Arthur Koestler (2023): Escoria de la tierra, Madrid, Ladera Norte.
Arthur Koestler (2023): Ladrones en la noche, México, Fondo de Cultura Económica.
Arthur Koestler (2023): Memorias, Barcelona, Lumen. Arthur Koestler et al. (2023): El dios que fracasó, Madrid, Ladera Norte. [Compilado por Richard Crossman].
La suerte editorial del intelectual húngaro Arthur Koestler en España, cuya obra permaneció relegada a un discreto segundo plano durante décadas, parece haberse rehecho en los últimos años. Además del pequeño ensayo de Jorge Freire sobre la estancia del intelectual húngaro en España durante la guerra, Arthur Koestler: nuestro hombre en España (Alrevés, 2017) y de la reedición de sus antologías de textos políticos y de críticas a los dogmas científicos y filosóficos, En busca de la utopía y En busca de lo absoluto (Página Indómita, 2016 y 2018), Lumen ha vuelto a reeditar sus Memorias (2023). Por su lado, la editorial Libros del KO publicó un inédito en español, El Ártico desde la ventana de un zepelín (2019) y Ladera Norte ha recuperado en 2023 dos de sus textos fundamentales: El dios que fracasó, escrito junto a otros cinco ex-comunistas, y Escoria de la tierra.
Un día de octubre de 1955, Koestler la emprendió a golpes con una mujer hasta dejarla medio muerta. Era una de sus numerosas «amantes en la sombra», una chica con la que unos días atrás había pasado un delicioso fin de semana: Mozart, vino blanco y un paseo por Oxford.
Quince años atrás, Walter Benjamin le había entregado a Koestler la mitad de las tabletas de morfina que consumió para suicidarse en Portbou. Koestler llegó a Lisboa, entregó una de las pastillas a su amigo Manès Sperber y una noche decidió quitarse de enmedio tomándose el resto. No lo consiguió: a la mañana siguiente las vomitó todas.
La historia de su intento de suicidio y de su encuentro con Benjamin se la contó algo más tarde al historiador israelí Gershom Scholem y a su mujer. Ambos consideraron, por la manera aparentemente frívola y egolátrica que tuvo Koestler de explicarles lo ocurrido, que era un sujeto «ruin y despreciable». Scholem escribió a Hannah Arendt una carta explicándole la historia: «Nos contó que Benjamin le cedió la mitad de su morfina, lástima que no fuese más generoso, porque el bueno de Koestler se la tomó toda en Lisboa para vomitarla en seguida, ¡un joven muy sano! Lo único bueno que puedo destacar sobre él es su libro sobre los procesos de Moscú».
Scholem se refería a la novela El cero y el infinito, incapaz de comprender que Koestler no habría podido escribir jamás una obra tan importante sin ese porcentaje de perturbación mental que le condujo a la egolatría feroz, al alcoholismo y a la violencia. Esto es algo que entendió perfectamente el agente de los servicios secretos británicos que observó el interrogatorio al que fue sometido Koestler en la prisión de Pentonville, a la que llegó como refugiado tras haber huido de las autoridades francesas en plena guerra mundial y de haber sufrido varios meses de internamiento en el campo de concentración de Le Vernet. El agente británico concluyó que el escritor tenía un tercio de genio, un tercio de canalla y un tercio de lunático.
La ausencia de uno solo de esos tres ingredientes habría impedido a Koestler ser el «intelectual ejemplar» que el historiador Tony Judt vio en él. Judt incidió, de manera brillante y honesta en Sobre el olvidado siglo XX, en la importancia del genio de Koestler sin regatear sobre sus problemas con el alcohol y las mujeres, sin obviar lo que había en él de lunático y de canalla. Sin embargo, se lamentaba de que Koestler ya fuera un nombre olvidado y su obra más conocida, El cero y el infinito, un libro minoritario.
