Pla y la inflación alemana

Josep Pla y el valor de la moneda 

El 19 de marzo de 1975, el entonces príncipe Juan Carlos visitó a Josep Pla en el Mas Pla, en Palafrugell, acompañado por doña Sofía. La visita tenia lugar en el marco de una ronda de contactos del futuro monarca con personalidades relevantes, de cara a su reinado.  

Josep Pla lo recibió con gran cortesía, acompañado por su editor, Josep Vergés, que fue quien discutió los términos del encuentro con José Joaquín Puig de la Bellacasa, entonces secretario y hombre de confianza del príncipe. Vergés resumió luego lo ocurrido en una nota recogida en un volumen complementario de la Obra Completa de Pla, titulado Imatge Josep Pla 

Como es lógico, Pla y el príncipe hablaron de la futura transición y de los problemas que entrañaría. El príncipe dejó claro desde el principio que no comulgaba con los postulados del franquismo y que se proponía impulsar un cambio. Dijo a Pla que no podía visitar Cataluña y no ir a verle, porque era el primer escritor español vivo, y le preguntó su opinión sobre el futuro inmediato.  

Debió de ser una conversación peculiar. Tuvo lugar por la mañana porque el editor Vergés temía que, si se reunían a almorzar, Pla empinaría el codo y en la sobremesa podía poner a sus ilustres visitantes en un aprieto. Aun así, Pla no ahorró al príncipe algún comentario más sarcástico de la cuenta.  

Entre los consejos que Pla le dio, para sorpresa del príncipe y de la princesa Sofía, el más destacado fue que cuidara mucho del valor de la moneda. Se trataba de una obsesión del ampurdanés desde su juventud. Pla no era muy consciente entonces de que el futuro rey, como monarca constitucional, no asumiría labores de gobierno, y quiso hacerle comprender los peligros que la inflación podían acarrear para el país y para su reinado. Aseguró que la moneda era la base de toda política y le aconsejó que luchara contra su depreciación para evitar la pobreza general. Sin una moneda fuerte, el caos era inevitable.  

La princesa Sofía, probablemente a causa de la rotundidad y de la extemporaneidad del consejo, sobre todo por provenir de un escritor, deslizó un comentario sobre el valor del vil metal. Pla, malinterpretando su tono ligero, quizás dirigido a rebajar el dramatismo de su advertencia, insistió con testarudez en que el hundimiento de la moneda significaba el hundimiento de un país y que la duración del reinado del príncipe dependería de la estabilidad monetaria.  

El tipo de cambio de nuestras tristes pesetas debía de ser el último de los peligros en que andaba pensando el futuro rey. Los años que le aguardaban estaban erizados de riesgos más inmediatos. La forma de articular la transición, la legalización de los partidos políticos, el terrorismo, la unidad y neutralidad de las fuerzas armadas eran sin duda cuestiones más acuciantes para él en aquellos momentos.  

Pero Pla miraba más lejos, o más atrás. La estabilidad de la moneda era una de sus obsesiones desde que, en su juventud, siendo corresponsal de La Publicitat en Berlín pocos años después de la Primera Guerra Mundial, fue testigo del fortísimo impacto en la sociedad alemana de la inflación galopante del marco.   

Aquel fenómeno constituyó un episodio crucial en la formación de su pensamiento y de su visión del mundo. Para Pla, no se trataba de una cuestión económica. Se trataba ni más ni menos que del valor del esfuerzo y del trabajo, de la cohesión social, de la unidad de las familias. Es decir, de una cuestión, sobre todo, moral. La experiencia de los años berlineses le marcó. Consideró siempre que la inflación alemana de la época de Weimar era uno de los fenómenos clave del siglo, de los que habían tenido consecuencias de mayor alcance. 

Cuando recibió al príncipe Juan Carlos, Pla era un escritor de un conservadurismo muy arraigado, aunque peculiar. Era un conservador materialista, anticlerical en sordina, individualista, opuesto a toda forma de fanatismo y defensor de todas las formas de la autonomía y de la libertad humanas. Pero era conservador porque detestaba la incansable labor de destrucción de la naturaleza, de la estupidez de los hombres y del paso del tiempo. Temía el desorden, el caos, y veía la naturaleza como una fuerza ciega que llevaba en su raíz misma la devastación de todo y al hombre como un agente de aniquilación aún más temible por sus instintos y su irrefrenable irracionalidad.   

