Antonio Muñoz Molina (2023): No te veré morir, Barcelona, Seix Barral. [240 pp., 18,90 €]
Ofrecemos a continuación la transcripción inédita de un coloquio celebrado en la Librería Rafael Alberti de Madrid el 21 de noviembre de 2023. Publicada con autorización de los participantes.
Jesús Marchamalo (JM): Vamos a empezar a hablar con Antonio de la vida de los escritores. Hay dos aspectos de la vida de los escritores completamente separados. Ese del trabajo en soledad, en casa durante meses, en el ordenador, escribiendo a mano, el de los lápices, y este otro tiempo de destello, de iluminación, donde el escritor viaja, va, viene, atiende entrevistas, va a ferias de libros, a librerías para encontrarse con los lectores. Por curiosidad: ¿a cuántas presentaciones va Antonio Muñoz Molina?
Antonio Muñoz Molina (AMM): No sé, no llevo la cuenta, pero es verdad que uno tiene un tiempo, que es la parte principal del trabajo, en el que está en su casa, o donde escriba o donde le sirva de inspiración, y luego hay un espacio de exposición pública. Y en esa parte hay algo de responsabilidad. En este mundo en el que el libro compite con tantas cosas, con tantas fuerzas poderosas, tan tiránicas, uno siente la responsabilidad de apoyar al libro y de apoyarlo en los lugares en los que más te importa, los lugares que son clave para el libro, que son las librerías. Yo te puedo decir que procuro siempre, con toda la frecuencia que puedo, si hago una presentación o encuentro, que sea en librerías independientes, porque es el ecosistema del libro, ¿no? Así que la cuestión está en saber que esto tiene un tiempo que tienes que aprovechar lo mejor que puedas, es decir, que aprovechas para encontrarte con gente conocida o desconocida, y para darte un paseo por una ciudad, también para encontrar lectores. Pero eso tiene una fecha límite, porque lo que no se puede ser es el escritor convertido en su propio espectáculo. Eso te degrada en seguida, te convierte en una especie de cuentista (en el peor sentido de la palabra), que hace una gracia en Zaragoza y la repite en Segovia y así va. A mí, cuando lo veo desde fuera, me desagrada. Entonces, procuro someterme a mí mismo a una disciplina feroz de decir: «hay que hacer cosas, y que sean lo más útil para la difusión del libro», y a continuación hay que volver. Pero tienes que ir a tu vida particular.
JM: Hay, como dice Longares, que encerrarse en casa solo a ponerse a escribir. Me encantan esos escritores convertidos en su propio espectáculo. Como frase redunda, pero me parece que define a muchos escritores en los que todos seguramente estamos pensando.
Oye, hay algo de «indefensión», permíteme la palabra que la acabo de encontrar: cuando alguien termina un libro, termina su libro, hay alguien que te lo ha leído —en tu caso Elvira, no sé si tendrás algún lector más—, luego pulsas ese par de opiniones o tres y, de repente, lo mandas a la editorial y quedas completamente indefenso. Muchas veces sabes, descubres cosas de tu libro en las primeras entrevistas, en las primeras presentaciones, en esos primeros lectores que llegan y te descubren aspectos de tu libro en los que no habías reparado. En todo este tiempo que llevas yendo a librerías, charlando con lectores, ¿qué es lo que más te ha sorprendido encontrar de este libro tuyo? ¿Qué es lo que has descubierto a través de la mirada de los demás?
AMM: Muchas veces hay momentos en los que estás firmando libros y se acerca alguien, un hombre o una mujer, y te dice: «a mí me ha pasado eso». Y te lo dice además confidencialmente. A veces también me han llegado parejas: «A nosotros nos pasó eso». «Nosotros dejamos de vernos cuando éramos muy jóvenes y al cabo de mucho tiempo nos hemos vuelto a encontrar». Es curioso, porque yo a eso le doy muchas vueltas. ¿Para qué crees que sirve la literatura? ¿Qué buscas tú como lector en la literatura? ¿Qué buscas en escribir?
Me gusta reducir al máximo, quitar el máximo de vaguedad. Yo lo que busco es conseguir un retrato que sea verdadero del tiempo que vivo y de cómo somos las personas. Cómo son ciertas personas, cómo funciona la conciencia, cómo funciona la memoria, cómo es la vida de cada uno… Para mí lo fundamental es conseguir un retrato de eso. No me interesa mucho la elucubración literaria sobre literatura. Para mí todos los recursos técnicos, por llamarlo así, de la literatura, están al servicio de la expresión de la realidad, de la realidad humana en el sentido más amplio, de la realidad visible, de la realidad de la conciencia, de la naturaleza también. Yo aspiro a hacer un retrato del mundo. Y me gusta la literatura que hace un retrato del mundo y de las cosas y de la gente. Eso es para mí lo esencial. Todos los recursos que están al servicio de ese retrato, que unas veces se hace en la ficción y otras en la no-ficción, y otras en el periódico. Y esa respuesta la he encontrado muchas veces en los lectores que llegan y me cuentan: «a mí me pasó eso». Y a veces son cosas estremecedoras. Hay gente que cuenta cosas muy íntimas.
