La creación de una revista insólita
Durante la huelga de las imprentas neoyorkinas en 1963 (que duró varios meses), el encuentro casual de Elizabeth Hardwick y Barbara Epstein dio lugar a una improvisada cena de matrimonios en el apartamento de la segunda. Hablaron de la sensación de nirvana en que vivían sin periódicos informando de los males del mundo y en especial del alivio que suponía no leer las penosas reseñas de libros que solía publicar la prensa los domingos.
Precisamente, Elisabeth Hardwick había publicado en Harper’s un artículo titulado «The Decline of Book Reviewing» en el que destrozaba las reseñas habituales por sus elogios planos, sus pobre objeciones, su brevedad y ligereza, su falta de implicación, pasión, carácter, excentricidad; su ausencia, en resumen, de auténtico tono literario. El declive de la crítica seria hacía que los libros se recibiesen con una actitud que ella comparaba a un tarro de miel.[1]
La evocación de aquel artículo en medio del silencio editorial provocado por la huelga les hizo ver a los cuatro amigos que estaban ante una ocasión única: o creaban ese añorado tipo de crítica o dejaban de quejarse para siempre. Se preguntaron qué ocurriría si saliese una revista sobre libros con artículos largos, argumentados, punzantes, vivos, profundos, reflexivos, atípicos, interesantes, libremente escritos, en clave literaria, por los mejores autores del país.
El relato que Jason Epstein publicaría en 2013 da deliciosos detalles sobre la puesta en marcha de aquella empresa insensata.[2] Coincidieron en que Robert B. Silvers, joven y brillante editor de Harper’s, era la persona idónea para dirigirla y se lo propusieron al día siguiente. Para su sorpresa, aceptó y además pidió a Barbara Epstein que fuese su coeditora.
Ese núcleo fundador de cinco personas iba a tener un largo recorrido. Jason Epstein fue, junto a su mujer, Barbara, y al matrimonio formado por Elizabeth Hardwick y Robert Lowell, el fundador de la revista. Robert B. Silvers y Barbara Epstein fueron los coeditores desde el inicio (1963) hasta la muerte de ella en 2006. Silvers seguiría como único (y ya mítico) editor hasta su propia muerte en 2017.
Lowell aportó 4.000 dólares de su bolsillo; además, hablaron con varias editoriales (que con la huelga se habían quedado sin soporte para anunciar sus novedades) y consiguieron de ellas 10.000 dólares en concepto de publicidad. Con ese presupuesto pudieron pagar la imprenta (en Bridgeport, pues querían salir mientras durase la huelga en Nueva York) y sus contactos les permitieron lograr un distribuidor que ubicaría la revista en las librerías universitarias.
Silvers hizo la lista de unos cien escritores que le parecían excelentes, comprometidos con la literatura y con el espíritu crítico que echaban de menos en los reseñistas habituales. Entre ellos estaban Edmund Wilson, Wystan Auden, Isaiah Berlin, F.W. Dupee, Paul Goodman, Stuart Hampshire, Elisabeth Hardwick, Irving Howe, Alfred Kazin, Robert Lowell, Norman Mailer, Dwight Macdonald, Mary McCarthy, Victor Pritchett, Susan Sontag, William Styron, Gore Vidal y Robert Penn Warren.
Y en este punto hay que hacer un paréntesis en el relato de Epstein para subrayar los dos primeros elementos decisivos de la historia: cuatro amigos imaginan la nueva revista que quieren crear y establecen sus características. Nombran un director (el término que en castellano corresponde a esta acepción del editor inglés, el Editor-in-Chief), y es él, asesorado por quien le parece, el que elige al centenar de autores con los que quiere iniciar la publicación.
Aspecto fundamental: todo director de una revista o una editorial de alta calidad intenta conseguir a los mejores autores para su empresa. (Esto no rige, claro está, para las de orientación puramente comercial, donde solo se busca a los que más venden. No era el caso de la nueva revista objeto de este artículo, por lo que las empresas comerciales también las dejamos al margen de él). Por consiguiente, todo director editorial piensa que los mejores autores son los que a él le gustan. De su gusto dependerá, por tanto, el tipo de publicación al que se llegue, el tipo de público que la leerá y el juicio que ese público realice. Ese es el criterio, esa es la dinámica del proceso. En el origen es inevitable una selección dictada por el gusto personal.
