Carlos Castilla del Pino: testimonio de una gratitud personal (3)

Nota editorial: Como tercera contribución a este dosier, publicamos un texto muy poco conocido de Antonio Muñoz Molina sobre Castilla del Pino. Apareció en la edición privada del libro: J. A. Vela del Campo (ed.) (2002): Con Carlos Castilla de Pino en su 80 cumpleaños, Córdoba, Fundación Carlos Castilla del Pino. Se incluyó también como apéndice en el dosier informativo de la obra: Carlos Castilla del Pino (2022): Los celos, Madrid, Editorial Triacastela, pp. 169-174.

 

En un pasaje de sus memorias, Pretérito imperfecto, que es uno de los mejores libros de recuerdos que se han publicado en mucho tiempo en España, Carlos Castilla del Pino cuenta su llegada a Madrid para estudiar Medicina, la emoción y el miedo del joven provinciano que después de un larguísimo viaje en tren se enfrenta por primera vez al mundo desconocido, temido y deseado de la capital, a la que ha venido para cumplir su destino, para hacer real su empeño adolescente de convertirse en alguien, de llegar a ser quien es. Castilla del Pino llegó a Madrid en los principios más sombríos de la posguerra española: yo hice el mismo viaje más de treinta años después, en el crepúsculo de aquella misma posguerra interminable, pero al leer las páginas que él dedica a su llegada me reconocí íntima y casi literalmente en ellas, sobre todo en su impulso urgente de curiosidad hacia el mundo, en su vocación de aprendizaje. Había, sin embargo, una diferencia crucial, que no tenía que ver con el cambio de época, o con el carácter literario y algo volátil de mi vocación: la diferencia era que entre los libros con los que yo contaba para educarme había unos cuantos escritos por Carlos Castilla del Pino.

En Pretérito imperfecto hay muchas cosas admirables, pero quizás la que a mí más me importa es una especie de leitmotiv o de tema que es casi la clave unificadora de los episodios de una autobiografía: las ganas de conocer, tanto en la voz de quien cuenta y recuerda como en la conciencia recuperada por la memoria, traída desde el pasado al presente. Hay libros, dice Nietzsche, que se escriben para esconderse: entre ellos pueden incluirse muchas autobiografías. En la de Castilla del Pino uno siente como una fuerza sin sosiego el deseo contrario, el de revelarse, el de llegar a saber quién ha sido uno mismo y cómo fue el tiempo en el que se crio. Desde la lejanía de la madurez un hombre se empeña en reconstruir con la máxima precisión posible las imágenes más antiguas de su memoria y en trazar el arco sinuoso —entre azar y destino, entre voluntad y determinación— de su biografía, y al hacerlo se da cuenta de que su retrato es el de alguien del todo singular, pero también genérico, alguien que no se parece por completo a nadie más —igual que ninguna cara es idéntica a otra— y que al mismo tiempo contiene una parte del perfil simbólico de los tiempos en los que vivió. Está además la tentación embellecedora de la nostalgia, y la posible vergüenza por lo que se haya sido o lo que se haya hecho en algún momento, así como la tradición envarada y circunspecta del autobiografismo español. En la España del siglo XX, tan fértil en cambios bruscos, en largos períodos de estancamiento seguidos de convulsiones, ha sido muy frecuente el hábito de construirse uno un pasado a la medida de sus ambiciones del presente, tarea para la cual es tan importante el olvido y la simple mentira como la memoria adecuadamente selectiva. Lo que sorprende y enseguida admira en las memorias de Castilla del Pino es la ausencia de tales trampas del recuerdo, que se corresponde con una falta ejemplar de coacciones ideológicas. Hay libros excelentes de recuerdos escritos por perdedores de la guerra, e incluso algunos de gente que estuvo en el bando ganador, y en ambos casos se ve enseguida que el pasado está visto a través del tamiz de una posición política. Pero cuando Castilla del Pino recuerda los años de la República, el desconcierto y la barbarie de la guerra, lo hace sin ningún maquillaje retrospectivo, y eso es lo que da un valor tan infrecuente a su rememoración. Castilla, en la República y en la guerra, es un niño y luego un adolescente de derechas, y no puede serlo de otro modo por sus orígenes familiares y por su educación. Lo que ven sus ojos en San Roque, lo que recuerda y cuenta el hombre adulto, no es la lucha abstracta entre el Bien y el Mal, o entre la revolución y la reacción, o entre la democracia y el fascismo, sino un confuso y sanguinario desastre en medio del cual la condición de verdugo y la de víctima pueden ser velozmente intercambiables, y en el que cualquier certeza es producto de la ceguera voluntaria o del engaño. Castilla ve en la adolescencia cómo algunos de sus parientes de derechas son asesinados, y también ve la crueldad y la sinrazón de quienes llegan después para vengar las muertes de los suyos, y no finge haber visto entonces las cosas con una claridad imposible, no se atribuye formas de lucidez o de heroísmo que no le correspondían. Fue un muchacho que detestaba a los curas salesianos y a los falangistas, pero se puso con orgullo la boina roja de los requetés, y no fue insensible al romanticismo de la monarquía derribada. Por azar, por circunstancias familiares, cayó en el bando de los que ganaron la guerra, pero enseguida se dio cuenta del carácter vengativo y obtuso de aquella victoria, y desarrolló una aversión radical, precoz y saludable contra las dos instituciones que apuntalaban el régimen de Franco, el ejército y la iglesia.

 

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CONSEJO ASESOR Javier Cercas, Félix de Azúa, Carlos García Gual, J. Á. González Sainz, Carmen Iglesias, Antonio Muñoz Molina, Amelia Valcárcel, Darío Villanueva.


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