JM: Interesante lo que cuentas. Nos quedamos de momento con este titular, esa aspiración a contar y retratar el mundo.
Antes hablábamos de los lectores que no han leído la novela y los que sí la habéis leído, y eso supone una situación delicada, porque nunca sabe uno lo que se puede contar de una novela sin interferir en la mirada de ese lector que va a llegar a casa con algo que hemos dicho y de alguna manera ya va condicionado. Vamos a intentar servir a ambos intereses.
AMM: El título ya da alguna pista.
JM: Del título hablaremos ahora porque desde el principio sabía de quién era (no me suele ocurrir, tengo una memoria malísima). En todo caso, ahora hablamos del título porque tenemos un amigo común, amigo nuestro de toda la vida. Antes de ayer le dije: «pues, veo el martes a Antonio, me está encantando su novela», y me dijo: «¿de qué va?». Y le contestó: «pues mira, si vas a la contracubierta va a decir que es una novela de un reencuentro de amantes que después de 47 años vuelven a encontrarse, pero —en realidad— es una novela que va de muchas más cosas; es una novela que habla de los débitos familiares, de la frustración, de las obligaciones que uno contrae con sus contemporáneos, habla de la cobardía» [hay una canción de Silvio Rodríguez que recordaréis, que dice: «los amores cobardes no llegan ni a historias ni a amores, se quedan así» (les podría cantar la canción y tarareársela pero no vamos a entrar aquí en una cosa tan peligrosa)]. Es una novela que habla de muchísimas cosas. No sé si explica el mundo, pero desde luego explica muchas de las cosas que nos ocurren en el mundo.
AMM: Bueno, eso no es algo que yo hiciera intencionadamente. Yo solo tenía un hilo muy incierto, que era un hilo de una historia que me habían contado. Empecé a escribir, y como pasa muchas veces, no sabía si iba a ser un cuento o iba a ser una novela. Quería concentrarme en ese encuentro de estas dos personas, pero según iba escribiendo iban saliendo muchas cosas. Luego me fui dando cuenta de que la novela (ya era una novela) abarcaba mucho, pero no porque me lo hubiera propuesto sino porque surgía así. De pronto, el protagonista tiene un recuerdo de su infancia o se remonta a la memoria de su padre. Eso te lleva desde el presente (que es 2017 o por ahí) a los años treinta. Pero eso forma parte del proceso de esa especie de explosión que yo creo que hay siempre en la creación de una novela. Digo «explosión» porque es algo que surge descontroladamente. Entonces encuentras cosas con las que no contabas. En este caso fue así, lo que ocurre es que también había como una intención inconsciente. No quería que fuera una novela expansiva. Yo he hecho mucha novela expansiva, y está bien, pero aquí sentía la necesidad contraria, quería que fuera una novela comprimida, muy contenida. Esa era la intención en la que trabajaba y de algún modo fue saliendo así. Y efectivamente como tú dices, trata de ese amor, pero también trata de otros personajes que aparecen y de otra voz narrativa que cuenta su propia desgracia y su propio desgarro. También trata del asombro de salir de España y llegar a Estados Unidos, y de la enfermedad.
Qué maravilla que la novela (digo la novela como arte, como género) es un arte que me gusta cada vez más, como lector. La capacidad de concentración del mundo que tiene la novela creo que es algo a lo que estamos muy acostumbrados y no nos damos cuenta de lo extraordinario que es, de la extraordinaria invención que es. Porque, efectivamente, en 200 páginas de pronto pensé: «bueno, esto es una novela de 200 páginas que también tiene una novela histórica, porque en esas páginas está contenido desde casi finales de los años 20, casi un siglo la vida de los personajes. Y hay dos países, hay mucha gente dentro la novela, está la música». A ver qué arte tiene esa capacidad de síntesis. Claro, pueden decir: «interesadamente está celebrando el oficio al que se dedica»; pero a mí me parece asombroso.
