*Transcripción editada del acto realizado en el Ateneo de Madrid el 21 de marzo de 2025. Revisada por los interlocutores.
Ref.: Diego Gracia (2025): El animal deliberante. Teoría y práctica de la deliberación moral, Madrid, Triacastela. [680 pp., 36,00 €].
José Lázaro (JL): Las personas que no hemos estudiado filosofía de manera sistemática en la universidad, pero tenemos mucha curiosidad intelectual por ella, solemos preguntar a los especialistas qué libro nos recomendarían como primera lectura para acercarnos a los problemas filosóficos. Tras haber leído unos cuantos yo había llegado a la conclusión de que el ideal es el de Manuel García Morente, Lecciones de introducción a la filosofía, del año 1937. Un libro extremadamente claro, esencial, diáfano, quizá porque él lo tuvo que escribir en la universidad de Tucumán, en Argentina, sin libros de consulta, sin biblioteca, y entonces se centró en lo esencial de los grandes autores de la historia de la filosofía y para mi gusto los expuso con una profundidad y al mismo tiempo con una claridad extraordinarias. A partir de ahora yo diré que son dos, el de García Morente y El animal deliberante, de Diego Gracia.
Quiero esbozar un poco las razones de mi afirmación antes de entrar en el diálogo con él. El animal deliberante es un libro que está escrito en la biblioteca, con una enorme cantidad de referencias y de citas, pero tiene esa misma claridad conceptual y esa misma habilidad para centrarse en lo esencial que tenía aquel otro libro de Morente, carente de bibliografía. Esta ha sido siempre una característica de la escritura de Diego Gracia: la capacidad de exponer los temas sin rebajar su nivel, pero con una claridad didáctica que es rarísima de encontrar.
Pero, además, este libro tiene dos facetas distintas. Por un lado, es absolutamente personal, ya que presenta una idea propia que su autor ha venido elaborando desde hace treinta años, el concepto de deliberación, algo que no estaba en ningún sitio tal como aquí ha sido presentado, elaborado y desarrollado. Pero al mismo tiempo, para poder hacer eso, sigue un método que aprendió de Laín Entralgo y se resume en el sintagma «historia y teoría». Recorre toda la historia del pensamiento occidental: empieza por la Ilíada y luego muestra cómo en Sócrates se va formando una cierta manera de pensamiento deliberativo; eso culmina en Aristóteles, pero después la deliberación desaparece de la filosofía hasta el siglo xx. En ese recorrido, Gracia consigue hacer a la vez una historia de lo esencial en la filosofía y una manera nueva y distinta de leerla. Esto lo quiero justificar en diálogo con él, para que no se quede en elogios u opiniones mías. Le voy a pedir algunas aclaraciones y también voy a intentar hacerle algunas objeciones, puesto que entiendo que las objeciones son precisamente lo que permite enriquecer un diálogo y lo que constituye la esencia de la deliberación. No el repetir o el estar de acuerdo, sino el buscar, sobre todo, argumentos contrarios para que la deliberación prosiga. Yo suelo advertir en clase a los alumnos que, digan ellos lo que digan, les voy a llevar la contraria, no porque lo que hayan dicho esté mal, sino porque me pagan para eso, para buscar siempre argumentos diferentes que de alguna manera sigan estimulando el diálogo.
Se podría decir que una idea básica en todo esto es la contraposición entre deliberación y debate. Debate procede etimológicamente de debattuere, batir, combatir, abatir, tiene que ver con enfrentar dos ideologías opuestas, dos posturas que nunca van a ponerse de acuerdo, puesto que lo único que pretenden es cada una superar a la otra y ganarse al público asistente. La deliberación sería lo contrario, sería un contraste de ideas en el cual yo ofrezco mis opiniones, el otro ofrece las suyas, que son distintas y en lugar de ganar el que impone las suyas, gana el que se enriquece adquiriendo ideas nuevas del contrario. Nunca se ha visto en el Congreso de los Diputados que uno le diga a otro del partido contrario «eso que acaba usted de decir está muy bien visto, yo no lo había pensado y voy a votar lo que usted propone». Eso es deliberación, el Congreso de los Diputados es un lugar teóricamente para deliberar en el que nunca nadie ha deliberado por razones que todo el mundo conoce.
Hay que advertir una cosa: la deliberación bien entendida empieza con uno mismo. En la página 17 del libro tú describes cómo todos deliberamos continuamente con nosotros mismos antes de tomar decisiones y sin eso se tornaría imposible nuestra vida. Sueles poner el ejemplo del conductor que tiene que decidir si adelanta o no un camión considerando una serie de factores como la velocidad de su coche, la del camión, el espacio que tiene libre y al final decide hacerlo o no. Este es un ejemplo cotidiano que parece llevarnos a la conclusión de que deliberar es algo que todos estamos haciendo continuamente, es decir, que simplemente moverse por la vida, tomar decisiones, es deliberar. Pero a la vez tu libro muestra que es algo muy difícil de hacer, y por eso desapareció del pensamiento occidental durante 2.500 años.