Casi la mitad de los autores invitados aceptaron escribir en tres semanas (y sin cobrar) un artículo largo (3.000 palabras, unos diez folios) sobre un libro reciente con un enfoque crítico, riguroso, interesante y claro, es decir, lo que él mismo como autor considerase una crítica ideal. Del primer número se imprimieron y distribuyeron 100.000 ejemplares, que llegaron a las librerías poco antes de que acabase la huelga. Se vendieron todos.
Cuando la revista cumplió 50 años, organizó una larga serie de actos conmemorativos.[3] Entre ellos se incluyó un documental sobre su historia titulado The 50 year argument, que escribió y dirigió Martin Scorsese.[4] En el número del aniversario se reimprimió el primer y único «Editorial» de la revista, publicado en aquel número inicial de febrero, 1963. Decía lo siguiente:
Al lector: The New York Review of Books presenta reseñas de algunos de los libros más interesantes e importantes que se han publicado este invierno. Sin embargo, no solo pretende llenar el vacío creado por la huelga de imprentas en Nueva York, sino aprovechar la oportunidad de esa huelga para publicar el tipo de revista literaria que los editores y colaboradores consideran necesaria en Estados Unidos. Este número de The New York Review no intenta abarcar todos los libros de la temporada, ni siquiera todos los importantes. No se ha dedicado el menor tiempo ni espacio a libros de intenciones triviales o efectos venales, excepto alguna vez para reducir una reputación temporalmente inflada o para llamar la atención sobre un fraude. Los colaboradores han aportado sus reseñas a este número con poco plazo y sin esperar remuneración alguna: los editores han ofrecido voluntariamente su tiempo y, puesto que el proyecto se ha emprendido sin capital, las editoriales, mediante la compra de publicidad, han hecho posible pagar a la imprenta. La esperanza de los editores es sugerir, aunque sea imperfectamente, algunas de las cualidades que debería tener una revista literaria responsable y descubrir si existe, en América, no sólo la necesidad sino la demanda de una revista de este tipo. Los lectores están invitados a enviar sus comentarios a The New York Review of Books, 33 West 67th Street, Nueva York.
Recibieron como respuesta cerca de dos mil cartas, animándoles a continuar.
Sobre las características de la revista y su forma de hacer las cosas es muy significativo el testimonio del conocido historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze. Tras declarar que lleva cuarenta años leyéndola quincenalmente, Krauze destaca como características «su amplitud de intereses y sus curiosidades varias, la elegancia y claridad de su prosa, su notable nómina de autores y, sobre todo, su sentido crítico». Le parece la antítesis del ensayismo francés, siempre tendente a la vaguedad y la grandilocuencia. Cuando se animó a enviarles un artículo , Krauze recibió una negativa, pero acompañada de agudos comentarios y consejos: «be concrete, tell us a story». En 1992 coincidió en Madrid con Barbara Epstein. Hicieron amistad y Krauze no dejó de decirle que la cultura hispanoamericana era una de las principales lagunas de la Review. Algún tiempo después, Barbara le encargó un obituario de Octavio Paz y un artículo sobre Chiapas. «Fue una experiencia inolvidable. No menos de treinta veces fue y volvió el manuscrito (en aquellos tiempos lo hacíamos por fax) con correcciones, precisiones, indagaciones siempre atinadas». Esa forma obsesiva de pulir los textos se asociaba tradicionalmente a la personalidad de Robert Silvers: «vive para la revista (y muchas veces vive en la revista) que ha editado por cincuenta años. Escoge personalmente los libros (le llegan cientos a la semana), pide personalmente las reseñas, sugiere personalmente las preguntas básicas, revisa personalmente los textos, y a menudo toma el teléfono para hablar con el autor (un domingo en la noche, por ejemplo) para aclarar un punto oscuro o una frase mal construida. Esa es la prodigiosa artesanía que explica el éxito y la permanencia de The New York Review of Books».[5]
Esta forma de trabajar (en un editor capacitado para ella) es la que garantiza la felicidad de los lectores, aunque sea a costa del agotamiento de los colaboradores. Es el conocido método de la revisión minuciosa por especialistas del tema, generalmente externos a la revista. En el mundo académico está totalmente consolidado, pues una y otra vez se ha comprobado que, con todos sus defectos, es, como la democracia, el menos malos de los posibles en la realidad y el único capaz de contrarrestar la tendencia congénita de todo autor que, como muy bien escribió Robert Day, suele ser: «Espero que el director acepte todos mis artículos, tal como yo los presente, y los publique sin demora. Espero también que examine detenidamente todos los artículos con el máximo cuidado, especialmente los de mis competidores».[6]
En las universidades españolas ya se ha asumido por completo la necesidad de que los revisores exijan una y otra vez modificaciones de los textos, aunque hace algunos años todavía se podía ver a catedráticos atónitos por recibir un informe cuestionando sus artículos. El relevo generacional ha sido, en este punto, una bendición para nuestras universidades. Pero en las publicaciones culturales del mundo hispano es aún poco frecuente este sistema. (En el periodismo es difícilmente aplicable, salvo de forma muy superficial y rápida). La consistencia de un buen escrito requiere meditación, corrección, documentación, humildad y tiempo, mucho tiempo. Pero el rigor de los revisores es el cuarto gran factor del que depende la calidad de una revista. (Los tres primeros, repito, son la elección del planteamiento editorial, la selección de los colaboradores y la determinación de los temas o libros a comentar). También el acierto o fallo de los revisores (que suelen mejorar, pero no siempre, el texto que corrigen) es una cuestión de criterio personal.