JM: Pero interesadamente está bien —que es una palabra que has puesto tú sobre la mesa. Nos van a permitir que interesadamente hablemos bien de nuestro oficio. Luego volveremos al contenido, pero me gustaría hablar del título, porque yo creo que hace un año, en nuestra entrevista en la tele, adelantaste que se iba a titular así: No te veré morir. Es muy importante el título, porque es la primera frase, ese destello que anuncia a los lectores el contenido de la propia novela. Y me hablaste de este título y me encantó, porque rápido dije: «es un verso de Idea Vilariño»; a quien no sabía que habías conocido (por cierto, el otro día vi una entrevista tuya de televisión en la que habías coincidido con ella). Idea Vilariño es una fantástica poeta que mantuvo una relación que los expertos en historia de la literatura tachan de turbulenta —y debía ser así como mínimo— con Juan Carlos Onetti, una relación extremadamente turbulenta. Háblanos de Idea Vilariño y de Onetti, porque es tu escritor favorito. [Estuve hace poco en su biblioteca y me enseñó de los pocos libros que había robado en su vida, y me dijo: «mira este, El astillero de Onetti, lo robé en una casa, porque no lo iban a leer»]. Háblanos de ese encuentro con Onetti, de ese mundo de cuando lo fuiste a visitar.
AMM: Bueno, Idea es una de las grandes poetas del siglo XX en lengua castellana. Ella, como Onetti, viene de un mundo muy peculiar, que es el mundo uruguayo, un país que tuvo un gobierno laico progresista, casi socialdemócrata desde el principio del siglo XX: la separación entre Iglesia y Estado, la igualdad entre hombres y mujeres, la educación pública… Todas esas cuestiones que nosotros pensamos que son europeas y muy escandinavas, empezaron en Uruguay a principios del siglo XX. Entonces, tanto Idea como Onetti vienen de ese mundo. Ella era una poeta extraordinaria y alguno de sus mejores poemas están inspirados por la relación que tuvo con Onetti, igual que algunos de los libros o los cuentos, los relatos que escribió Onetti están inspirados por ella. La gran novela corta de Onetti, Los adioses, tiene mucho que ver y está dedicada a Idea Vilariño. Yo tuve la suerte de conocerlo a él, que era mi maestro en muchos sentidos, era un maestro generoso (hay maestros que no son generosos, que son soberbios). Y cuando murió, me invitaron a Montevideo, a un homenaje nacional, y allí conocí a Idea. Aparte de admirar su poesía, admiré otra cosa, que era su mirada. La mirada de Idea Vilariño a mí me estremeció, porque era de una mujer muy mayor, con una fuerza como si el tiempo no la hubiera gastado; era la mirada de una mujer de 30 años, pongamos por caso; es decir, era la mirada de alguien que no renuncia a nada. Tenía una mirada fulminante. Y además tuve que sostenerla porque discutí con ella bastante; era una mujer políticamente muy radical, y como muchas personas de la izquierda latinoamericana y la izquierda europea, tenía extrañas ideas sobre ETA. Eran los años en los que ETA mataba más. En Uruguay había refugiados de ETA. Hay una cierta izquierda para quienes alguien con una pistola o con una metralleta le parece un héroe. Entonces tuve que explicarle a ella y a varias personas más en una cena bastante tensa, tuve que explicarle las cosas. Y al cabo de muchos años, esa mirada volvió a salir, es la mirada que tiene la protagonista de esta novela.
JM: Antes, cuando me definías la mirada, estaba pensando: «es la mirada de la protagonista del libro». Estando aquí Javier Lostalé da un tremendo apuro leer un poema, porque uno siempre está lejos de las facultades para la poesía de Lostalé, pero he traído aquí dos páginas (poema Ya no, de Idea Vilariño) que confío en ser capaz de leer sin torpeza:
Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.
Es un poema conmovedor y de una aspereza por el amor, por el desamor absolutamente insólita y grandiosa, es un gran poema, y de ahí surgió este título del libro. He leído que contabas que habías leído poesía mientras escribías el libro para buscar esa contención esencial. Y nadie te ha preguntado, o si te han preguntado no lo he encontrado, ¿qué leías? Háblanos de esa provocación de la poesía que leías.
