Reseña del libro de Inger Enkvist (2022): Conocimiento en crisis: las ideologías en la educación actual con ejemplos de Suecia, Tecnos. [176 pp., 23,27 €]
Las obras de teoría pedagógica de Inger Enkvist llevan décadas desafiando el pensamiento de esta disciplina tanto en España como en el mundo occidental y, en línea con lo que apunta Mora Fandos, esta última obra que nos convoca, Conocimiento en crisis. Las ideologías de la educación actual con ejemplos de Suecia, publicada por la Editorial Tecnos en el año 2022, no es una excepción.
Abre el libro presentando su tesis, y es que «el debate sobre temas educativos viene a ser a menudo un tira y afloja entre dos posiciones: el progresismo y el tradicionalismo» (p. 9). Con estilo delicado podemos decir que, efectivamente, las posturas del progresismo y tradicionalismo son corrientes de pensamiento antagónicas que suponen «un tira y afloja»; pero con un estilo más directo podemos asegurar que plantean una batalla campal en el ámbito educativo, aunque, como trataré de argumentar más adelante —y en este sentido discrepo con Mora Fandos—, hay en este conflicto más de imaginario social que de realidad pedagógica o, dicho de otro modo, ambas posturas se parecen a menudo en sus ideales aunque, sin duda, difieren en la concreción de los mismos.
Este imaginario social se genera mediante las disputas de discursos que uno puede encontrar en las redes sociales y en los medios de comunicación de masas, que establecen los grandes polos de los estados de opinión pedagógica. Los docentes que participan de esta batalla diaria en redes sociales, especialmente en Twitter como nueva plaza pública educativa, no se hacen llamar progresistas o conservadores, sino que, con cierta sorna, se autoproclaman profesaurios y eduinnovadores. Los primeros, los profesaurios, piden que les dejen enseñar, estudiar, preparar sus clases y hacer de la escuela –en particular de la escuela pública en la que suelen desempeñarse– el ascensor social al que está llamada dicha institución democrática. Por su parte, los eduinnovadores crean contenido y reclaman un nuevo modelo pedagógico que elimine los sofocantes métodos memorísticos inútiles y se innove más, sin resistencia al cambio, para que la escuela se adapte a los desafíos de la era cambiante. Si bien ambos acaban de quedar representados de una forma un tanto caricaturesca, creo que reflejan bien las principales características de su mensaje. Entre ambas posturas se evidencian las diferencias de vocabulario para nombrar la realidad educativa: mientras los primeros enfatizan las promesas democratizadoras de la escuela y su misión principal pansófica –en palabras de Narodowski– de dar a todos la mayor cantidad de conocimientos, los segundos ponen el foco en los métodos, la innovación y en el ‘no quedarse atrás’ de la escuela, al percibirla como dispositivo anticuado para las exigencias sociales y laborales contemporáneas.
Atendiendo a las palabras de ambos discursos podemos observar dos énfasis distintos: en los fines y en los medios, respectivamente. Estos acentos representan una clásica confusión pedagógica: la de sustituir el debate sobre los horizontes, ideales, finalidades y bienes en juego por una discusión aislada acerca de los caminos, métodos, técnicas e instrumentos para llegar a no se sabe dónde. Cuando esta confusión irrumpe, todo queda desdibujado, hablando mucho sin decir nada. Por ello es útil volver una y otra vez al mandato constitucional por el cual la educación tiene como objeto y finalidad el pleno desarrollo de la personalidad humana. Una empresa enorme y difícil de concretar, pero que debe(ría) marcar la agenda de los debates educativos. No perder de vista que la escuela tiene que ver con la plenitud humana, elevaría y centraría las disquisiciones de unos y de otros en torno a la institución escolar. De lo contrario, se reducen las expectativas para poder cumplirlas, haciéndonos trampas al solitario.
Volviendo al asunto del pleno desarrollo de la personalidad humana como horizonte al que atender, el último libro de Enkvist manifiesta con claridad que el progresivo debilitamiento de los elementos clásicos de la escuela (leer, pensar, escribir, aprender, concentrarse, autodisciplinarse) está íntimamente relacionado con un empeoramiento de las condiciones que posibilitan el pleno desarrollo de la personalidad humana. De esta manera, cuando dejamos de confiar en el poder transformador que tiene el conocimiento en la persona, el lugar del conocimiento en la escuela entra en crisis. Por tanto, la vía de restauración pedagógica del conocimiento no puede ser otra que volver a descubrir los bienes inmanentes de la acción educativa, esto es, de la transmisión con sus tres elementos: una persona sabe algo y se lo entrega a alguien para su crecimiento. En esto se resume la herencia cultural.