Diego Gracia (DG): Sí, es así, deliberar es algo que tenemos que hacer todos. Yo acudo con cierta frecuencia al ejemplo de la conducción del coche porque no he encontrado otro mejor. En ese caso, uno tiene que tomar decisiones obligatoriamente: a qué velocidad debe ir, cuándo torcer hacia la izquierda o hacia la derecha, cuándo adelantar al camión, etc.
La deliberación tiene por objeto tomar decisiones. Hay que decidir y el problema es saber cómo debo hacerlo. Por eso es un problema moral, porque aparece el verbo «deber», es decir, qué debo hacer cuando conduzco un coche, qué debo hacer cuando hago cualquier otra actividad. Pero el tipo de razonamientos necesarios para tomar una decisión tiene una característica de la que no nos damos cuenta porque nos han educado mal, no nos han educado en esto. El problema es que el número de factores que intervienen en una decisión es, no digo infinito, pero sí indefinido, y nunca podemos tenerlos todos en cuenta. Cuando tomo una decisión al volante, he de tener en cuenta unos cuantos factores, obviamente, pero no es posible tener en cuenta todos. No puedo saber si se me va a estallar una rueda, si va a tener un infarto el camionero al que estoy adelantando, si me va a salir un perro… Por eso son decisiones con incertidumbre. Yo creo que esta es la primera lección que es preciso aprender.
Todos creemos que tomamos decisiones en condiciones de certeza y nos equivocamos. Todas nuestras decisiones, salvo unas muy peculiares a las que ahora me referiré, son decisiones con incertidumbre. Y el asunto es cómo tomar decisiones correctas en condiciones de incertidumbre.
¿Qué es la deliberación? Desde el tiempo de Aristóteles es el método para hacer eso. ¿Esas decisiones van a ser ciertas? No, porque no he tenido en cuenta todos los factores, que son indefinidos. Serán decisiones prudentes o imprudentes. De tal manera que cuando nuestro hijo nos pide el coche para dar un paseo, le decimos, sí, pero ten cuidado, sé prudente. No le decimos, no tengas un accidente. Le decimos: «conduce prudentemente». Y este es el tema, la teoría de la prudencia.
¿Y qué es prudencia? Es tomar decisiones razonables en condiciones de incertidumbre. ¿Y qué tipo de decisiones son estas? Todas las de la vida. A partir del siglo XVI los filósofos las llaman decisiones sintéticas o juicios sintéticos.
No son juicios analíticos. Todos hemos estudiado un poquito de geometría y de matemáticas y hemos aprendido lo que son juicios analíticos. Yo siempre pongo el mismo ejemplo:
«Dígame usted el teorema de Pitágoras». A lo que contestábamos: «El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos». ¿Y qué decía el profesor? «Demuéstrelo».
Desde la época de los antiguos griegos había una demostración atribuida a Pitágoras. Hace tiempo miré en internet y hay más de 200 demostraciones distintas, pero con una basta. Si se demuestra algo, las valencias son verdad-error. De hecho, el teorema de Pitágoras es verdadero. La teoría de esto la hicieron los filósofos griegos, hace 25 siglos. Pero no nos hemos enterado muy bien. ¿Por qué? Pues porque a nosotros la incertidumbre no nos gusta. Tú hiciste la tesis doctoral sobre Freud y yo estuve en el tribunal. Bueno, pues Freud nos enseñó algo que es fundamental: la incertidumbre a los seres humanos no nos gusta. Nos genera angustia. Y la angustia es un sentimiento inconsciente, dijo Freud. Que dispara unos mecanismos también inconscientes. Se llaman mecanismos de defensa del yo.
Freud le sugirió como tema a su hija, Anna Freud, el de los mecanismos de defensa.
Claro, la incertidumbre genera angustia. La angustia es un sentimiento inconsciente que dispara los mecanismos de defensa. ¿Cuál es el primero? La negación: «No puede ser». Hacemos como el avestruz, metemos la cabeza debajo del ala y nos damos por no enterados. Cuando chocaron los aviones contra las Torres Gemelas, yo estaba comiendo en un restaurante de Madrid y tenía la televisión enfrente. En las calles adyacentes a las torres, los viandantes estaban viendo lo que pasaba. ¿Y qué decían? «No puede ser». Es un mecanismo irracional, pero que utilizamos todos. Tendemos a negar todo lo que nos genera angustia. Es el mecanismo de la negación.