AMM: Cuando empecé a escribir este libro lo hice a ciegas; era como un fervor que no sabía hacia dónde iba. Lo que sí sabía era que necesitaba leer poesía. ¿Por qué? Porque necesitaba esa mezcla de concentración y de arrebato o de fluidez, como de corriente continua que hay en la poesía. Leí a mucha gente, leí a César Vallejo, a Walt Whitman, a Idea Vilariño, a Louise Glück, a Thom Gunn (este hombre que había sido un gran poeta cuando llegó la epidemia del VIH y la gente empezó a morir en San Francisco, donde vivía, que era la comunidad gay, a la que él pertenecía. Entonces su poesía, que había sido una poesía muy formal, de pronto adquirió una torrencialidad; era como Jorge Manrique, como el Eclesiastés). Leí a mucha gente, a John Ashbery también, otro poeta muy alucinado. Era como si necesitara ese alimento, esa nutrición que te da la poesía: la intensidad y la concentración y la fuerza narrativa. Leí mucho poema narrativo.
JM: Hay algo en lo que creo que estaremos de acuerdo todos, es que uno nota cuando se transita por la gran literatura. Creo que es un libro maravillosamente escrito. A mí me regañan mucho cuando lo digo por la radio de cualquier libro, porque todos, a veces, torpemente, damos por supuesto que todo el mundo escribe grandes libros, que hay gran literatura detrás y no es verdad. Llama la atención lo bien que está escrito este libro. Recordaba esa anécdota que cuentan de Valle Inclán cuando entra en uno de aquellos cafés decimonónicos y dice: «hace un frío», hace una pausa y todo el mundo espera ese adjetivo con el que va a señalarlo («gélido») y de repente Valle Inclán dice: «hace un frío argentino», argentino en el sentido de la palabra, del argento de la plata, ese frío gélido que él señalaba a través de ese mundo aristado y tintineante de la plata.
Hay frases que he subrayado, que he anotado: «la luz mezquina de una bombilla colgada en una cuerda», «afectados por la epidemia terminal del tiempo», «vestía con una dignidad entre administrativa y funeraria». No son palabras ostentosas, de estas caras que compra uno en los mercados de las palabras, pero sí hay una elegancia. Me ha encantado, porque lo cuenta de la faja Eva Cosculluela en El Heraldo de Aragón: «una enorme sensibilidad, una prosa hermosísima y una elegancia que sólo está al alcance de los grandes narradores».
AMM: Muchas gracias.
JM: Háblanos de cómo trabajas. Todo parece fácil cuando lees una novela de este tipo y me da la impresión de que hay infinito trabajo detrás. Te vi el otro día escribir en un cuaderno con un lápiz. Compartimos pasión por las plumas (me compré esta porque vi que tenías una igual, a ver si se me pegaba algo, pero no). ¿Cómo es ese trabajo? ¿Cuidadoso, reiterado, corriges mucho? ¿Buscas mucho esa palabra precisa, «argentina», como el adjetivo de Valle Inclán?
AMM: Yo creo que no se debe buscar demasiado. Si buscas, si te detienes a buscar, no te da tiempo a hacer lo que tienes que hacer. Yo creo que mi actitud hacia eso es dejarme llevar por la intención. Yo necesito tener un impulso, necesito una propulsión. Esa propulsión de la soledad, haber encontrado una primera frase, haber encontrado un tono, como un hilo, un hilo que seguir. Y lo que hago es que me dejo llevar, que procuro no quitarme la contaminación –a no ser que lo haga a conciencia de las palabras o de las expresiones trilladas–, digamos; es decir, de los adjetivos que llevan velcro, porque van siempre con el mismo sustantivo. Me acuerdo una vez que estaba leyendo a un novelista muy refinado y decía un personaje: «se le cayeron los palos del sombrajo». Qué asco. Claro, tú puedes usar la jerga, puedes usar muchos tipos de lenguaje, eso es legítimo. Pero lo usas dignamente, a conciencia. Lo que no puedo decir es… «la ciudad condal», ¿no? «No, es que he dicho aquí Barcelona». Bueno, pues repite Barcelona. O «el gigante asiático». Cuando yo veo un escritor de nombre, con una gran firma, que dice «el gigante asiático», digo: «pero hombre, vamos a esforzarnos un poquito». Vamos a no dejarnos arrastrar por la inercia barata. Eso es como un instinto que creo que tiene que ver con la vigilancia de la poesía. Entonces, yo lo que necesito es un impulso, necesito sentir una corriente que me lleva. Una vez encontrada esa corriente, trabajo y trabajo, lo más rápido que pueda. Claro, lo más rápido que pueda según se me vayan ocurriendo las cosas. Lo importante es cubrir el territorio ese. Y una vez que eso está hecho, reposa y vuelves, y ahí trabaja con el otro lado del cerebro, que es con pleno control en cada frase, palabra por palabra. ¿Qué pone aquí? ¿Este adjetivo es necesario o sobra? ¿Esto se puede decir mejor? Y ahí ya, en esa parte, al principio solitaria, y luego con la ayuda de los demás, de las personas cercanas que me leen: mi mujer y mis hijos (yo tengo la suerte de tener buenos hijos e hijas, que son excelentes lectores), termino la novela, y una vez que he hecho esa limpieza lo imprimo y se los dejo a leer. Y una vez hecho eso, pasa a mi editora en español y a los correctores profesionales. El corrector profesional, en este caso, por ejemplo, de una novela que está escrita tan torrencialmente, observa una cantidad de cosas de las que yo no me he había dado cuenta: él te dice, por ejemplo, «en la página 14 dice que se asoma a la ventana y se ve un patio y en la página 96 dice que se asoma a la ventana y pasa el tráfico». Te puede pasar eso. Ese tipo de cosas solo las ve un profesional de la corrección y de la edición. Entonces, esta gente ya te ha dado una ayuda enorme. Así pues, fíjate que la primera fase es rápida y solitaria, digamos, y la segunda es muy lenta y acompañada.