No obstante, si echamos un vistazo a los libros de Koestler aparecidos en los últimos diez años, hay cerca de ochenta nuevas ediciones, sobre todo en alemán, francés e inglés, pero también en turco, en checo, en polaco, en rumano, en italiano, en sueco, en hindi… y no solo de El cero y el infinito o de sus libros autobiográficos, sino también de otras obras más arriesgadas desde el punto de vista editorial (o sea, comercial). Sin ser exhaustivo, en Francia han aparecido varios libros de ensayos, entre ellos el dedicado a Palestina, pero también El yogi y el comisario, así como Los sonámbulos, un volumen que incluye su fabulosa y entretenidísima biografía de Johannes Kepler, mientras que en Turquía y Hungría —también, de nuevo, Francia— ha visto la luz su apasionante libro sobre los jázaros (en español, El imperio kázaro y su herencia). En alemán y en francés, además, ha aparecido una curiosa novela inédita, Die Erlebnisse des Genossen Piepvogel in der Emigration (Las experiencias del camarada Piepvogel en el exilio), cuyo manuscrito fue hallado por Henrik Eberle y Julia Killet en un archivo ruso.
¿Tenía razón Tony Judt? ¿Es Koestler un autor olvidado? No lo parece desde un punto de vista global, y muy especialmente europeo y, sin embargo, esa es la sensación que transmite el panorama editorial en español. En Hispanoamérica solo han aparecido dos títulos en los últimos diez años: en Chile, Los sonámbulos; y en México la novela Ladrones en la noche, donde habla de la persecución de los judíos y de la «ética de la supervivencia» (de la que Anthony Burgess dijo: «Si el poder corrompe, lo contrario también es cierto. La persecución corrompe a la víctima, aunque quizás de maneras más sutiles y trágicas»).
España, por su parte, salva algo más la cara. La editorial Página Indómita ha recuperado los dos libros de ensayos selectos publicados en su día por Kairós, En busca de la utopía y En busca de lo absoluto. Por su parte, Libros del KO publicó un inédito en español, El Ártico desde la ventana de un zepelín, la mitad del libro Von weißen Nächten und roten Tagen (Sobre noches blancas y días rojos), sobre sus andanzas por la URSS entre 1931 y 1932. Además, Jorge Freire publicó una obra centrada en las andanzas del intelectual centroeuropeo por nuestro país: Arthur Koestler, nuestro hombre en España.
Ladera Norte, editorial de nuevo cuño, ha sido quizá la más valiente a la hora de apostar por Koestler, con la publicación de Escoria de la tierra, el libro autobiográfico sobre la odisea francesa que terminó, a salvo, en Pentonville, y además con El dios que fracasó, un libro compilado por Richard Crossman en que se incluyen textos de seis excomunistas: André Gide, Ignazio Silone, Louis Fischer, Richard Wright, Stephen Spender y, por supuesto, Arthur Koestler.
De alguna manera, Koestler sigue vivo en el mundo occidental y su llama no termina de extinguirse. Su escritura es apasionada, pero sobre todo lúcida y limpia, con destellos de un fino sentido del humor incluso cuando trata momentos oscuros de la historia de Europa. Tan insondable es su inteligencia como su humanismo, y es de agradecer que un puñado de hombres se empeñen en volver a publicarlo y otro buen puñado eche mano al bolsillo para comprar sus libros, fundamentales para iluminar el presente aunque fueran escritos hace más de setenta años.
Koestler, nacido en 1907, era un hijo de un tiempo y de un lugar. Era un intelectual continental, nítidamente centroeuropeo. Su madre fue amiga y paciente de Sigmund Freud y Koestler acudió a las teorías freudianas para explicarse primero a sí mismo: su extremada timidez, su complejo de inferioridad, sus depresiones, sus pulsiones suicidas y sus inclinaciones políticas (hoy, probablemente, se habría detenido en los estudios de genética evolutiva —pienso en Richard Dawkins— para comprender lo que entonces buscaba en Freud).
Lo abarcó todo. Cuando Anthony Burgess escribió su novela Poderes terrenales, se valió de su protagonista, un viejo escritor homosexual, para ubicarlo en los «momentos estelares de la humanidad» durante el siglo XX. Koestler se valió él solo para hacer lo mismo: en 1926 trabajó en un kibbutz en Chefziba. Diez años más tarde se encontraba en España durante la guerra civil y visitó ambas zonas: sufrió los bombardeos de Madrid con verdadero terror, fue detenido por los franquistas en Málaga y permaneció varios meses preso en Sevilla. Vivió en propia carne la ocupación de Francia, pasó por el campo de concentración de Le Vernet y logró ser conducido a Inglaterra, donde se enroló inmediatamente en el ejército.
