¿Por qué he escrito Tierra de Babel. Más allá del nacionalismo?

Reyes Mate (2024): Tierra de Babel, Madrid, Trotta. [208 pp., 17,10 €].

 

 

Si me pregunto por qué he escrito este libro diría, en primer lugar, que porque es un tema de nuestro tiempo. Por un lado, el nacionalismo catalán o vasco; por otro, la ola nacionalista de la extrema derecha; y, más allá, por la capacidad de contaminación que tiene el nacionalismo. Durante años he colaborado en El Periódico de Catalunya y he podido ver cómo la vis nationalista enturbia lo que es claro sin que aclare lo que es turbio. La segunda razón es menos coyuntural. Creo que la figura del Estado Nación, meca de todos los nacionalismos, tanto de los ya constituidos como de los aspirantes, es incapaz de responder a los retos de nuestro tiempo, empezando por el de la emigración y siguiendo por los territorios en guerra. Hay una tercera razón que en mi caso ha tenido su peso: porque hubo Auschwitz, un acontecimiento epocal en el que el nacionalismo demostró que no sólo excluye sino que, dejado a su aire, también extermina.

Considero que este es un libro osado, porque el nacionalismo, tal como lo entiendo, es un fenómeno antiguo que ha resistido todos los envites, y cuenta, además, con un sólido corpus doctrinal. Entiendo por nacionalismo la apropiación de un territorio por una comunidad humana, pudiendo tomar la forma de una polis, una civitas, una patria, un Estado o una nación. En esencia, es la idea, de que «esta tierra es mía» y me debo a ella hasta el punto de matar o morir en su nombre. A esto podemos llamarlo nacionalismo o pertenencia.

Sé que sobre estos asuntos hay mucha bibliografía y yo no quería, ni podía, competir en información. Quería hacer una reflexión filosófica en pocas páginas para ir al grano, por eso he echado mano de lo que Water Benjamin llamaba «iluminaciones profanas», esto es, fogonazos sobre un problema que puedan iluminarlo de una forma nueva.

Las dos primeras iluminaciones tienen por título «Los equívocos originarios». Desde el inicio, me pregunto cómo la idea del nacionalismo está tan incrustada en nuestra cultura y de qué manera ha vertebrado la política a lo largo de los siglos. Luego, señalo dos razones que, aunque potentes, no dejan de ser discutibles. La primera es una tesis de Aristóteles según la cual el que no pertenezca a una polis no es un ser humano. Es decir, humanidad y pertenencia se solapan. La consecuencia de esta idea es que el que no tiene polis, —el a-polis, el exiliado o el apátrida— no es un ser humano. Tenemos tan interiorizada esta noción que no hemos dejado de construir distintas formas de pertenencias, cada vez más sofisticadas, invirtiendo en ello todo nuestro capital intelectual. De ahí que hable de una elipse que va de Aristóteles a Hegel, pasando por Maquiavelo o Hobbes, siempre reforzando esta concepción. Bueno, pues esta idea tan fundante me parece más que discutible. Por ello, recurro a la sabiduría implícita en la Torre de Babel, donde el modelo de polis fracasa y surge, como alternativa, otra forma de convivencia basada en el reconocimiento de la pluralidad y en la ocupación pacífica de la tierra (la diáspora). De esto va la Primera iluminación.

La Segunda se refiere a España. En ella sigo las huellas de Américo Castro, para quien esto que llamamos como tal tiene todo que ver con la experiencia musulmana en Hispania. Entonces, en el siglo XIII, aparece el término «espagnol», un mote con el que los franceses designaban a esa parte de Hispania, compuesta de pequeños reinos que trataban de sobrevivir al margen del coloso musulmán, distintos entre sí pero que tenían en común ser cristianos. Solo levantaron cabeza cuando tomaron nota del enemigo y elevaron la creencia a motor político y bélico. Como dice el Mío Cid «si ellos tienen su Mahoma, nosotros a San Yague». Esta sustitución de Mahoma por Santiago fue una operación de alcance histórico. Si su presencia confirma la idea de que la religión es la substancia de la política de cada comunidad, tendrá más derecho al territorio aquella religión que sea autóctona y no importada de fuera. En esto los cristianos fueron mucho más avispados, pues nacionalizaron el cristianismo al hacer de Santiago uno de los nuestros. Lo que en el fondo pretendía su mito era decir que Santiago había fundado el cristianismo en España, como su hermano Jesús lo había hecho en Palestina. De esta forma se nacionalizaba el cristianismo, identificando ser cristiano y ser español, convirtiendo de golpe a judíos y moriscos en extranjeros. Este momento de la identidad española nos dice dos cosas: en primer lugar la profunda implicación en el ser español de lo político y de lo religioso o, dicho de otra manera, la naturaleza religiosa de la identidad política; y, en segundo lugar, la necesidad de excluir a la hora de afirmarnos. De eso no nos hemos repuesto.