Ser testigo de los desastres causados en la sociedad alemana por la hiperinflación fue una de las experiencias que más contribuyó a forjar aquel conservadurismo. Pla no era economista. Para él, la delirante escalada de los precios en aquella Alemania de los años veinte era como la carcoma que devora los muebles y el artesonado de los edificios, una crisis de confianza que se extendía de la moneda hacia todas las instituciones y todos los ámbitos del país. Enviado a informar de aquel insólito fenómeno, se fijó sobre todo en su impacto en el tejido social, en la subversión de los valores que acarreaba, en el empobrecimiento de los profesores, de los funcionarios, de los trabajadores, en el enriquecimiento paralelo de los especuladores, en la picaresca de unos y de otros, en la anarquía general, en el aumento de los robos y de los suicidios por la pérdida de los ahorros de toda la vida, en el ascenso del separatismo en Baviera, en Sajonia, en Renania, en la destrucción de cien años de orden y de autoridad prusianas.  

En julio de 1921, un dólar cotizaba a sesenta marcos. Cuando Pla llega a Berlín, en agosto de 1923, vale ya miles de marcos. Al cabo de pocos meses, llega a cotizarse a cuatro billones doscientos mil millones de marcos. La volatilidad de la moneda es máxima. Para franquear una carta a Barcelona, hay que ponerle sellos por valor de seis millones de marcos. Un billete de tranvía también puede costar millones. Todo el mundo asume que, para comprar cualquier cosa, se requieren sumas astronómicas y que, aun así, al día siguiente habrá que añadirle un par de ceros al precio. Sale más barato empapelar una pared con billetes de marco que con papel pintado. Si en la mitad de una comida, en un restaurante, los precios se doblan nadie se sorprende. Los viejos pierden la fe, los jóvenes las virtudes y el ideal de las mujeres -escribe Pla- parece ser tener un amigo que cobre en dólares. “Qué es un trillón?”, se pregunta, con su guasa habitual.  

Durante aquel año, Pla, en compañía de su amigo y colega Eugeni Xammar, conoció la opulencia gracias a su sueldo en pesetas. Aprendió a cambiarlas en pequeñas cantidades, a medida que las necesitaba, y ello le permitió surfear el descalabro monetario y vivir con comodidad, en ocasiones concediéndose lujos propios de un oligarca, en medio de la miseria y el desorden. Pero el espectáculo le dejó un sabor amargo. Aquello no era serio.   

Los alemanes se acostumbraron a llevar consigo grandes cantidades de billetes y a hacer cuentas con muchos ceros. Llegó un momento en el que el billete más pequeño en circulación era de cien millones. “La gente solo tiene un pensamiento: evitar que los marcos se les evaporen en el bolsillo, y por tanto convertir la moneda en cosas, y sobre todo en cosas de comer y beber”, escribe Pla. “No hay ninguna tienda en Berlín que no disfrute de una larga cola en la puerta. La gente de esta cola aguanta con esfuerzo su exasperación y su pánico. Compra hasta que se queda sin marcos. Es corriente el caso del comprador que comienza a hacer cola a las dos de la tarde, cuando las cosas tienen un valor X, y a las cinco, a la hora de su llegada al mostrador, ya no puede comprar, porque las cosas tienen un valor Z. Ya os podéis imaginar el estado de ánimo de toda esta pobre gente, la indignación y el pánico se traducen a menudo en el saqueo puro y simple. Y también os podéis imaginar la confusión que reina en las tiendas”. 

Los historiadores están hoy de acuerdo en la causa del asombroso desplome del marco: la exigencia de reparaciones a Alemania tras la Primera Guerra Mundial y, ante la incapacidad alemana de pagarlas, la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr. También están de acuerdo sobre sus consecuencias, que en última instancia condujeron al triunfo de Hitler y del nacionalsocialismo.  

