Reseña del libro de Inger Enkvist, Conocimiento en crisis: las ideologías en la educación actual con ejemplos de Suecia, Tecnos, 2022.
I
«¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?»
Ya en 1936, T. S. Eliot constataba —profetizaba— en dos versos de The Rock, una situación poco halagüeña, que nuestros tiempos no han hecho sino agravar. Nos resulta patente hoy la infoxicación aguda que consigue hacer olvidar la realidad y la necesidad del conocimiento; por no hablar del olvido de la sabiduría, que para muchos debe sonar a atributo de figuras románticas, legendarias, personajes con capa, en todo caso ajenas a la perentoriedad actual de «tener el dato» o de los big data y, con ellos, de su pretensión totalizante. Parece que nunca como hoy ha sido tanto el saber una forma del tener, y el tener la forma esencial del ser. De ahí nuestro drama actual, que para muchos deriva en tragedia.
El conocimiento en crisis del que avisa Inger Enkvist se sitúa en esa bisagra eliotiana, donde cabría la posibilidad de la orientación del conocimiento hacia la sabiduría —sin dejar de ser conocimiento—, o la de volatilizarse en infinidad de datos informativos. Una situación no envidiable, sino de peligro, verdaderamente. Y una situación peligrosa en el ámbito educativo, que es donde la autora argumenta la crisis. Enkvist cuenta con una larga trayectoria de observación y análisis de los derroteros educativos en el mundo, específicamente en Suecia y en Occidente. La ha documentado en obras como La educación en peligro (2001), Repensar la educación (2006), La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales (2011), Educación: guía para perplejos (2014), Reflexiones heterodoxas (2015) y Controversias educativas (2019). Si en estas obras domina el análisis y el desarrollo de las ideas, en la reciente de 2023 escribe una biografía del fenómeno, un relato genealógico que permite comprender esta realidad histórica que percibimos como presente nuestro, problemático e inescapable, que suscita preguntas que nos importa responder: ¿Qué ocurre con la escuela, con nuestra escuela? ¿Qué lugar tiene en la escuela algo que hasta no hace mucho, y todavía para muchas personas, dábamos por descontado junto con los maestros, los niños…: el conocimiento? ¿Cómo hemos llegado a percibirlo en crisis en la escuela actual? Aunque los dos últimos capítulos del libro proponen soluciones —y estas se pueden encontrar más desarrolladas en libros anteriores de la autora—, la presente obra es una indagación minuciosa en las causas históricas y conceptuales de la crisis, y en este empeño y diseño estriba el principal aporte del libro.
El fenómeno —situado en Suecia, pero eficaz aviso de navegantes para el orbe occidental— viene ampliamente desmenuzado y bien caracterizado en su nacimiento y desarrollo, de modo que el paisaje diacrónico se capta con nitidez. Y el paisaje se llama constructivismo —social y pedagógico—, progresivismo y posmodernidad. De este modo, desfilan los rasgos actuales presentados cada uno en su desarrollo temporal: focalización en los valores, igualitarismo, teoría del género, medio ambiente y desarrollo sostenible, activismo multicultural, recepción multicultural de los inmigrantes, la nueva función de la lengua materna de los alumnos inmigrantes en la escuela, las leyes escolares, el currículo de bachillerato… Enkvist consigue un contradiscurso especialmente eficaz por su contestación asimétrica a los discursos del paisaje constructivista-progresista-posmoderno: si para estos el género literario preferido es el ensayo especulativo y/o doctrinal, la teoría como patria y la abstracción abstrusa como lengua, junto con los decretos políticos y las directivas pedagógicas; en cambio, en El conocimiento en crisis se opta por una exposición de multitud de evidencias históricas en un orden claro que vuelve a recordarnos con persuasión que las ideas tienen consecuencias y que la historia es maestra de la vida. Todo discurso apela, por su modo de ser, a sus propios lectores en el contexto comunicativo en el que se inserta. El discurso constructivista, con su profusa creación de términos que en el fondo aspiran a una demiúrgica social, revolucionaria y por lo tanto ahistórica, apelan al lector creyente en el advenimiento del nuevo y urgente reino de la utopía. Bastarán eslóganes con gancho y ensayos aparentemente sesudos, de brillante estilo, audaces, para fomentar un deseo inmediato de militar en el bando correcto de la historia. Por el contrario, el libro de Enkvist busca al lector que ha podido palpar la deconstrucción mental —a menudo el simple vacío educativo— de hijos, de alumnos concretos; así como el estrés en los profesores, las bajas médicas, la hostilidad rutinizada en la escuela y el desconcierto en la familia. Para tales lectores estas pocas palabras bastan, pero claras, ancladas en los hechos.
