Bonnassies, Oliver / Michel Yves Bollore, (2023): Dios-la ciencia-las pruebas, traducción de Amalia Acondo, Editorial Funambulista.
Los autores quieren mostrar en esta obra que las verdades descubiertas por la ciencia contemporánea permiten demostrar la existencia de Dios y que hay argumentos “científicos” suficientes para demostrar que este Dios es el Dios del cristianismo. Junto a lo que podríamos llamar los argumentos propios del «creacionismo científico» encontramos en una segunda parte toda una apologética del Dios creador a partir del destino del pueblo judío y de las apariciones de Fátima. Que Israel ganara la guerra de los seis días de 1967 y que cientos de personas vieran al Sol bailar durante unos diez minutos en Fátima no tendría otra explicación que la de que Dios interviene en el mundo. No voy a referirme a esta segunda parte que a mi modo de ver hace perder más credibilidad, si cabe, a la primera y sí que voy a fijarme en algunas de las argumentaciones del creacionismo científico. Entiendo que es la parte que explica más el increíble éxito de ventas del libro. Sólo en Francia se han vendido 300.000 ejemplares.
Hace unos años eran los libros del llamado nuevo ateísmo, calificados sus representantes como «ateos evangélicos» por un ateo como John Gray, los que se vendían como auténticos best-sellers mundiales. Sólo Richard Dawkins, vendió más de dos millones de copias de El espejismo de Dios (2006). Siguiendo la ley del péndulo hoy nos encontramos que los best-sellers mundiales son los de los creacionistas científicos. Los «nuevos ateos», al proponerse argumentar científicamente contra Dios, parece que hayan conseguido, por la ironía de la historia, el efecto contrario: que las apologéticas filosóficas y teológicas de sus adversarios, de las religiones monoteístas, se conviertan en apologéticas pretendidamente científicas. Los «creacionistas» han adoptado las mismas armas de los «nuevos ateos» y defienden que la ciencia demuestra la existencia de un Dios creador. Cuentan con el apoyo de muchas de las iglesias evangélicas de Estados Unidos y de sectores conservadores de las creencias monoteístas (judíos, cristianos, musulmanes) de todo el mundo.
Lo que se hace bien patente es que tanto el creacionismo científico como el nuevo ateísmo, a pesar de oponerse diametralmente, se apoyan en la misma piedra angular: en una visión positivista y cientista del mundo. Es decir, consideran la hipótesis Dios como susceptible de ser defendida o negada a partir de ciencias como la matemática, la física o la biología y ven estas ciencias como la auténtica autoridad para resolver cuestiones filosóficas, éticas y teológicas. Soberbiamente se imaginan que pueden abarcar desde ellas todos los aspectos del conocimiento y la comprensión humana. Ninguno de los dos bandos acepta la pluralidad, la especificidad y la importancia de los diferentes caminos de la razón.
El primero de los argumentos que los autores del libro sostienen es que si el universo tuvo un principio absoluto (Big Bang) y tendrá un final absoluto (segundo principio de la termodinámica) se sigue la existencia de un Creador por el principio de causalidad: «Todo efecto presupone una causa»: «Si la ciencia confirma que el tiempo, el espacio y la materia tuvieron un principio absoluto, queda claro entonces que el Universo proviene de una causa que no es ni temporal, ni espacial, ni material, es decir, que procede de una causa no natural, trascendente, al origen de todo aquello que existe y al origen también del ajuste sumamente fino de los datos iniciales del Universo y de las leyes de la física y de la biología, Ajuste que es indispensable para que los átomos, las estrellas y la vida compleja tengan la posibilidad de existir y de evolucionar» (p. 58).
De hecho, lo que expone la teoría del Big Bang es que el universo adquiere, mirando hacia el pasado, un estado cada vez más denso y caliente de manera que llega a regímenes de densidad y temperatura donde nuestra comprensión actual de la física ya no se aplica. Y lo mismo podemos decir sobre su final. Bonassies y Belloré evocan la hipótesis de la muerte térmica del universo: “Más allá de 10.100 millones de años, el universo llegará a un estado de entropía máximo en el que habrá sólo fotones en un espacio gigantesco que no hará, sino enfriarse y tender hacia el cero absoluto”. Fijémonos que aún en esta hipótesis cosmológica no llegamos propiamente al cero ni a la nada absoluta, sino que se dibuja una “tendencia hacia el cero absoluto”. En el mayor de los vacíos físicos que podemos conseguir siempre queda algo, al menos “la energía del vacío”, energía oscura responsable de la aceleración en la expansión del universo. El vacío físico no se identifica con la noción filosófica de la nada.