JM: Qué importante reivindicar las tareas que tienen que ver con el mundo del libro. Estamos aprendiendo de unos años a esta parte y descubriendo la cantidad de gente que hay detrás de un libro, porque hay quien imagina que un día terminas el manuscrito en Times New Roman de cuerpo 14, lo mandas y ya está, y no es verdad. Al mandar el manuscrito en cuerpo 14 Arial o Times New Roman es cuando empieza el trabajo para un sinnúmero de profesionales que hacen que eso se convierta después en un libro: seleccionan una imagen de cubierta, te discuten un título, te buscan un tipo de letra y de papel o que se haga una traducción, etcétera, etcétera.
AMM: Imagínate cuando además interviene un traductor. Recordad cuando llegó la demagogia de lo gratuito y de la piratería, lo más moderno que había era robar. De pronto era guay robar… El escritor tiene que compartir su trabajo, el trabajo del escritor implica mucha gente. Implica muchos puestos de trabajo. Y aquella demagogia lo único que conducía era a la primacía de Amazon y a que no fueran sostenibles lugares como este. A eso era a lo que aquello conducía. Por eso, creo que por razones estéticas y por razones éticas es muy importante que nombremos, al hablar de un libro, a toda la gente que participa en el proceso creativo. La página que está leyendo el lector es una página en la que ha intervenido mucha gente.
JM: Brindamos por eso, sin duda lo hacemos. Oye, me han encantado varias cosas: lo de la demagogia de lo gratuito, lo del adjetivo con velcro. Hablabas del arranque, de esa frase que arranca la novela, una frase fantástica: «Si estoy aquí y estoy viéndote y hablando contigo, esto ha de ser un sueño, dijo Aristu mirando a su alrededor con asombro, con gratitud…». Podría esperar a que hubiera un primer punto para cerrar la frase, pero tendríamos que irnos hasta el final de la primera parte, porque con este arranque de esa frase que acabo de leerles, se vino arriba Antonio Muñoz Molina, y es una oración que, dicen muchos periódicos, es una frase que ocupa 63 páginas y que te deja al principio una desazón lectora; no sé si la compartíamos, porque uno no está habituado a que haya un punto tan tarde. Es como una especie de plano secuencia para el cine. De repente, ha hecho un plano secuencia que lleva —dicen los críticos— una oración «sinuosa y al tiempo deslumbrante» en estas primeras 63 páginas. ¿Cómo fue? Porque es una experiencia no actual.
AMM: Fue así, fue saliendo. Iba saliendo… Además, piensa que escribir es muy barato.
JM: Eso es verdad.
AMM: Es muy sencillo porque es muy barato. Necesitas, en último extremo, un papel y un lápiz. No necesitas ni un bolígrafo. Entonces, tú puedes permitirte libertades que otros no se pueden permitir. Y en este caso, yo fui de algún modo sorprendido por esta corriente. Que después, dices, tiene que ver con el hecho de que lo que estás queriendo mostrar son dos cosas: por una parte, un estado febril de conciencia de este hombre que está acercándose al encuentro con la mujer a la que no ha visto en medio siglo, y está caminando por Madrid, recién llegado de Estados Unidos. Es decir, está en un momento de una intensidad máxima en su vida. Cuando tú estás en este estado tu cabeza va muy rápido. Entonces, yo creo que, de algún modo, eso se reflejaba en esa sintaxis. Y luego también lo que está en esa sintaxis es la propia —podemos usar la palabra— ebriedad. La propia ebriedad de la invención. Yo descubrí que el propio acto de escribir genera sustancias químicas favorecedoras, no necesitas ninguna otra (excepto agua, quizás). Entonces, era así, ese proceso efervescente y torrencial de invención. Yo iba encontrando cosas y descubriendo, y llegaba y paraba. Y al día siguiente volvía. Había algo que para mí sí era muy importante: quería hacer una construcción sintáctica que fuera impecable, es decir, no acumulativa. No acumulativa de simplemente no poner punto, porque pones coma. Con los puntos los periodos empiezan y terminan. En este caso era un solo periodo, una sola oración, frase o como quieras llamarlo. Y salió así. Y no era una cosa de esforzarse por hacer como una virguería, digamos. Es que, como te decía al principio, uno intenta dar la impresión más certera que pueda dar de las cosas. En este caso, lo que yo quería era mostrar eso: esa mente que está completamente poseída y al mismo tiempo quería respetar mi propio proceso inventivo.
