su matrimonio con un conocido filósofo catalán, acusándole de paso de varios hechos delictivos. La finísima capa de ficción no ocultaba nada de las realidades noveladas (desde la perspectiva de la autora, por supuesto). Él no respondió, que yo sepa, aunque cualquier día de estos quizá conozcamos la versión de la hija común. Y, por poner otro ejemplo, un escritor catalán publicó un ensayo en el que despellejaba, sin dar nombres ni ocultar identidades, a cinco mujeres que habían sido sus parejas. Sobre ella y sobre él se realizaron las correspondientes valoraciones literarias y personales: las consecuencias pasaron a formar parte de sus reputaciones. Pero a nadie se le ocurrió pedir que aquellos libelos se prohibiesen. Muy buena parte de la gran literatura (y de la pequeña) es un destilado de pasiones y rencores elaborado a través de la escritura. La novela de la gallega era una pura venganza posdivorcio y el ensayo del catalán un desahogo retroactivo contra sus exparejas. Así ha ocurrido desde la Grecia antigua y así es inevitable (y deseable, para los que no queremos que se acabe la escritura) que siga ocurriendo.
  3. Sobre lo beneficioso que es escuchar a las bestias (y a su santo patrón, Satanás, si tuviésemos la suerte de poder entrevistarlo) no se me ocurre nada más que repetir unas líneas escritas, por encargo de la Editorial Triacastela, para presentar nuestra colección «Libros incorrectos»:

Biblioteca de librepensadores, heterodoxos, proscritos, libertinos, herejes, perversos, disidentes, hedonistas y otras gentes de mal vivir.

Basada en la convicción de que no debe haber barreras para la libertad de expresión.

Dirigida contra las viejas censuras y las nuevas cancelaciones.

Destinada a personas alérgicas a todas las ideologías y creencias.

Pensada para explorar los límites de la experiencia humana, su lado oscuro, la «parte maldita».

Pese a la advertencia de Nietzsche (el mayor de los pensadores incorrectos) es conveniente mirar a fondo el abismo si queremos evitar que el abismo nos devore.

Hasta el más aberrante de los discursos ha de ser publicado, discutido y argumentalmente refutado.

Nuestro ideal sería publicar los Diarios íntimos de Franco, del Marqués de Sade, de Fidel Castro y de Jack el Destripador.

 

Y en este punto de mi diatriba estaba yo, querida Anna, cuando aparece en El País tu aportación a la ya inabarcable bibliografía sobre el caso «Martín-Bretón». Como me suele ocurrir con tus escritos, me pareció muy superior a casi toda la catarata de opiniones sobre el tema que estamos padeciendo. Enjuicias con dureza el nivel literario de la obra (cosa que yo no puedo hacer, pues aún no he conseguido acceder a un ejemplar) y haces una serie de consideraciones rotundas, sin dejar de ser prudentes. Vamos con ellas. Empezaré por nuestros «acordes» y seguiré con nuestros desacuerdos, que son los realmente valiosos para seguir estimulando el placer de argumentar y contrargumentar contigo.

Aciertas plenamente, en mi opinión, al plantear la pregunta de lo que pasa por la cabeza de hombres cuya «entropía emocional» les hace impermeables al sufrimiento ajeno, incluido el de sus propios hijos y familiares. Apuntas la imperativa necesidad de profundizar en las respuestas (hay varias) por estrictas razones de defensa propia (y «subrogada», diría yo). Señalas que las conductas humanas no son predecibles en cada caso, pero tienen tendencia a repetirse. Exacto, y por eso es tan importante (aunque a veces sea también repugnante) meterse en la cabeza de los monstruos y explorarlas hasta el rincón más oculto, pues no hay otra manera de evitar que repitan sus aberraciones. Por eso callar al asesino va contra la posibilidad de pensar lo que ha hecho e intentar corregir lo corregible. Y esto, señalas con acierto, va más allá de la psiquiatría o el derecho penal, pues lo que está en juego es «un conocimiento pertinente para la sociedad en su conjunto y en todas sus dimensiones». Negarse a verlo es renunciar a comprender por «miedo a enfrentarnos en el espejo de nuestra propia inhumanidad».

Recuerdas que el feminismo ha asumido como propio el veredicto de no dar voz al asesino, pero objetas que eso no puede imponerse de manera autoritaria, no se pueden obviar los derechos conculcados y las consecuencias de la prohibición. Subrayo tu referencia al nefasto Claude Lanzmann, que tanto luchó para evitar cualquier análisis que intentase comprender (en el sentido de entender, no de aprobar) una de las mayores barbaries de la historia: el Holocausto.