Tanto con respecto al comienzo como al final del universo, la ciencia deja de ser predictiva y cualquier afirmación científica sólo puede ser una extrapolación incierta. Claro que podríamos intentar probar nuevas teorías científicas como la de Roger Penrose, premio Nobel de física en el año 2020, que defiende que nuestro universo se expande hasta que su masa se desintegra y se convierte en el Big Bang de otro universo. Según Penrose, el análisis de la llamada radiación del fondo cósmico mostraría en los llamados puntos Hawking, resonancias similares al Big Bang que habría tenido lugar antes del mismo. Pero de momento parece que el modelo de Penrose no tiene una formulación teórica precisa que permita realizar predicciones firmes y al menos son muchos los físicos que cuestionan que los puntos Hawking sean efectivamente una ventana hacia momentos anteriores al Big Bang.
Que tengamos en el método científico un límite de lo observable y descriptible no implica que no haya nada más allá, implica que en el actual estado de la ciencia no podemos saber nada “científicamente”. Los límites científicos del universo observable no excluyen la idea filosófica de un diseño inteligente del cosmos por las mismas razones que no excluyen la teoría de multiverso defendida entre otros por Stephen Hawking, según la cual existen una infinidad de universos paralelos con leyes físicas diferentes y con la que se podría mantener que nuestro universo es tan probable como cualquier otro de los que es posible que existan.
Es interesante también recordar que hay muchos creyentes en un Dios creador que recusan la idea de un Dios como causa primera y en general las argumentaciones de los creacionistas científicos. Ya decía Pascal (1623-1662) que desde la experiencia cristiana ningún tipo de prueba de Dios puede conducir al Dios de la fe, al Dios de amor, al «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», sino como máximo al «Dios de los filósofos y de los sabios», a una especie de pieza de un mecano que no es otra cosa para Pascal que un ídolo.
El segundo argumento es el llamado “principio antrópico”: el universo estaría naturalmente ajustado para producir al hombre, y esto no podría haber sucedido por casualidad, el más mínimo cambio infinitesimal en el valor de las constantes físicas daría lugar a un universo incapaz de engendrar al hombre. Y complementario con éste se encuentra el argumento del diseño Inteligente que sostiene que ciertas características del universo y de los seres vivos se explican mejor recurriendo a una causa inteligente que por un proceso como el de la selección natural. Los datos científicos de la física y la biología estarían definidos por una sintonía tan fina que no podrían ser el resultado del azar. A esta teoría del diseño inteligente a veces se la describe como el argumento del “Dios de los intersticios”, o del “Dios tapagujeros”. Una designación que remarca la propensión a llenar los espacios vacíos del conocimiento científico con intervenciones especiales de Dios en lugar de aceptar nuestra ignorancia y pensar que algún día tendremos conocimientos o nuevos modelos científicos suficientes para explicar cuestiones como el paso de la materia inerte a la materia viva.
Además, Oliver Bonnassies y Michel Yves Bolloré citan, para defender que la ciencia es hoy en día una aliada de Dios, un montón de científicos que expresan algún tipo de creencia religiosa: desde Albert Einstein y Max Planck hasta George Smoot, premio Nobel de física de 2006, y el cosmólogo budista Trinh Xuan Thuan. Aunque algunos de los científicos que refieren son lo suficientemente serios para distinguir entre su labor científica y su creencia religiosa evitando cualquier extrapolación de la ciencia, al poner a todos los científicos “religiosos” en el mismo saco se obvia esta distinción fundamental entre los científicos que son “cientistas” y los que no.