JM: Pues hay una primera parte que se lee —estaba buscando la palabra— con cierto ajetreo, hasta que te habitúas a la respiración. Hay mucha música en el libro. Pretende sonar como una composición musical. Si ustedes van a casa de Antonio Muñoz Molina (yo he tenido la suerte de ir un par de veces, o tres), una casa preciosa llena de libros, hay un viejo tocadiscos de los antiguos al lado de la biblioteca, de los de aguja, aquellas que se compraban…
AMM: No es antiguo, es súper moderno. Tengo uno antiguo que me regaló mi padre, pero tengo un plato que es súper tecnológico. Eso ha evolucionado mucho.
JM: A mí me dio la impresión de que era como un mundo antiguo. Bueno, tiene un tocadiscos de los de aguja. Para los que se acuerdan: coges por el codo, tiene una palanquita, lo pones encima de los surcos de los discos… La música está muy presente en el libro de una manera sutil, porque pretendía que el libro funcionara como una composición musical, hablaba de los cuartetos de Beethoven, pero también porque hay mucha música expresamente citada en este libro. Es una parte importante la música en su literatura y en su vida.
AMM: En este caso hay una cuestión, y es que el protagonista tiene una vocación, tuvo una vocación de intérprete de cello. Y en su juventud, su adolescencia, conoció a Pau Casals. Pau Casals, que es uno de los grandes músicos del siglo XX, de una dignidad ética admirable. La música que suena en la novela son suites para cello solo de Bach, que Casals descubrió a los 13 años, con su padre, yendo por los encantes de Barcelona, buscando música en puestos de segunda mano. Y, además, Casals hizo la grabación histórica que sigue siendo un éxito de ventas. Esa grabación está hecha en Londres y en París durante la Guerra Civil española, y terminó en París después de la derrota de la república. Esa música está completamente vinculada a la historia. Y cuando la escuchas, notas esa mezcla de aspereza y de dulzura que tiene el cello. Cuando estás escuchando las suites, hay una continuidad, una continuidad que sube y baja, que parece que de pronto se hace festiva, y luego sombría. Y yo, al escuchar eso, pensaba: «¿Cómo se puede hacer eso escribiendo en prosa?», conseguir esa especie de parada y silencio, y vuelve. Y tú te dejas llevar, no estás pensando en cuánto dura o en cuánto no dura. Es como algo que creciera.
JM: Qué bonito lo que cuentas de ese encuentro con Pau Casals, donde Pau Casals toca el cello, pero no en una sala de conciertos, no en una casa, sino en el campo, y en esa narración sonora se mezclan los sonidos de los pájaros, del riachuelo, del viento…
AMM: Yo le tengo mucha admiración a Casals. Tengo una biografía de él que tiene muchas fotos. En YouTube se pueden ver documentales extraordinarios sobre él. Y entonces vi esas fotos donde estaba Casals con su traje, —porque Casals era un payés catalán que estaba en el exilio (en la Cataluña francesa)—, y hay una foto en la que estaba con su traje, en una especie de huerto, con alpargatas y con el cello (parecía la herramienta de un hortelano). Parecía que el cello salía de la tierra. Y a mí me gusta que las novelas incluyan juegos personales, de sacar personajes inventados con gente que admiro. En una novela, La noche de los tiempos, que tiene mucho que ver con esta, yo sacaba al protagonista de mi novela que iba en coche, a su lado llevaba a Negrín y en el asiento de atrás iba Manuel Azaña. Aquí, en esta novela, fue inventar un momento en el que el protagonista, junto a su padre, atraviesa la España de la posguerra y va a la Cataluña francesa a encontrarse con Casals. Para mí tenía mucha belleza, mucha emoción. Porque, además, el padre del protagonista forma parte de algún modo del establishment cultural del franquismo, y Casals es un exiliado republicano.