En 1923, a Pla le llama la atención la disciplina de la población alemana, su resignación ante la vertiginosa alza de precios. Intuye desde el primer momento que es una falsa resignación, que la procesión va por dentro. No se equivoca. Ve cómo muchos alemanes toman a los judíos como chivo expiatorio. Ve cómo el país se debate entre la disgregación, la revolución comunista, que él considera improbable, y el ascenso del nacionalismo más reaccionario, que adivina difícil de detener. El volcán tardará en entrar en erupción, pero cuando ésta llegue será terrible.  

Hoy asistimos en Europa a un alarmante deterioro de los valores democráticos, con un desplazamiento de parte de la opinión y de los votantes hacia posiciones próximas al populismo autoritario. Lo vemos en los países nórdicos y en los del Este –con Hungría a la cabeza-, en los Países Bajos, en Alemania, en la mediterránea Italia y hasta en la vecina Francia. Es natural por ello que sintamos curiosidad por los fenómenos de transición de sociedades democráticas hacia el autoritarismo. Muchos autores ven en la descomposición de la democracia de Weimar y el ascenso del nazismo un precedente de lo que ocurre o puede ocurrir ahora en Europa. Desde este punto de vista, el interés de las crónicas de Pla es indudable.   

Se puede objetar que las circunstancias son muy diferentes. Los actuales embates contra la democracia no responden a la volatilidad monetaria, sino a un complejo conjunto de factores relacionados con la globalización, con el deterioro del estado del bienestar, con la presión migratoria y con los cambios culturales generados por los avances hacia la igualdad de géneros. Durante los últimos años hemos sufrido un bache inflacionario, pero ha sido de proporciones muy manejables y está quedando atrás. Nada que ver con el descalabro del marco alemán en aquellos años. 

Pero ahí es donde la capacidad de observación de Pla, su insaciable mirada y su afilada pluma, cobran un valor indudable. Sus crónicas constituyen un retrato muy vivo de la sociedad alemana en un momento crucial. Aunque las vicisitudes de la política interna, que Pla está obligado a examinar en detalle, nos resulten ajenas y los nombres de los dirigentes políticos de aquella Alemania no nos digan nada -salvo el de Hitler, claro está, a quien Pla retrata como un personaje grotesco, ridículo-, su análisis es apasionante. Estamos en manos de un joven corresponsal llamado a ser uno de los grandes periodistas del siglo, un testigo de excepción.   

Cuesta entender que estas crónicas no se hubieran reunido antes en un volumen, a la manera de las que escribió Gaziel para La Vanguardia durante la Primera Guerra Mundial, recogidas en Paris, 1914, Diario de un estudiante, o las de Eugeni Xammar, inseparable compañero de Pla en aquellos años berlineses, recogidas en el libro El huevo de la serpiente, o las del propio Pla del Viaje a Rusia.  

A Pla, aquel episodio le marcó. Tal vez no marque con igual fuerza a quien ahora, transcurrido un siglo, lea sus crónicas, pero le hará comprender la razón por la cual, cincuenta años más tarde, Pla consideró ineludible advertir al futuro rey de España sobre los peligros de las acrobacias monetarias. No eran cosas de un viejo trasnochado. Eran las reflexiones de alguien que había visto muy de cerca los grandes fenómenos del siglo XX. En aquel momento, la evocación de aquel episodio tal vez no fuera muy oportuna. Hoy, sí. 

 

 

Autor

  • Carles Casajuana

    Carles Casajuana (1954) es autor de una docena de novelas en catalán. Entre ellas, destacan, traducidas al castellano, Bala de corcho (Anagrama, 1989), Domingo de tentación (Seix Barral, 2004), Kuala Lumpur (Seix Barral, 2005), El último hombre que hablaba catalán (Premio Ramon Llull, Planeta, 2009) y Las pompas del diablo (Destino, 2019). También es autor de un ensayo sobre Josep Pla: Nietzsche y Pla: afinitats i coincidències, y de otro sobre el poder: Las leyes del castillo (premio Godó de ensayo, Península, 2014). Colabora habitualmente en La Vanguardia.

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