Hasta aquí estamos básicamente de acuerdo, si no he malinterpretado tu escrito. Y a partir de aquí empieza, por tanto, lo más interesante. Tengo serias dudas sobre tu convicción de que «dar voz al asesino, con el propósito de acercarnos al máximo a dicha oscuridad, lleva consigo un nuevo dolor para la víctima, obligada de un modo u otro a revivir lo sucedido». Como es bien sabido, las vivencias más duras suelen dar lugar al llamado «síndrome de estrés postraumático», largo proceso en que la víctima rememora de forma espontánea una y otra vez la escena que la hirió profundamente e insiste en relatarla a todo el que se le acerque. Cualquier psicoterapia seria —ante esa grave patología— pasa por una escucha sanadora de todo lo ocurrido, que se evoca una y otra vez hasta el último detalle, pues sólo de esa forma se logra desgastarlo hasta limpiarlo de toda infección y dejarlo inerte. Primera duda abierta a la deliberación.

Las otras dudas, las que requerirían un diálogo largo para que pudiéramos llegar al difícil acuerdo al que sin duda llegaríamos, se encuentran en tres frases tuyas:

 

  1. La raíz está, en la mayoría de los casos, en hombres furiosos y resentidos, con sentimientos anormales tan perturbadores que les conducen a patologías extremas de su comportamiento.
  2. Delitos de naturaleza misógina que revelan una hostilidad enfermiza y recurrente contra la mujer.
  3. En los últimos años, no han sido pocos los casos de parricidios en la prensa: niños acuchillados, tiroteados, envenenados en un hotel o en su propia casa por sus padres o incluso por sus madres (los primeros, con frecuencia, tras procesos de separación o de divorcio; las segundas, por desequilibrio mental).

 

En la tercera frase entiendo (por suerte lo atenúa el «con frecuencia») que, en tu opinión, las mujeres cometen filicidio por desequilibrio mental y los hombres «tras procesos de separación o de divorcio», es decir, como consecuencia no psicopatológica de rupturas conyugales traumáticas. Pero quizá lo entiendo mal, pues tu primera afirmación dice que esas rupturas provocan en los hombres furia y resentimiento, lo que les lleva a «sentimientos anormales tan perturbadores que les conducen a patologías extremas de su comportamiento». Entonces, ¿el filicidio, se debe a un trastorno mental o no? ¿O eso depende de que lo realice el padre o la madre? Desde luego, en lo que tirios y troyanos estamos de acuerdo es en que José Bretón es un psicópata. Peor hay mucho que matizar en todo esto.

Me parece que son estos los temas en que nuestras posturas parecen estar, de entrada, más alejadas, y son por tanto los más estimulante para deliberar. Me refiero, claro está, a esos «delitos de naturaleza misógina que revelan una hostilidad enfermiza y recurrente contra la mujer», a la cuestión de si son solo masculinos o también femeninos los sentimientos de furia y resentimiento tras un conflicto conyugal, a si hay o no una diferencia categorial en las razones por las que hombres y mujeres (con más frecuencia ellos que ellas) llegan a cometer un filicidio.

El gran marco teórico que necesitamos para iluminar todo ese enigma (además de un modelo de la conducta humana que no sea parcial y reductivo, que abarque todos los factores biológicos, culturales y personales) es una idea clara de las características diferenciales entre los diversos géneros de la violencia.

A diferencia de lo que ocurre con los trastornos mentales, sobre los que existen dos clasificaciones oficiales que todo el mundo utiliza (la Clasificación Internacional de Enfermedades de la OMS y el DSM de la American Psychiatric Association), a la hora de poner orden en la tipología de las conductas violentas parece que cada autor y cada institución tira por su lado y no hay ninguna taxonomía que goce de aceptación general. Tras revisar todas las que he podido localizar, yo también he tenido que elegir la mía, que por el momento incluye diez tipos de violencia organizados en tres grupos. El criterio para esa organización lo he tomado de nuestro común amigo el psiquiatra Enrique Baca, cuyos escritos sobre el tema me han convencido de que lo más importante es el carácter personal o impersonal de la violencia; se entiende que hay violencia personal cuando agresor y agredido se conocen perfectamente y no tendría sentido que la agresión se dirigiese a otra persona. Por el contrario, en la violencia impersonal (o genérica) no se da (o es irrelevante) ese conocimiento directo, pues el daño se dirige contra un miembro, generalmente anónimo, del grupo que se ha convertido en Enemigo por su raza, su religión, su ideología, su procedencia geográfica o —incluso— el equipo de futbol de sus amores.