Una de las mayores manifestaciones de la desconfianza en la acción clásica educativa de la transmisión cultural es la instrumentalización de la educación por la vía de los apellidos: educación en valores, educación para la ciudadanía, educación para la igualdad, educación para el desarrollo sostenible, educación emocional o educación para la paz. Estos apellidos, sin duda, pueden manifestar un olvido que es necesario recordar: por ejemplo, que toda educación que merezca este nombre será también una educación emocional como parte esencial del ser humano. Sin embargo, los apellidos también muestran la confusión de no saber para qué la educación, y la desconfianza en la transmisión como acción educativa que genera personas educadas, siendo este, en realidad, el único para qué de la educación, es decir, siendo la persona educada la mayor aportación que hace la escuela a la democracia.
Dicho esto, el problema que detecta Inger Enkvist, y que amplía brillantemente Mora Fandos, de que el conocimiento está en crisis es muy certero, pues se ha extendido la opinión de que leer, escribir, pensar y apasionarse por el mundo no son, en sí mismas, actividades lo suficientemente transformadoras.
Esta corriente pedagógica de restauración de la educación conservadora que promueve Inger no es una voz en el desierto, sino que últimamente hay un incremento contestatario a la fiebre de la innovación del mundo educativo. Por ello, esta obra se enmarca en la línea de pensamiento de otros educadores y filósofos que inician una fuerte resistencia a este olvido de la centralidad del conocimiento. Entre ellos tenemos a François-Xavier Bellamy que en su obra Los Desheredados. Por qué es urgente transmitir la cultura (Encuentro, 2018) expone que no transmitir conocimientos es desheredar a los alumnos y dejarlos abandonados y desprovistos sin más alforjas que las que traen de cuna. Sin embargo, para atraerlos hacia el conocimiento es fundamental que este sea atractivo en primer lugar para quien lo transmite, como nos recuerda Massimo Recalcati en La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza (Anagrama, 2016) y como también reclamaba la profesora parisina Ladjali en su conversación con Steiner en la obra citada por Mora Fandos. También resuenan en estas páginas las tesis de Gregorio Luri, que hace unos años publicó el fabuloso libro La escuela no es un parque de atracciones. Una defensa del conocimiento poderoso (Ariel, 2020), en el cual rescata la idea central del poder que tiene el conocimiento en la transformación de las personas, en concreto el bien que supone para aquellos niños cuya única fuente de capital cultural es la escuela. En una obra más antigua que estas, El valor de educar (Ariel, 2006), Fernando Savater recordaba que educar es universalizar, es decir, que educar tiene más que ver con transmitir una cultura común que amplíe los límites de nuestro mundo que con aprender para ser especiales y distintos, una idea que Inger Enkvist retoma aludiendo al narcisismo que sobrevuela por las escuelas. Otra autora de cabecera para comprender este ensayo es Hannah Arendt, quien en su texto sobre La crisis de la educación (Penguin Books, 1969) ya advertía que la crisis de autoridad que asolaba a los profesores norteamericanos de su tiempo estaba estrechamente vinculado con haber extirpado el conocimiento como la fuente más legítima de su autoridad.
Para entender esta crisis del conocimiento debemos remontarnos a los años 60, tiempos del ensayo de Arendt, donde se gesta una filosofía de la anti-educación por favorecerse un ambiente anti-intelectual aupado por los postulados del constructivismo social y del constructivismo pedagógico como elementos que han provocado un descrédito del conocimiento, y lo peor, un desencantamiento del mundo, al no poder conocer nada que esté fuera de nuestras representaciones mentales. Como explica Barrio Maestre, si no se puede conocer la verdad de lo conocido, solo queda el juego de las proyecciones mentales de nuestra cabeza sobre la realidad, y entonces la verdad pierde toda su posibilidad y por tanto su interés.
Resulta algo abstracto hablar de las influencias del posmodernismo en las leyes educativas, pero es más claro cuando se comprenden los imperativos sociales que se deducen del mismo y que han permeado en la educación, como son el multiculturalismo, el igualitarismo, el desarrollo sostenible y la teoría de género. Los precursores de estas teorías —Dewey, Vygotsky y Piaget— son ampliamente estudiados en las Facultades de Educación de todo el país, aunque a menudo con poco nivel de profundidad, lo que imposibilita un serio posicionamiento sobre sus ideas, y favorece que sean utilizados como barniz teórico en la justificación de algunos mantras pedagógicos que puede significar una cosa y su contraria.
En este sentido, nos jugamos mucho en los matices, en la profundización y en el estudio serio de las teorías pedagógicas con las que podemos comprender y proyectar la educación. No creo que el problema sea tanto, como apunta Mora Fandos, el tipo de autores que se estudia, si no la nula profundización y juicio sobre sus obras. Pues solo por el impacto que han tenido en la construcción del pensamiento pedagógico contemporáneo merecen ser estudiados.