A esos dos momentos fundantes los califico de «equívocos originarios» porque no hay razón para identificar la polis con la humanidad, ni tampoco hay necesidad de sacralizar los elementos identitarios.

A las dos primeras iluminaciones les siguen otras tres que se ocupan de las fuentes no ya remotas sino cercanas del nacionalismo. Me refiero al Romanticismo del siglo XIX. Con la llegada a Europa del aire fresco que supuso la Ilustración empezó a circular, de mano de la razón, un discurso universalista que por primera vez cuestionaba la querencia nacionalista. No se explica el romanticismo sin la alarma que provoca la Ilustración con sus propuestas universalistas que ponían en peligro las identidades canónicas. Citemos al menos estas dos: por un lado, la idea kantiana de una federación de pueblos y, por otro, el proyecto napoleónico de crear una unión europea con ideas ilustradas pero a punta de pistola. Lo de Kant fue un ataque en toda regla que daba en la línea de flotación de la ideología de la pertenencia. Él hablaba, en efecto, de un Estado de los pueblos (Völkerstaat), es decir, de una gobernanza mundial que «abarcaría a todos los pueblos de la tierra». Y esto lo decía no sólo para poner fin a las guerras —causadas en último término por colocar el «interés nacional» por encima de todo— sino por una exigencia de la razón práctica. Era un golpe mortal a la idea aristotélica que ligaba el ser humano a pertenecer a una polis: si Aristóteles basaba su ecuación (ser humano = pertenecer a una polis) en una exigencia de la naturaleza, Kant le devolvía el golpe basando la gobernanza mundial en una exigencia de la razón moral. Napoleón, con su guerra europea empeñada en crear una unión por la fuerza, acabó de movilizar todas las energías identitarias que se sentían amenazadas desde la filosofía y la política. La reacción fue una corriente que llamamos Romanticismo y que alimentó un nacionalismo alemán, otro francés, otro español…

La Tercera Iluminación habla del nacionalismo alemán, inspirado en Herder y Fichte, antirrevolucionario y antilustrado, basado en la sangre, la tierra, la religión y la lengua, es decir, marcadamente étnico.

La Cuarta Iluminación habla del nacionalismo francés, propiciado por Renan que quería estar, al contrario que el alemán, inspirado en la Ilustración, pero que se reveló imposible porque sus dos condiciones (compartir memoria y recurrir al plebiscito) resultaron imposibles, ya que la memoria se tradujo en olvidos voluntarios y el plebiscito en arma no de la comunidad sino del poder.

La Quinta Iluminación habla del nacionalismo español inspirado en el tradicionalismo, una versión latina del Romanticismo que tenía sus propias características: si el Romanticismo ponía el acento en el sentimiento (contra el racionalismo ilustrado) y en la comunidad (contra lo abstracto ilustrado), el lema del tradicionalismo era «no la contrarrevolución sino lo contrario a la revolución», es decir, nada que altere el orden natural ni su prioridad sobre el racional; del mundo dado o creado al por hacer o por producir; prioridad de la geografía sobre la historia… En una palabra, prioridad de la religión sobre la política.

Quien encarna el tradicionalismo en España es el carlismo, que no es tanto un pleito dinástico cuanto una concepción del mundo alternativa a la que supuso la Revolución Francesa; de ahí su lema: Dios (no razón), Patria (no Europa) y Rey (tradición, no libertad). El carlismo intentó asaltar el Estado, con siete años de guerras, que perdió. Tras la derrota se refugia en lo local: del lema «Dios-Patria-Rey» pasa, sin solución de continuidad a «Dios y Fueros», animando o creando los nacionalismos vasco (Sabino Arana) o catalán (el obispo de Vic Torres y Bages, el autor del emblema de Monserrat, «Cataluña será cristiana o no será», era uno de ellos). Estos nacionalismos son antirrevolucionarios, antiliberales, antilustrados y antidemocráticos (otra cosa son los Partidos nacionalistas que integran en su ideario otro tipo de tradiciones ya sean democristianas —el PNV— o socialistas —ERC—, de ahí que se hable de sus «dos almas»).