JM: Entre estos nombres de personajes históricos que aparecen en la novela está Gerardo Diego, está Lorca, Casals… Dije: «qué bonito poder inventar, idear, imaginar, escribir, sobre ese momento en el que Casals con su traje y sus alpargatas de payés tocaba el cello y que todos podamos de algún modo vivirlo». Es la magia de la literatura de la que hablabas al empezar. Otro escenario es América. La llegada de este personaje, Máiquez, a América, y ese pasmo por ese lugar nevado, inhabitado, donde sales a la calle y no hay nadie, que tiene algo de autobiográfico.
AMM: Mucho completamente. Ese personaje nació de mi propia experiencia. Nació de mi propia llegada. No la primera llegada, pero sí la primera en la que fui a trabajar. La primera llegada para una larga estancia. Entonces, en la novela hay mucho de contrapunto. Sí, los dos personajes masculinos son uno el contrapunto del otro. El primero de ellos, Aristu, llegó a América en el año 67, en el verano del amor y de la explosión del hippismo, la psicodelia y todo eso. Y este hombre llega justo el día en que Bill Clinton estaba tomando posesión. Es mi propia llegada. Yo llegué a Virginia, llegué a Washington, en enero de hace 31 años. Entonces, yo llegué como profesor visitante de la Universidad de Virginia. Y fue el choque de lo nuevo, de lo diferente. Un choque peculiar porque está compuesto de dos cosas en apariencia muy contradictorias, que es un grado máximo de desarrollo económico y comercial, y una presencia también máxima de la naturaleza. La naturaleza que tú ves muchas veces en Estados Unidos es una naturaleza de una dimensión y una fuerza a la que no estamos acostumbrados. Nosotros llamamos río al Manzanares, por ejemplo. Cuando llegas y ves el río Hudson, o esos ríos de los que no sabes ni el nombre, que son los ríos inmensos, y esos bosques y ese vacío tan desmedido… Es un impacto muy grande. Y luego el impacto ya de la vida, del espectáculo de la autopista… Y eso es un choque que da un aprendizaje muy grande porque te produce una mezcla de desolación y estimulación.
JM: ¿Era Nabokov el que decía «benditos detalles» o le estoy asignando la cita gratuitamente? Creo que era Nabokov quien hablaba de lo benditos que son los detalles en la novela… Esta es una novela que está llena de detalles sorprendentes. Por ejemplo, este Máiquez que llega y se deja seducir por el paisaje, descubre ese otro mundo de las personas negras cuando viaja por primera vez en autobús. Estos amantes que en pleno acto sexual se fijan en los sonidos que llegan del otro lado de la calle… Ese personaje, Aristu, que sale de la checa envejecido y que se reconoce con sorpresa por primera vez, viéndose en el cristal de un escaparate de una sastrería. Está llena de pequeños detalles, de miradas minuciosas.
AMM: Esos detalles se me ocurren de pronto. Por ejemplo, esto de la sastrería, se me ocurrió sobre la marcha.
JM: ¡Pero funcionan!
AMM: ¿Sabes lo que pasa, Jesús? Llevas toda la razón en hablar de los detalles de Nabokov. Porque es que de lo que trata la novela es de lo concreto. De lo concreto de las cosas, no de lo general. Por eso, cuando unas novelas en las que los personajes no son personajes, sino que son portavoces del autor, o son estereotipos, eso inmediatamente te repele un poco, ¿no? La novela es lo incidental, es lo detallado, lo concreto. Porque así es como es la vida. La vida no es genérica. La vida es de una precisión máxima, de una especificidad máxima. Cuando tú hablas con la gente… a mí me gusta hablar mucho con quienes han vivido circunstancias históricas que yo no he conocido y me gusta preguntar detalles. Detalles que solo los conoce el que ha estado allí. Y son los detalles reveladores. Entonces, a mí se me ocurrió eso, es decir, este hombre, este personaje, padre del protagonista, un señor monárquico, conservador y civilizado que por las terribles sinrazones y malentendidos de la guerra acaba fusilado en falso, y cuando sale del sitio en el que estaba refugiado al final de la guerra… (yo estaba escribiendo sobre él y de pronto me llegó esa imagen. La imagen de él, que se ve en un escaparate de una sastrería). ¿Por qué es una sastrería? No lo sé, pero tiene sentido, ¿no? Y, es más, el escaparate está roto, porque era una sastrería abandonada, porque es una Madrid apocalíptica del final de la guerra. Entonces, cuando tú encuentras un detalle así, eso como escritor, y creo que como lector, es algo que te gusta. Es como cuando andas por la playa y ves una piedra que te gusta.