La NYRB no se ha librado de críticas. Dos de ellas son especialmente importantes.
La primera es su clara (y excluyente) orientación política, que impregna muchos artículos y que ha llegado a convertirla en portavoz de la izquierda intelectual americana. Fueron objeto de fuertes críticas, por ejemplo, la serie de reportajes de Mary McCarthy sobre la guerra de Vietnam o los múltiples artículos de Chomsky contra la política estadounidense. En esos casos la revista ni siquiera exigió el apoyo en libros recientes. Contra el Partido Republicano todo vale en la NYRB.[7]
La otra crítica que conviene mencionar, ya adelantada por Krauze, es el egocentrismo cultural y lingüístico de los autores y temas tratados, mayoritariamente estadounidenses y, en segundo lugar, británicos. Es lógica (pero excesiva) la primacía de mundo intelectual neoyorkino, no solo por el nombre de la publicación sino por la envergadura de ese núcleo literario, en un país como Estados Unidos en que la alta cultura está casi relegada a las universidades (aunque cada vez más amenazada por la peste de los cultural studies y por el neopuritanismo políticamente correcto). Pero además se dan frecuentes cruces de intereses entre reseñistas y reseñados. Con brillante sarcasmo la revista fue rebautizada por sus críticos (que a veces habían sido antes sus víctimas) con el mote de The New York Review of Each Other’s Books.[8]
Sin embargo, comparando también esta crítica con la situación en España, no deja de llamar la atención esa apertura al diálogo, muchas veces polémico y crítico, entre los colaboradores de la publicación. Nada que ver con la extendida costumbre entre escritores españoles de evitar la deliberación e ignorar each other’s books.
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La dificultad para implantar un modelo editorial como el de la NYRB (que, además, no es precisamente barato) choca con la tradicional afición a la chapuza muy arraigada en España. Suele haber un auténtico abismo entre el rigor que exige una buena edición y los hábitos tradicionales de compadreo, narcisismo y tolerancia con la mediocridad que son muy difíciles de erradicar en un país que lleva siglos refocilándose en ellos. Es habitual entre nosotros que el director de una publicación encargue textos a distintos colaboradores y después no se realicen evaluaciones ni revisiones críticas de los mismos, que es lo realmente trabajoso. A veces ni siquiera se hace una corrección de pruebas de imprenta por los autores. Se aceptan escritos redactados de forma complaciente y sesgada en obras que no deberían admitir más que datos y juicios ampliamente aceptados por el conjunto de la comunidad académica. Se apuran los plazos e incluso se invoca la libertad intelectual y la responsabilidad de los autores para justificar la desidia del proceso editorial y sortear la evaluación —externa o interna— de los textos.
Los investigadores universitarios de cierta edad que trabajan en España —y publican a la vez, como hoy es inexcusable, en revistas y editoriales extranjeras de prestigio internacional— cuando reciben de un colega norteamericano, alemán o británico, el encargo de redactar un texto para una obra colectiva, saben perfectamente lo que les espera: su contribución será analizada hasta la última coma, se le pedirá que la amplíe o la reduzca a la extensión indicada, se le exigirá que unifique y complete todas las referencias bibliográficas, se le demandará que argumente afirmaciones poco claras y que suprima frases poco afortunadas, se le indicará que concrete de qué edición y qué página está tomada la cita que aparece en la página 14 y se le recordará el uso diferencial de las comillas y las cursivas. Hasta no hace mucho tiempo era habitual que cuando el encargo procedía de un colega español, las perspectivas fuesen mucho más relajadas: lo probable era que el texto fuese enviado a la imprenta sin que nadie le hiciese objeción alguna (en el hipotético caso de que alguien lo leyera) y el director científico de la obra se preocupase, eso sí, de que su nombre apareciese en la portada de la publicación con un cuerpo de letra suficientemente grande.