Tras estas cinco iluminaciones, cuya tarea es deconstruir el imaginario nacionalista, aparece la Sexta Iluminación, que tiene voluntad constructiva pues se plantea si es posible una alternativa y cómo. Para responder a esa pregunta, hay que volver al valle de Sannar y acompañar a esa minoría que supo sacar las consecuencias oportunas del fracaso de Babel. Se pusieron en marcha porque se tomaron en serio la diáspora. De lo que se trata ahora es de aprender de su experiencia milenaria, extraída de una existencia al margen de las patrias, pero sintiendo en sus vidas los límites del Estado, sin renunciar a pensar lo que podría ser.

En esa parte del libro recojo algunos de esos legados que nos dicen, por ejemplo, que desconfiemos del nomadismo o del cosmopolitismo abstracto: todos necesitamos una casa, una lengua, una tierra, una cultura, una sangre, pero —y aquí está el quid que señala Franz Rosenzweig— sin sacralizar la nuestra, porque todas las lenguas son semejantes, y, lejos de ser divinas, son todas impuestas. Importante también es la visita a la filosofía de Simone Weil, en concreto su propuesta de sustituir los derechos humanos por los deberes humanos. No es verdad, dice, que nacemos todos iguales y libres. Y no es verdad que por el hecho de nacer tengamos ya derechos: los tendremos si quieren los Estados, el nuestro y los otros. Los derechos humanos son, en el fondo, recomendaciones morales que dependen de la buena o mala voluntad de los Estados. En vez de esto, hablemos, dice, de «deberes». Tenemos el deber de responder a las necesidades de los demás, sea esto o no reconocido por la ONU o los Estados, porque nos va en ellos el ser nosotros humanos. Dice en un momento que «los pobres son los mejores patriotas» porque si lo que crea comunidad es la respuesta a las necesidades de los demás, nadie como los pobres tienen en su cabeza un mapa más completo de las necesidades humanas. También cito a María Zambrano, que no era judía pero sí exiliada. La filósofa malagueña es de los pocos exiliados que ha reflexionado sobre el exilio descubriendo, como los judíos, que su verdadera patria es el exilio. Ha descubierto la diáspora como forma de existencia personal y política.

Esto puede parecer muy vago, de ahí que me pregunte cómo sería una democracia informada por la diáspora. Creo que sería algo parecido a lo que Jacques Derrida imaginaba cuando hablaba de una «democracia por venir». No sabemos de momento cómo sería, pero sí cómo llegar a ella: sustituyendo tierra y sangre por hospitalidad. Del derecho a la hospitalidad hablaba Kant, pero en un sentido muy restrictivo (derecho a pasar unos días, pero no a fijar residencia); ahora se trata de otra cosa. Lo propio de la hospitalidad es su relación con el territorio: el huésped no es propietario. A lo que se opone la hospitalidad es a la apropiación de la tierra. Ahora bien, el fundamento del derecho, de la justicia y de la política, es decir, del ser y vivir humanos, dice Carl Schmitt, es la apropiación de la tierra. Humus y humanidad tienen la misma raíz: lo que nos diferencia del animal es que el hombre toma de la tierra tras un gesto consciente de apropiación. Hitler odiaba a los judíos porque habían renunciado a apropiarse de la tierra; por eso también el Papa Juan XXII no podía tolerar que San Francisco renunciara al derecho a tener derechos. Aceptaba que los frailes hicieran voto de pobreza (renuncia a ser propietarios de algo) pero no podían renunciar al derecho a ser propietarios. Eso era inhumano, cosa de animales… por eso uno de los primeros franciscanos, Bonngrazia de Bergamo, le replicó que ellos querían hacer uso del pan y del vino como el caballo de su avena «sin tener propiedad sobre el grano». La hospitalidad cuestiona la base del Estado que no sería tal sin declararse titular del territorio, al tiempo que se abre a un espacio posnacional. Esto da vértigo porque el Estado da mucho, por eso la búsqueda de alternativa sólo aparecerá cuando el Estado de signos de agotamiento. Me atrevo a pensar que estamos en ese momento porque hubo Auschwitz y porque hay emigración.

 

Autor

  • Doctor por la Wilhelms-Universität de Münster y por la Universidad Autónoma de Madrid, es ahora Profesor de Investigación ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Instituto de Filosofía. 

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