No hace falta decir que todos los autores citados son autoridades en sus campos, pero eso no es ninguna garantía de competencia en otros campos. Los científicos pueden ser tan analfabetos en el campo de la filosofía y de la teología como lo somos muchos de los que hemos estudiado humanidades en el campo de la física cuántica. Del mismo modo que encontramos algunos filósofos y teólogos extraordinarios que dicen auténticas barbaridades en el campo de la física no es infrecuente que grandes científicos las digan en el campo de la religión. Debemos prevenirnos siempre contra el argumento de autoridad y más cuando esta autoridad sobre determinadas creencias viene no de la inteligencia filosófica o religiosa de un determinado científico, sino de su inteligencia científica.
Estos creacionistas científicos también se hacen eco de diferentes encuestas y estadísticas como la del Pew Research Center, realizada en el año 2009 que muestra que un 51% de los científicos americanos son más o menos religiosos frente a un 41% que se declaran ateos. El único valor que pueden tener este tipo de estadísticas es el de cuestionar el tópico bastante extendido que el cultivo de la ciencia te aparta de dios o los dioses. Louis Pasteur ya decía que un poco de ciencia nos aparta de Dios y mucha nos aproxima. Claro que con la misma convicción podríamos decir también lo contrario: «un poco de ciencia nos acerca a Dios y mucha nos aparta». La cuestión no es si los científicos son creyentes o no creyentes, sino en qué creen. Las estadísticas pueden tener una cierta relevancia para describir la realidad sociológica, pero la verdad de las creencias no depende de la estadística. Jesús, Buda o Nietzsche podrían tener razón aunque nadie más compartiera su creencia.
Ahora bien, aunque las teorías científicas no puedan abonar ni el ateísmo ni la religión ni una determinada espiritualidad, sí cuestionan muchas de las creencias y nos obligan al menos a que no sean infantiles. Pongamos por caso las teorías cosmológicas actuales que prevén que llegará un punto en el que no habrá suficiente energía en el universo para sostener un pensamiento. Sólo habrá partículas subatómicas separadas por distancias intergalácticas que se alejarán en medio de un silencio lóbrego, millones de años después de la desaparición de la vida y de la luz. Puedo efectivamente derivar de ello la reflexión que plantea Dennis Overbye: «Todo lo interesante que ocurre en nuestro universo habrá sucedido en un breve instante, justo al principio. Un inicio prometedor y, a continuación, un abismo eterno. ¡La indefectibilidad y la vanidad de todo esto! En definitiva, un cuento lleno de ruido y furia, contado por un idiota, que no significa nada. ¿Qué debemos hacer de él, de un universo como este? […] Quiero pensar que el último pensamiento del universo será de amor, agradecimiento o admiración, o sobre el rostro de un ser querido, pero me temo que quizás será un improperio» (Dennis Overbye, «Qui dirà l’última paraula de l’univers?» Diari Ara, Traducció d’Ignasi Vancells, 9 de junio, 2023)
Fijémonos, sin embargo, que cuando se dice que todo esto no tiene ningún sentido ni significa nada, estamos utilizando un argumento muy razonable y que puede justificar una posición atea, pero que rebasa la ciencia. Es completamente legítimo sostener que la ciencia no es incompatible con la tesis filosófica materialista o con la creencia atea de que en el fondo el universo no es más que una fuerza indiferente, ciega, azarosa y despiadada sin diseño, propósito, ni orientación ética, siempre que se eviten extrapolaciones que van más allá de lo que el método científico permite afirmar, es decir, de las transformaciones constatables que se dan entre realidades materiales.
Lo mismo podemos decir de dos argumentos que tienden a justificar una posición religiosa: el de por qué hay algo y más bien nada, o en palabras de Stephen Hawking): «¿Por qué el universo se tomaría la molestia de existir?», y el del ajuste fino del universo. En la línea del primer argumento, John Leslie (Infinite minds, Oxford University Press, New York, 2001, pp. 193-194) afirmará que «si hay una serie infinita de libros sobre geometría que deben su contenido al hecho de haber sido copiados de libros anteriores, todavía no tenemos una respuesta adecuada sobre por qué el libro es como es (por ejemplo, trata sobre geometría) o por qué hay un libro en absoluto. La serie completa necesita una explicación». En la línea del segundo, del ajuste fino de las leyes naturales, ya hemos señalado los principales argumentos (principio antrópico y diseño inteligente). Se sostiene que hay una especie de impulso hacia la complejidad del universo, hacia un proceso de organización que lleva a una inteligencia mayor y cada vez más desmaterializada y que la probabilidad de que esta mayor complejidad sea producto del puro azar es casi nula.