Tras la guerra, capitaneó la lucha ideológica contra el comunismo con la creación del Congreso por la Libertad de la Cultura, y cuando ya había dicho y escrito todo lo que podía decirse y escribirse sobre la política de su época, dedicó parte de su fortuna a ayudar a los intelectuales que huían del totalitarismo comunista y su tiempo a las inquisiciones científicas sobre los fenómenos paranormales, lo que le granjeó cierto descrédito con el tiempo, un descrédito que renació tras su suicidio en 1983 junto a su mujer Cynthia: muchos sospecharon que había obligado a su esposa a morir con él.
La influencia política de Koestler, su crítica del totalitarismo comunista y su firme defensa de la verdad, quedó definitivamente plasmada en el libro de ensayos El rastro del dinosaurio (1955), en el que incluyó «El derecho del hombre a decir no» —el manifiesto final del Congreso por la Libertad de la Cultura— y «Por una legión europea de la libertad», una propuesta para crear un ejército europeo.
Aunque Koestler concibió El rastro del dinosaurio como su particular «adiós a las armas» al mundo de la política, se vio tentado a regresar al ruedo mediático para exponer su visión acerca del comunismo y la guerra fría. Una de esas veces ocurrió a finales de 1960 por mediación de un inadvertido intelectual polaco exiliado en los Estados Unidos, Witold Sworakowski.
Sworakowski trabajaba en la Hoover Institution, en la universidad de Stanford, con la preparación del último capítulo de la serie documental The Red Myth, producida por la cadena californiana KQED. La serie presentaba la historia del comunismo adaptada para el norteamericano medio, sin intenciones propagandísticas aunque el sesgo fuera, naturalmente, anticomunista. El guion se fundamentaba en frases literales de Marx, Lenin, Stalin, etc., y los capítulos consistían en dramatizaciones protagonizadas por actores profesionales (una curiosidad: el personaje de Stalin fue encarnado por Henry Leff, quien en la película de Woody Allen Toma el dinero y corre hizo el papel de padre del protagonista, oculto tras unas gafas, nariz y bigote postizos).
La serie tuvo cierto éxito y fue emitida por numerosas cadenas de todo el país, aunque la crítica no se tomó muy en serio a unos prohombres soviéticos que hablaban un perfecto inglés. Hoy en día, resulta un tanto ridícula, no tanto por el guion como por la anticuada puesta en escena.
El último capítulo incluía una pequeña entrevista a varios renegados del comunismo. Sworakowski había elegido a Benjamin Gitlow, antiguo miembro del partido comunista norteamericano y colega en su día del escritor John Reed; a Leonhard Frank, que si bien no fue un renegado como tal porque nunca perteneció al partido, era anticomunista y conocía muy bien el mundo soviético desde sus raíces; al español Enrique Castro Delgado, primer comandante del 5.º Regimiento durante la guerra civil y posterior renegado del comunismo, y finalmente a Arthur Koestler.
Koestler decidió aceptar la invitación de Sworakowski. Pero, a la hora de preparar su intervención, se dio cuenta de que el tiempo que le pedían, no más de seis minutos, era absolutamente inviable para poder expresar sus ideas con una cierta profundidad:
Londres, 26 de diciembre de 1960
Estimado Profesor Sworakowski:
Muchas gracias por su carta. Aprecio las molestias que se ha tomado para explicar en detalle el trabajo del Instituto. Lo cierto es que visité Stanford en 1948 y conozco el trabajo admirable que hace el Instituto.