En función de este criterio —y de forma provisional— entiendo que podemos y debemos distinguir diez géneros de violencia:

 

I. LA VIOLENCIA GENÉRICA

1- La violencia depredadora

2- La violencia creencial

3- La violencia bélica

 

II. LA VIOLENCIA PERSONAL

4- La violencia emocional

5- La violencia doméstica

6- La violencia de pareja

 

III. LA VIOLENCIA EVENTUALMENTE GENÉRICA O PERSONAL

7- La violencia sexual

8- La violencia placentera

9- La violencia patológica

10- La violencia machista

 

Pues bien, analizada la muy abundante casuística que la prensa, la bibliografía especializada y las sentencias judiciales nos aportan cada día, quedan claras varias cosas, sobre las que me gustaría conocer tu opinión:

 

  • Son muy útiles para el análisis teórico, pero muy poco frecuentes de hecho, los casos puros de alguno de estos tipos de violencia. Lo habitual es que en la confusa realidad se mezclen varios tipos, con más o menos predominio de alguno de ellos.
  • Aunque, con frecuencia variable, los diez tipos de violencia pueden darse en hombres y en mujeres. (Hay que recordar que, por múltiples razones, los hombres suelen tener muchas más tendencias violentas que las mujeres. Y los jóvenes muchas más que los viejos).
  • La violencia sexual, por ejemplo, es muy predominantemente masculina (¿de cuántas violadoras tenemos noticia?). Pero aun así se pueden encontrar casos femeninos, como las célebres nazis Ilse Koch e Irma Grese (cuyas biografías revisó el gran especialista Richard J. Evans en su última obra, Gente de Hitler. Los rostros del Tercer Reich). Incluso la violencia machista tiene formas femeninas, como lo muestra el alto número de mujeres islámicas que apoyan las brutales medidas de las que son víctimas sus hijas.
  • ¿En qué tipo de violencia ubicarías tú —o más concretamente, con qué adjetivo la calificarías— a esa que dices causada por «los sentimientos de furia y resentimiento tras un conflicto conyugal», es decir, la que se da «en hombres furiosos y resentidos, con sentimientos anormales tan perturbadores que les conducen a patologías extremas de su comportamiento»? Yo la ubico, desde luego, en el cuarto grupo de la clasificación citada, la «violencia emocional». E inmediatamente confieso que he adoptado ese eufemismo para evitar la polémica sobre el término con que siempre se ha designado: «violencia pasional». Un término prohibido, en nombre de los valores feministas, por muchas publicaciones actuales, como por ejemplo el diario en el que tú escribes.
  • El concepto «violencia de género», como su nombre indica, no se puede aplicar, sin contradicción, a la violencia dentro de la pareja, pues la relación entre víctima y victimario es personal e íntima, no genérica.

 

Y hasta aquí hemos llegado, querida Anna. Ya sabes que me dirijo a ti por el enorme valor que atribuyo a tu decisión de dialogar conmigo sobre estos temas, diálogo que me ha sido negado, como también sabes, por no pocas intelectuales feministas. Sigo teniendo dudas para añadir bastantes más páginas a esta ya larga carta. Pero estoy deseando salir del teclado y seguir leyendo tu biografía de Rosa Chacel. Llevo unas doscientas páginas y también sobre ellas se me ocurren algunas cosas que decir. Pero ese es otro tema.

 

 

 

Autor

  • José Lázaro

    José Lázaro (La Coruña, 1956) es escritor y profesor de Humanidades Médicas en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid. Director de «Hedónica. Revista de Libros» (https://www.hedonica.es/). Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias por el libro «Vidas y muertes de Luis Martín-Santos» (Tusquets, 2009). Autor de «La violencia de los fanáticos. Un ensayo de novela» (2013) y «Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater. Un ensayo dialogado» (2020). Coautor, tras Cecilio de Oriol, de «El alma de las mujeres» (2017). Compilador y editor, entre otros, de «Encuentros con ¿Agustín García Calvo?» (2013) y «Diálogos con Ferlosio» (2019). En la actualidad trabaja sobre la medicina del placer, los géneros de la violencia, el enigma del masoquismo y otros temas englobados bajo el título general «Homo hedonicus: el orgullo y el deseo». (https://joselazaro.eu/).

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