II
El filósofo norteamericano Dewey, el biólogo epistemólogo suizo Piaget, y el psicólogo ruso Vigotsky son reseñados en esta obra como la tríada de pensadores más insistentemente invocada y adoptada por las pedagogías contemporáneas, a las que cabe añadir el correlato posmoderno del filósofo francés Foucault. De los cuatro indica la autora con perspicacia que ninguno ha sido educador, ni siquiera se ha dedicado centralmente a la pedagogía. El contraste con la maestra y pedagoga Montessori —reseñada en la obra—, con sus ideas y sus logros, es, a esta luz, evidente. Pero también con la propia autora, que ha sido maestra en enseñanza primaria, secundaria y media como profesora de francés e inglés, antes de doctorarse y ocupar una cátedra de literatura y cultura española en la Universidad de Lund, Suecia. Pero el patrón de los no-maestros —ni siquiera docentes, o de modo subordinado— que escriben y prescriben sobre educación y pedagogía hay que filiarlo al menos hasta dos figuras históricas de decisivo influjo: el filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau, y el filósofo trascendentalista —romántico— norteamericano Ralph Waldo Emerson. Este patrón constituye una auténtica tradición en la modernidad, tan contrastante con la tradición clásica que tiene en su origen filósofos y maestros como Platón y Aristóteles, que abrieron respectivamente sus escuelas filosóficas de la Academia y el Liceo para enseñar a vivir; y en Sócrates, que sin levantar ninguna institución promovía sin descanso una indagación dialógica sobre la verdad con todo tipo de interlocutores, para poner a prueba sus propias intuiciones y razones, y alcanzar verdades. Algo que se mantiene hasta la Edad Media y se expande hasta el empeño y desempeño pedagógico de numerosos pensadores humanistas en el Renacimiento, como Juan Luis Vives.
Es parte esencial de la crisis actual del conocimiento este abstraccionismo utópico, presumimos que bien intencionado, que hace tabula rasa de toda tradición y dependencia. ¿Por qué sería valioso acoger la experiencia de otro, que pertenece a un tiempo que no es el nuestro? ¿Para qué confiar en lo que no podemos asegurar por nosotros mismos? La sombra de Descartes es muy alargada. La educación pasa entonces a inculcar un método que permita operar sobre la realidad, y poseer el método será el signo de la mayoría de edad intelectual ilustrada. Métodos, manuales, programas digitales, IA… que en nuestros días cuestionan la relevancia del maestro. El autonomismo del alumno es lo esencial para la nueva pedagogía. Pero las evidencias muestran que la inversión en autonomía no ha resultado en alumnos más capaces, ni siquiera en las deseadas competencias, antes que en el conocimiento. Ahí está el constante descenso en lectura, escritura, matemáticas… Los más recientes estudios de PISA son elocuentes, precisamente referidos a los países donde las nuevas pedagogías han sido implementadas sin restricciones y con todo el amparo institucional y político. Allí donde las competencias se han opuesto explícita e implícitamente a los contenidos se ha difundido una ética de los resultados y un catecismo del pronto éxito; las aulas se han convertido en laboratorios de activismo, y las tecnologías digitales han encontrado el caladero que nunca hubiesen soñado. Catherine L’Ecuyer ha explicado bien el maridaje de conveniencia entre progresismo constructivista educativo2 y tecnologismo, del que en los últimos años se han ido apeando instituciones educativas, comenzando por el propio Ministerio de Educación sueco.
Lo que se ha cancelado es la transmisión, como indican Tania Alonso y Gregorio Luri, pues supuestamente, desde la teoría y sin evidencias, el alumno tiene en sí mismo todos los recursos y no necesita de quién aprender. Habría que releer Lecciones de los maestros del profesor de crítica literaria George Steiner para recordar que el sentido de deuda con un maestro es saludable para el propio desarrollo del alumno, o unas cuantas páginas del filósofo y socrático profesor de filosofía Alasdair MacIntyre para redescubrir el papel del maestro como introductor, guía y modelo en cualquier práctica de conocimiento teórico y práctico. Porque es el maestro quien entrega lo valioso, parte insustituible de la dinámica de una tradición. Porque entregar —trado latino—, se entrega solo lo que vale, al menos en culturas suficientemente sanas, y no meramente datos informativos, sino mucho más: un ethos, un modo de realizar conexiones y relaciones, unas virtudes para sostener el aprendizaje, una solidaridad con los integrantes de la comunidad implicada en aquello que vale la pena enseñar y aprender, una promesa de que si eso que se busca comparece encarnado en un maestro, también podrá hacerse carne, vida del alumno. Por contraste, en nuestra posmodernidad del todo vale, también se da el todo se recoge, porque no hay deseo de ejercitarse en la discriminación de lo mejor, y se ha convertido en un valor que todo esté constantemente disponible —¿miedo al ejercicio comprometido y efectivo de la libertad, que ha de descartar para afirmar lo que se elige y hacer valoraciones?—. La cuestión del valor es demasiado espinosa o directamente ilusoria para nuestros tiempos. Y como quien entrega lo que entiende como mejor se compromete en lo que entrega, si se evita la entrega se evita el compromiso, y el profesor ya no se ve en la interpelante necesidad de ser responsable. Estamos buscando una sustitución del maestro por máquinas y sistemas expendedores de datos. Volvamos a Eliot «¿Dónde está la sabiduría…?» Y necesariamente, ¿Dónde están los sabios?