Ocurre, como ejemplo paradigmático, con la figura de María Montessori, que ha sido utilizada por unos y otros instrumentalizando su obra. Como explica Inger Enkvist, Montessori es una de las más proclamadas en el ámbito educativo y es a su vez de las menos estudiadas. Si atendemos a la teoría de esta médico italiana, vemos que promueve la individualización, la libertad y la actividad del niño, en línea con los postulados de las teorías progresistas que emanan de los años 60. Sin embargo, sus formas de concreción de estos principios son: la concentración, el trato educado con los compañeros, la asunción de responsabilidad, y la concentración en la concatenación de actividades pedagógicamente relevantes. El ejemplo de Montessori nos inspira a superar el maniqueísmo existente en el mundo educativo mediante el cual uno ha de posicionarse en los progresistas o los conservadores, entre los eduinnovadores o los profesaurios, como si las ideas pedagógicas se comprasen en paquete. Montessori nos recuerda la importancia de distinguir horizontes y concreciones prácticas, fines y medios. Con ella se ve más claramente la necesidad de trabajar por una buena pedagogía, tenga la etiqueta que tenga, no perdiendo de vista que es buena pedagogía la que sirve al pleno desarrollo de la personalidad humana en un contexto y tiempo determinados. Por tanto, Montessori nos da una pista de que hay que distinguir entre lo que Charles Taylor denominaba los ideales originales y las formas degradadas, que traducido al contexto educativo montessoriano equivaldría a distinguir que el fin educativo de la libertad del niño es deseable, pero que esto no implica la no-influencia de los adultos, pues los abandonaríamos, como decía Bellamy. De todos modos, si esto ocurriera, lo importante sería ser conscientes de que nos estamos equivocando en la concreción, no en el ideal.
En este sentido, los malestares que ha creado en la educación la escuela única que comenzó en Suecia en 1962 también pueden juzgarse desde este prisma tayloriano de distinción. La escuela única promovía menos conocimientos para todos como concreción del ideal de igualdad social: dar a todos lo mismo y partir del principio de la comprensividad. Este principio en el ámbito educativo, en concreto en las áreas de Sociología y Economía de la Educación, se refiere al número de años que pasan los estudiantes juntos sin elegir itinerarios. La comprensividad en la mayoría de los países europeos ha ido aumentando en los últimos tiempos, entendiendo que cuantos más años estén recibiendo una misma formación, mejor para aumentar la igualdad de oportunidades. Es decir, es la idea de que todos los niños y jóvenes hayan nacido donde hayan nacido y tengan las familias que tengan, pasen por la misma formación para poder gustar ese conocimiento que les permita descubrir la pasión por el mundo, y las distintas posibilidades de estudio, investigación o formación profesional en el futuro. De lo contrario, las expectativas de los padres, el nivel sociocultural y las coordenadas de cuna, serían lo más definitorio de su destino.
Siendo esto el ideal, la igualdad de oportunidades, los presupuestos del igualitarismo se han deslizado hacia la igualdad de resultados, haciendo de la escuela comprensiva un lugar del rechazo del conocimiento poderoso, pues, para que todos alcancen los mismos resultados, era necesario rebajar las expectativas, exigirles poco, darles poco y calificar menos para no clasificar de más. Sin duda, un atajo tramposo para ocultar las diferencias.
Sin embargo, esto son solo las formas degradadas de la escuela comprensiva que tenía un principio valioso que pretendía proteger a los niños de su origen familiar, porque a veces se nos olvida que no siempre es deseable que la escuela sea una continuación de la familia. Solo en los casos de buenas familias. La educación comprensiva pretendía salvar el llamado Efecto San Mateo de «a quien más tiene más se le dará». Por ello, esta distinción entre los ideales originales y su expresión o concreción en formas degradadas es importante diferenciarlo.
Pasa lo mismo con muchos principios de la modernidad como apunta Charles Taylor en su obra de Las fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna (Paidós, 1996). El ideal de la libertad se ha convertido en la forma degradada de la libertad autodeterminada, el valor de la diferencia se ha tornado en un subjetivismo egocéntrico, y el uso de la razón instrumental en la exacerbación de la razón instrumental como una vía de razonamiento. Pero esto son trampas en la ejecución, no fallos en la idea original. Y es relevante hacer esta distinción porque no es lo mismo pensar nuevos principios que mejorar las formas de aplicación de un principio.
En un momento como el actual, de gran polarización, es esencial esta distinción para poder matizar distintas cuestiones, como que el principio constitucional de la libertad de elección de centro es deseable, pero que este a su vez puede degenerar en la guetificación social; o para recordar que, en ocasiones, se debe aplicar un principio de inclusión en ciertas etapas y programas educativos y, en cambio, en otros niveles el principio de excelencia.