Tan razonable (hay que verlo en cada caso) puede llegar a ser una metafísica, “teoría filosófica de la realidad”, materialista como una metafísica creacionista. Tan legítima es desde la apertura de la razón la tendencia de las creencias religiosas a defender que el universo tiene un cierto significado y sentido como la tendencia de las creencias ateas a sostener que no tiene ninguna. El problema es hacerle decir esto a la ciencia, no distinguir las diferentes vías de la razón hacia el fondo de la realidad y seguir considerando la ciencia como el único faro del conocimiento.
En conclusión, los datos científicos cuestionan la credulidad, las creencias superficiales, pero quedan siempre abiertas a la razonabilidad de creencias últimas muy diferentes. Nadie, ni ateo ni religioso, puede utilizarlas para llevar el agua exclusivamente a su molino, para mandar la carga de la prueba al otro bando ni para liquidar la duda. Teniendo en cuenta las ciencias, tanto son posibles, argumentables y verosímiles concepciones religiosas como concepciones ateas. Hay que insistir que las creencias, sean del tipo que sean (ateas, agnósticas, religiosas) no son ni tan siquiera una cuestión para la ciencia física y que quien quisiera permanecer dentro de los límites estrictos de la ciencia no sería capaz de responder a ninguna de las principales preguntas que nos hacemos (sobre la vida y la muerte, el ser y la nada, Dios o el hombre). La ciencia no agota ni recubre toda la realidad ni es el único camino, “método”, para acceder a ella.
Sufrimos una especie de analfabetismo que nos hace crédulos en muchos campos (político, médico, religioso, artístico, económico, social, científico…). Tenemos muchísima información, pero al mismo tiempo parece que nos incapacite para tomar decisiones, ir más a fondo, y ser menos acríticos. La ciencia da la impresión de que debería ir asociada con una actitud crítica respecto a toda teoría y creencia, las propias y la de los demás. La actitud crítica no tiene nada que ver con juicios de simpatía o de rechazo, con los “me gusta” o “no me gusta” de las redes y presupone siempre una cierta humildad intelectual: reconocer nuestra ignorancia, estar dispuestos a interrogar, a aprender de las personas con que dialogamos, a adentrarnos en lo que no sabemos y a poner en cuestión nuestras creencias o marcos de referencia fundamentales. Lo contrario del pensamiento crítico es la credulidad: dar poder y autoridad a alguien o a algo por miedo, por pereza, por comodidad u otros factores foráneos a la marcha plural de la razón hacia el fondo de nosotros mismos y de la realidad. La credulidad suele ir de la mano del pensamiento dogmático, que es muy parecido a la rigidez del instinto animal.
Hay que darse cuenta de que el éxito de la propaganda no se debe sólo a sus métodos (dominio de los medios, fakes news, argumentos falaces…) sino en gran medida al encaje de sus mensajes en las creencias de la población. La propaganda es eficaz cuando potencia y confirma valores, prejuicios y creencias previas de las personas. El partido comunista con Stalin, por ejemplo, cambió del internacionalismo al patriotismo cuando vio que este último le daba más réditos. Y Hitler dejó de exterminar enfermos psiquiátricos (1939-1941) por la resistencia que encontró en la población, pero pudo fortalecer su propaganda antijudía y su aniquilación porque ya llovía sobre mojado: las creencias antisemitas eran compartidas por muchos alemanes y europeos.
Por la misma regla de tres, el éxito del cientismo y las explicaciones pseudocientíficas proviene más de la aureola divina con la que muchas personas envuelven la ciencia que de sus divulgadores y promotores. Si criticamos a los divulgadores «pseudocientíficos» pensando que esto solucionará el problema, estaremos condenados al fracaso. Lo que deberíamos intentar es criticar el contenido y las creencias extendidas en la población responsabilizando a cada uno, en su medida, de las creencias que lo habitan y no sólo al líder o portavoz de estas creencias. Esto vale tanto para los divulgadores del creacionismo científico y del nuevo ateísmo como para los líderes populistas de derechas, del medio o de izquierdas. Más que ellos, el gran problema es que se alimentan del caldo de cultivo de creencias de la población.