III
Cada época tiene sus personajes del drama, según MacIntyre. Comprender a esos personajes y sus funciones es comprender el ethos de una época. Si lo aplicamos a nuestra educación, una educación —en palabras de Concepción Naval— que sigue «un paradigma educativo en el que domina lo tecnológico y económico y las competencias se ponen al servicio de la competitividad, productividad, eficacia, eficiencia, lucro permanente, utilidades inmediatas, inversión productiva, comercialización del conocimiento y capacidad de adaptación a las situaciones cambiantes […] un sistema que busca estrechar los lazos entre la formación profesional y las actividades laborales productivas», se comprende la relevancia que en la escuela han cobrado los gestores, burócratas, terapeutas, tecnólogos, vendedores de tecnología digital y pedagogos. Esta presencia redimensiona la figura del maestro que, o bien se ve obligado a su escisión en roles que atañen a estos personajes, o bien se limita a dejar a hacer a los nuevos protagonistas del escenario, y a ocupar una posición subordinada, cada vez más modesta, instrumental y subjetivamente problemática, pues él o ella percibe con inescapable viveza la confluencia de todos los intereses y de todas las tensiones y contradicciones: preparar para el mercado laboral, formar en valores y derechos, implementar tecnologías digitales, adoctrinar en diversas urgencias ideológicas, conseguir el diálogo en el aula, promover la creatividad, la autonomía, el bienestar emocional, la comunicación intercultural, asegurar el éxito en las calificaciones, asumir culpas ante directivos y padres… Porque el sistema es bueno, la teoría es buena, las intenciones son inmejorables. Pero humano, demasiado humano, el maestro.
El ethos de nuestra época educativa es radicalmente utópico, y la utopía, tan liviana y grácil en su ideación, es lo que más pesa cuando se impera su consecución inmediata. No es extraño que se esté dando hoy una dificultad para encontrar maestros. La perspectiva de asumir tantas cargas y desempeñar batallas con tanto desgaste, no hacen la profesión de profesor apetecible.
IV
La coartada ha sido la toxicidad del paradigma educativo tradicional. Pero el arranque de pureza, tan moderno, que desautoriza todo lo anterior, ha hecho un casus belli de lo que frecuentemente han sido malas prácticas y abusos, o simplemente la imperfección de lo humano, que necesita tiempo, a veces tanto tiempo, para comprender y rectificar. El reformismo inteligente y responsable que caracteriza a cualquier comunidad humana sana, ha sido sustituido por la revolución. Pero ahora tenemos a la generación zeta, políticamente corregida y aumentada por la escuela, con unos niveles de ansiedad como nunca había conocido una generación joven. La generación ansiosa, la llama el sociólogo Jonathan Haidt.
La diversidad de ejemplos positivos que muestra la obra de Enkvist, y las noticias que nos llevan al Este asiático, al buen hacer de Estonia e Irlanda —vencedoras occidentales en Pisa 2023—, a los corregimientos pedagógicos en gobiernos como el sueco, o autonómicos en el solar ibérico, como el gallego; las tradiciones ya bien contrastadas y luminosas como las de la educación integral, Montessori y tantas otras; los planteamientos que implican a las familias… muestran que es posible seguir creciendo con la sabiduría multisecular educativa —con sus llamativas analogías entre Oriente y Occidente—, conjugada con la inteligencia reformista de los auténticos maestros.
Bien comprendida la coyuntura constructivista-progresista-posmoderna, en su historia y genealogías, en sus problemas evidenciados, gracias a la obra de Enkvist, es alentador que las últimas páginas remocen razonablemente el papel del conocimiento y su transmisión, la figura de autoridad del maestro, la búsqueda de la verdad, el ejercicio de la libertad-responsabilidad, la confianza en la realidad, la sensatez de las instituciones y autoridades educativas. Y nada de esto es, per se, antagónico con una atención a la adquisición de habilidades, a la creación, a la innovación, al trabajo en equipo, a incluir estrategias de aprendizaje a través de proyectos… Volviendo a Eliot, el conocimiento solo se salva si decanta naturalmente en sabiduría. La que necesitamos para vivir, a la que la escuela debe servir y finalmente promover.