Hace unos cuantos años fui convocado en Londres como miembro del equipo editorial de una revista académica. Se me ocurrió preguntar a la directora si sería ético que alguno de los propios miembros del Consejo ofreciésemos a la revista la posibilidad de publicar un artículo nuestro. Sorprendida por la pregunta, la directora contestó de inmediato: «Preferiría que esa situación no ocurriese». Pero, después de pensarlo unos instantes añadió que, en caso de que ocurriera, habría que aplicar el protocolo habitual de revisiones internas e informes de expertos externos, pero con un nivel de exigencia y de rigor mucho mayor del habitual. Un planteamiento que chocaba con lo que entonces era habitual en las revistas españolas.
En una institución académica de Madrid se planteó un buen día la conveniencia de que la revista que le servía de órgano oficial se ajustase a las normas actuales de publicación científica, empezando por pedir a expertos —de otros centros— rigurosos informes anónimos sobre cualquier manuscrito que se recibiese. El argumento con que se desechó la propuesta era de lógica impecable: a) la mayor parte de los artículos que recibía la revista venían firmados por miembros de la propia institución; b) ellos son, por definición, las máximas autoridades en sus respectivas disciplinas; por consiguiente, c) sería imposible encontrar en cualquier otro lugar expertos dignos de criticar los manuscritos. La revista en cuestión se sigue publicando regularmente, llena de artículos escritos por los profesores de la institución que la publica. Artículos que, por supuesto, nadie cita y no hay noticias de que nadie lea.
Es cierto que el proceso editorial en ámbitos académicos y culturales españoles ha mejorado mucho en las últimas décadas, pero quienes estamos en edad próxima a la jubilación hemos podido conocer personalmente el panorama aquí descrito. El diagnóstico está claro: delirios de grandeza, abusos de compadreo, exceso de narcisismo, ausencia de rigor crítico, escasez de autoexigencia. En dos palabras: los grandes enemigos de la calidad editorial son la soberbia de los autores y la pereza de los editores.
[1] Elizabeth Hardwick (1959): «The Decline of Book Reviewing», Harper’s Magazine, October. [https://harpers.org/archive/1959/10/the-decline-of-book-reviewing/]. [https://letraslibres.com/revista-mexico/la-decadencia-de-las-resenas/].
[2] Jason Epstein (2013): «A Strike and a Start: Founding The New York Review», The New York Review of Books, March 16 (https://www.nybooks.com/online/2013/03/16/strike-start-founding-new-york-review/?printpage=true)
[3] Ioanna Kohler (2014): «Cinquante ans à la New York Review of Books» (Entretien avec Robert Silvers), Revue des Deux Mondes, décembre, pp. 15-31.
[4] Martin Scorsese (2014): The 50 year argument / / Dir y guión: Martin Scorsese, David Tedeshi/ Prot: James Baldwin, Mary Beard, Ian Buruma, Michael Chabon, Noam Chomsky, Mark Danner, Joan Didion, Timothy Garton Ash, Jason Epstein, Norman Mailer, Mary McCarthy, Robert Silvers, Michael Stuhlbarg, Patricia Clarkson./País: Estados Unidos/ Duración: 96 minutos. Rachel Cooke (2014): «Robert Silvers interview: “Someone told me Martin Scorsese might be interested in making a film about us. And he was”», The Observer, The Guardian, 7 June. (https://www.theguardian.com/books/2014/jun/07/robert-silvers-martin-scorsese-film-new-york-review-books).
[5] Enrique Krauze (2013): «Celebración de The New York Review of Books», Letras libres, marzo, pp. 70-71.
[6] Robert A. Day (1990): Cómo escribir y publicar trabajos científicos, Washington, Organización Panamericana de la Salud, p. 93.
[7] Stephen Fender (1986): «The New York Review of Books», The Yearbook of English Studies, Vol. 16, Literary Periodicals Special Number, pp. 188-202. Published by: Modern Humanities Research Association Stable.
[8] Russell Jacoby (2014): «The Graying of The New York Review of Books», Chronicle of Higher Education, 1.st October, Vol. 60 Issue 17, pp. B6-B9.