La razón de mi aparente falta de cooperación es puramente personal. En 1955 publiqué un volumen de ensayos en cuyo prefacio dije que después de haberme ocupado del comunismo durante un cuarto de siglo, no escribiría más sobre el tema y me centraría en otros asuntos. He cumplido estrictamente mi palabra en estos cinco años. Acepté en principio su invitación a participar en el programa porque pensé que solo implicaba repetir lo que había expuesto extensamente en mis libros. Pero cuando traté de formular mi discurso me encontré frente a un bloqueo psicológico precisamente porque no podía comprimir en cuatro o seis minutos, sin poder hacer otra cosa que simplificar en exceso, lo que traté de decir en varios volúmenes. No dudo que otros puedan hacerlo; ocurre simplemente que yo no puedo.
Espero que pueda entenderlo y disculpe las inconveniencias causadas.
Con mis mejores deseos, le saluda atentamente,
Arthur Koestler
Efectivamente, Koestler continuó su labor intelectual fuera del ensayo político, pero hizo pequeñas incursiones televisivas y radiofónicas para hablar de sus experiencias. En 1961 fue entrevistado por la emisora canadiense CBC junto a sus compañeros de El dios que fracasó (con la excepción de Gide, que ya había muerto), para hablar de su experiencia como comunista y renegado, y en septiembre de 1966 apareció ante las cámaras alemanas para ser entrevistado por el crítico teatral Friedrich Luft en el programa Das Profil, donde habló cerca de media hora acerca de su vida. En noviembre de ese mismo año, participó en el documental Crusade to Spain emitido de nuevo por la CBC, donde habló de la guerra civil española junto a Stephen Spender, entre otros intelectuales que habían vivido la contienda y que fueron entrevistados por el periodista inglés Malcolm Muggeridge, otro renegado del comunismo, desencantado y asqueado de la ideología salvadora del ser humano tras haber visitado Rusia y haber conocido de primera mano la implicación soviética en la hambruna de Ucrania.
Sin duda, Koestler mantuvo su presencia mediática mientras se dedicaba a sus extraños libros de ciencia y paraciencia, y no solo en radio y televisión sino también en la prensa, donde publicaba regularmente sus artículos. Aunque estaba alejado de la política, sus polémicas nunca hicieron olvidar sus orígenes como militante de las huestes de la libertad. Ambas cosas estaban curiosamente mezcladas en su cabeza. Al fin y al cabo su única obsesión era la salvación del hombre, como explicó Anthony Burgess en la necrológica que dedicó al húngaro: «En sus últimos años estuvo luchando por encontrar una solución al desastre en el que se encuentra la humanidad. Le preocupaba que los seres humanos parecieran estar hechos de tal manera que no pudieran ser creados sin ser también violentos. Luchó por encontrar una salida al estancamiento: ¿alguna nueva terapia química, tal vez? Su preocupación por la humanidad implicaba una lucha perpetua. Finalmente, se rindió».
Creo que Burgess fue el intelectual inglés que mejor entendió a Koestler. Sorprende que el húngaro fuera citado por escritores que le admiraban, como Martin Amis y Christopher Hitchens, pero que apenas dejaron rastro escrito de los motivos de su devoción. De hecho, hasta el obituario de Burgess ni siquiera está recogido en libro alguno (como tantos otros textos periodísticos suyos, bien es cierto). Es posible que la sombra de su violencia pesara demasiado como para levantarla y aventar el vaho mefítico que desprendían sus alteraciones alcohólicas, aunque esas reticencias a hablar en profundidad sobre Koestler quizá tuvieran más que ver con su polémico suicidio. Encarados ante su figura, quedaron más estremecidos por el espanto del tabú que por la fuerza del tótem.
En cualquier caso, y al menos desde el punto de vista político, su obra maestra no fue un libro sino el Congreso por la Libertad de la Cultura, que cerró desde la tribuna el 29 de junio de 1950.
El Congreso supuso un quebradero de cabeza para los soviéticos y sus compañeros de viaje occidentales, pero también para otros escritores comprometidos de alguna manera con la libertad. Es el caso de Hannah Arendt. La alemana despreciaba a Koestler, como demostró en la correspondencia que mantuvo con algunos intelectuales de su tiempo. Su desprecio llegó al punto de no citar a quien sin duda era el excomunista más conocido, relevante e influyente, en su artículo sobre los excomunistas (Commonweal, 20 de marzo de 1953), en el que puso como ejemplo de ellos a Whittaker Chambers, de quien dice, falseando la realidad, que la sociedad lo había aceptado como su portavoz.