JM: Pues, la frase de «benditos detalles» se la podemos asignar a Nabokov y a partir de hoy también a Antonio Muñoz Molina.
Oye, ¿y qué le pasa a Antonio Muñoz Molina con Valdés Leal? Ese pobre que es revolcado por el fango a lo largo de toda la novela, que todo el mundo habla mal de él…
AMM: Cuando estaba escribiendo la novela, resultó que tuve que ir a Sevilla y fui a ver la exposición de Valdés Leal. Yo lo conocía por los dos cuadros extraordinarios del Hospital de la Caridad. Me gustan mucho. Al ir a ver la exposición fui con la mejor voluntad, y vi algunos cuadros que estaban bien y otros cuantos que eran horrorosos… ¿Por qué? En la vida a veces también hay errores. Valdés Leal era un pintor de provincia que trabajaba para la orden religiosa —es que debemos tener en cuenta la suerte que tenía Velázquez para trabajar exclusivamente para Felipe IV, que era un coleccionista de primera calidad—, era un pintor español en Sevilla que tenía que trabajar para los frailes, y tenía que estar pintando martirios y éxtasis, y milagros, y además tenía un taller muy activo, es decir, que mucha gente intervenía en sus cuadros. Así que se me ocurrió que este narrador se dedicara al estudio de Leal, porque parecía que le pegaba. Sí, como esas personas que tienen una carrera académica y que se dedican el estudio de algo, porque es una recomendación del director de su tesis, por lo que sea, ¿no? Y entonces, con el tiempo le va tomando manía. Eso les pasa a los biógrafos, por ejemplo. Hay un biógrafo muy bueno de Saul Bellow, James Atlas, quien le tenía una admiración extraordinaria y acabó tomándole una manía tremenda.
JM: Nos quedan cinco minutos y quiero preguntarte dos cosas. Le encanta a Muñoz Molina escribir sobre dos amantes que se reencuentran y se lo dicen todo. Es maravilloso, ese encuentro final de los dos amantes, que más allá del romanticismo, más allá de los cuidados, se reencuentran y se dicen por primera vez las cosas cara a cara. Hay una cierta complicidad, pero también una cierta realidad en este capítulo donde se encuentran y hablan con franqueza.
AMM: En Si esto es un hombre de Primo Levi, hay un momento en el que cuenta que cuando va en un tren hacia Auschwitz (un viaje larguísimo de varios días) se encuentra con una mujer a la que había conocido antes y sobre la que no da mucho detalle. Estuvieron hablando, claro, yendo los dos adonde iban, y dice: «estuvimos hablando como si ya estuviéramos los dos muertos». Esa no es la cosa esa horrible que se puso de moda en los setenta de «hay que decirlo todo» para hacer daño. No se trata de eso. Se trata de confesarse el uno al otro exactamente todo lo que es importante. Ese tipo de escena a mí me gusta mucho. Hay una grandísima novelista que es George Eliot, que —en muchas novelas suyas— hay un momento en el que se encuentran dos personas, normalmente hombre y mujer, que por las convenciones sociales no pueden decirse aquello que piensan o que sienten el uno hacia el otro. No pueden. A lo mejor es una mujer que está casada, entonces recibe una visita de un amigo de la familia que evidentemente está enamorado de ella y hacia el que ella también siente una pasión. Entonces están ahí, sentados en un salón de estos victorianos, y hay ahí una tensión, una fuerza. Y lo veo en George Elliot y pienso: «qué bien hecho está esto», esto de las personas de uno frente a otro… Generalmente, estamos todos llenos de reservas, ¿no?, de astucia, de querer quedar bien. El hecho de mirarse y decir las cosas, ya te digo, en este plan tonto de los setenta. Me acuerdo que En la noche de los tiempos, cuando estaba escribiendo la novela, ya muy cerca del final había un momento en el que se encontraban dos amantes. Entonces, yo pensé que iba a ser una conversación que se iba a resolver en una página o dos, pero la conversación se extendía y se extendía…
JM: Quedan tres minutos. Te escribí ayer para ver si nos veíamos y tomábamos un café y hoy a las 17.30 h. me respondías diciendo: «como hay confianza, nos vemos directamente en la Alberti y que sea lo que Dios quiera». Pero sí recuerdo que hace años presentaba otra novela tuya, no me acuerdo cuál, y quedamos un rato antes y me dijiste: «pregunta lo que quieras, pero déjame leer». Déjame leer, una página o media página, para que quienes nos acompañen, los lectores, se impregnen del sonido de la lectura de la novela y que los acompañe para siempre.