Una crítica que puede hacerse al planteamiento tayloriano es un exagerado optimismo naíf o, peor, una equidistancia o cobardía al no posicionarse con rotundidad en una postura u otra. Ahora bien, profundizar en la complejidad de los problemas educativos nos obliga a movernos en los tonos grises de la realidad y a hacer un ejercicio de humildad ante la complejidad del panorama educativo. Por lo tanto, estas matizaciones nos hacen comprender que, quizás, si durante años no nos hemos puesto de acuerdo en ciertas cuestiones educativas, los intereses partidistas y las ideologías han jugado un gran papel, por supuesto, pero también la dificultad de extrapolar resultados desde la investigación educativa que normalmente no son generalizables, y la dificultad propia de la complejidad del mandato constitucional de promover con la educación la plenitud humana, al no tener este gigante grandes consensos en una sociedad felizmente plural.
Recuperar los ideales y propósitos de la escuela tradicional, cuestión que propone en sus últimos capítulos el libro que tenemos entre manos, es simplemente recuperar la misión que le es más propia a la escuela, sin apellidos. La escuela de los sistemas educativos contemporáneos que nace en el siglo XIX albergaba promesas democratizadoras y no solo instructivas, pero, precisamente por el rechazo de la transmisión, no ha logrado ser ni instructiva ni democratizadora, pues una lleva a la otra. Es por ello que la excelencia intelectual y social son un mismo reto.
La obra de Enkvist propone renovar la escuela en torno a cinco elementos, pero aquí profundizaremos solo en tres de ellos: la verdad, el docente y los conocimientos generales.
Parece que la verdad, como el conocimiento, está en crisis; pero cabe preguntarnos si no seremos nosotros los que estamos en crisis. La verdad tiene muy mala prensa, si bien como apunta el profesor Reyero, las críticas a lo fake nos han abierto la puerta a reconsiderar que, si existe la mentira y nos repugna tanto, es quizás porque existe, o deseamos que exista, la verdad. Si la verdad no existe es tremendamente difícil que nos interese discutir o aprender, pues como explica el profesor Gil Cantero nunca podremos estar seguros de si estamos comprendiendo algo en su propio sentido o es una apreciación emocional del yo sobre la realidad. De ahí la importancia de que en educación insistamos en generar personas disciplinadas en desarrollar capacidades intelectuales necesarias para lograr un saber riguroso de la realidad. Y esto no necesita grandes reformas, sino, sobre todo, estudiar. ¿Por qué? Porque, volviendo a Reyero, la disciplina, disciplina. La propia normatividad de las disciplinas, disciplina en virtudes intelectuales.
Siguiendo con los elementos prioritarios en la vía de reconstrucción de la escuela, tenemos la figura del docente. En un afán por eliminar las diferencias en pro del igualitarismo, la relación pedagógica (asimétrica por definición) entre docente y discente se desdibuja, perjudicando paradójicamente a los estudiantes con más dificultades y generando más diferencias, pues su fuente de conocimiento prioritaria, si no única, será su ambiente familiar. En este contexto, unos van de vacaciones a oceanográficos, museos, edificios históricos y lugares emblemáticos. Y otros no. Por ello, la autoridad del docente tiene que ver con la relación de ayuda de quien da algo a alguien, de quien da a alguien más de lo que tiene, en búsqueda precisamente de la igualdad democrática que da sentido a la institución escolar. Recuperar la confianza en los profesionales de educación será un camino lento, a tenor de la cantidad de legislación que envuelve su trabajo para «profesionalizarlos» al margen de su mayor fuente de autoridad: el conocimiento. Reconocer a los docentes el valor que tienen y que no caigan, como apunta Mora Fandos, en el estrés, bajas médicas y hostilidad rutinizada en la escuela, es tarea de todos, progresistas y conservadores, que se unen en este punto en el descrédito de la autoridad docente.
El tercer elemento para recuperar la misión de la escuela tiene ver con el establecimiento de unos conocimientos generales, que hoy se ha venido a llamar un currículum de mínimos, pero que obedece a menudo a intereses que nada tienen que ver con el valor cultural de los contenidos clave. Recordemos el famoso debate que encendió Allan Bloom con su The Closing of the American Mind (Simon & Schuster, 1987), criticando que poner el foco en cualquier otro valor (social, profesional, económico o político) en la selección del canon de libros que no sea el valor literario ha supuesto la cerrazón de las mentes de los jóvenes americanos.
Las crisis no son malas en sí mismas. Sirven para pararnos, juzgar, cribar, ejercitarse en la discriminación de lo mejor —en palabras de Mora Fandos—, reorientarnos y recalcular. Si esta crisis del conocimiento sirve para renovar la escuela desde la misión que le es propia, haremos vívido el ideal democrático de maneras mejores a las ya diseñadas. Como apunta Inger Enkvist, no perder de vista la centralidad del conocimiento en el entramado de la escuela nos servirá de brújula para explorar las mejores vías del crecimiento humano, que es en lo que consiste la educación.