En una carta que envió a Karl Jaspers, Arendt sostuvo que los comunistas utilizaban los métodos totalitarios en sus maquinaciones políticas y en la vida social. En esta carta, Arendt demuestra su desorientación respecto al comunismo (como bien vio en su día Isaiah Berlin) y respecto a la lucha contra el comunismo. Del Congreso por la Libertad de la Cultura le dice a Jaspers que «Dios sabe que nunca ha movido un dedo en este país ni por la cultura ni por la libertad y […] se ha convertido en un punto de recogida de esos tipos», refiriéndose a los excomunistas. También le inquietaba que Jaspers formara parte del presidium del Congreso, y el filósofo se deshizo en excusas que no sirvieron para nada, porque ella continuó arremetiendo contra el Congreso y sus organizadores de una forma tan obsesiva como mezquina («creo que Counts es un alcohólico y sé que es un completo idiota», le decía sobre el educador George Counts). No obstante, dos años después, se mostró entusiasmada por la invitación del Congreso por la Libertad de la Cultura para viajar a Italia. «¡Con todos los gastos pagados!»
El Congreso, sin embargo, sirvió para mucho más que pagarle un viaje por Italia a Hannah Arendt. La idea de sus promotores fue elegir Berlín como manera de poner a los rusos «un infierno a las puertas de su propio infierno». Aunque ha sido desprestigiado por la financiación que tuvo de la CIA, como señala el profesor de Filosofía Gregorio Luri, «la CIA tenía no solo el derecho, sino la obligación, de participar en la guerra cultural, que fue el verdadero frente de batalla de la Guerra Fría, fomentando contravalores que pudieran competir eficazmente con la dogmática del llamado arte socialista».
El éxito del congreso obligó a nuevas convocatorias, pero el primero fue recordado no solo por su impacto simbólico, por aquel infierno que ardió en las puertas del infierno comunista, que no tardarían en cerrarse con el Muro, sino por la reivindicación del mundo libre que Koestler resumió en el grito con el que finalizó la última sesión: «Freunde, die Freiheit hat die Offensive ergriffen!» («Amigos, ¡la libertad se lanza a la ofensiva!»), ante las quince mil personas que llenaban los jardines de la torre de comunicaciones del oeste y tras haber leído un manifiesto de catorce puntos que defendían la libertad intelectual, el derecho a tener y a expresar las propias opiniones, en particular aquellas que difieren de las de los gobernantes, porque, privado del derecho a decir «no», el hombre se convierte en un esclavo.
No tengo la menor duda sobre la necesidad de un nuevo congreso en estos tiempos, con la guerra llamando de nuevo a las puertas de Europa. Lo que motivó el grito final de Koestler continúa vigente en días de tormenta como los actuales, en estos tiempos de tribulación, de miedo, dudas e inquietud ante el porvenir inmediato, cuando el presente cruje bajo nuestros pies como una fina capa de hielo y descubrimos la fragilidad de nuestras certezas, cuando vemos cuestionadas la libertad y la democracia por pequeñas hordas de gentecillas vociferantes y nos resulta difícil explicar qué trayectos errados se han tomado para llegar a esta situación, qué avisos no se han escuchado, qué advertencias se han soslayado en aras de la tranquilidad y la condescendencia con los enemigos de la libertad.
El hecho de que Koestler se siga publicando (y que supuestamente se continúe leyendo) no deja de ser una sorpresa; más que agradable, emisaria del optimismo. Porque de Koestler, de ese hombre que asumió los destinos de Europa en su propia vida, de aquel que fue a la vez canalla, genio y lunático, se puede decir lo que contaba Cunqueiro de uno de los fabulosos personajes con los que poblaba sus libros: «De su boca salieron, en concertadas palabras, mil temblorosas órdenes al mundo: tal es la misión del poeta. Anduvo los viejos caminos que cosieron las tierras y los corazones de antaño, y sin los cuales Europa —es decir, la libertad— no es posible».