El problema es que gestionar la incertidumbre prudentemente no es muy natural en el ser humano. Lo natural es dar un puñetazo en la mesa y decir: «esto es así porque lo digo yo». Lo otro requiere un gran aprendizaje, requiere conocerse a sí mismo, conocer el inconsciente y trabajarlo. Yo lo he dicho mil veces, hay que abrir la ventana del inconsciente y airearla porque está llena de angustia. Y si actuamos llenos de angustia nos vamos a equivocar en el modo de razonar y en el modo de tomar decisiones.
Hay decisiones apodícticas en las que no es necesario deliberar. ¿Dónde se dan? En matemáticas, nada más. ¿Por qué digo esto con un cierto énfasis? Porque las matemáticas son ideales. ¿Triángulos equiláteros? ¿Dónde están los triángulos equiláteros? Un triángulo que tenga los lados completamente iguales y los ángulos completamente iguales. ¿Quién es capaz de pintar un triángulo perfectamente equilátero? A la teoría del triángulo equilátero, le trae sin cuidado que seas capaz o no de pintarlo. Es una teoría ideal. Pero si bajamos del mundo ideal al real, aquí no hay juicios apodícticos. Y pensar que se puede aplicar el modo de razonar matemático, que es apodíctico, a los juicios empíricos de experiencia, es un gravísimo error, de consecuencias tremendas.
Por eso, el último capítulo del libro trata sobre pedagogía deliberativa. Esto hay que aprenderlo, porque a nadie le sale de forma espontánea. A mí tampoco. En el Máster de Bioética todos los días dedicábamos dos horas a deliberar sobre un caso práctico, porque cuando eso se hace muchas veces, acabas logrando el hábito de hacerlo bien.
Esto no se puede aprender leyendo un libro, tampoco este libro. Hay que hacerlo mil veces. Y hay que conocerse a uno mismo para poder gestionar las decisiones prudentemente. En este tema no hay verdad y error. Hay prudencia e imprudencia. Exactamente igual que cuando voy conduciendo un coche.
Por cierto, las decisiones de los jueces pueden ser correctas o incorrectas. Y si son incorrectas, uno puede acudir a un tribunal superior hasta llegar al Tribunal Supremo, que puede quitar la razón al juez de un tribunal inferior; pero al quitarle la razón no está queriendo decir que lo haya hecho mal. Y las decisiones del Tribunal Supremo, ese depósito de decisiones, se llama jurisprudencia. Los jueces no pueden actuar como un profesor de geometría, haciendo demostraciones. Es un método distinto. El problema es que este método distinto a los seres humanos no nos gusta. Nos gusta el otro, el que garantiza la certidumbre. Y claro, si en la educación primaria o en la secundaria nos hubieran educado en la deliberación, pues sabríamos hacerlo, pero es que no lo han hecho.
Yo lo he tenido que hacer con estudiantes de Medicina, o que ya eran médicos, la mayor parte de las veces. Es decir, cuando ya hay mucho camino andado y los hábitos, las virtudes y los vicios fundamentales están adquiridos.
JL: Has mencionado una distinción que yo quiero poner encima de la mesa. En el primer ejemplo, el conductor del coche delibera consigo mismo; él solo valora los factores a favor y en contra de adelantar a un camión. En otro ejemplo fundamental que has mencionado, una historia clínica se somete a deliberación entre un grupo de profesionales, como hacéis en el Máster de Bioética y como se hace en las sesiones clínicas de muchos hospitales. Este es probablemente uno de los ejemplos más puros de una deliberación, porque ahí cada uno de los presentes da sus argumentos, sus puntos de vista, sus conocimientos acerca de lo que le pasa a un paciente y nadie tiene un interés especial a favor o en contra de lo que está diciendo. Es la gran diferencia con un juicio, donde aparentemente hay la misma deliberación, pero con un abogado defensor y un fiscal y con unos intereses de por medio. Es totalmente distinta una argumentación si es o no interesada. Y no hablemos ya del Congreso de los Diputados, que es en teoría un lugar para deliberar y en el que la deliberación no está ni se la espera. Entonces, esa distinción entre deliberar con uno mismo, como hacemos al conducir un coche, y participar en un grupo en el que varias personas confrontan sus posturas y razonan sobre sus diferencias, de forma desinteresada o no, es una distinción clara y tiene consecuencias importantes.
DG: Importantísimas. La deliberación primera es individual. Todos estamos tomando decisiones continuamente. Vosotros, todos los que estáis aquí, habéis tomado la decisión de venir aquí y a una determinada hora. El ser humano está tomando decisiones continuamente. Y todas las decisiones que tomamos —esa es la función básica de la inteligencia— son decisiones proyectadas, es decir, las tomamos antes de llevarlas a efecto. Por tanto, son proyectos. Yo he proyectado estar aquí a esta hora, vosotros también, José Lázaro ha proyectado decir lo que acaba de decir, etc. En nuestra mente siempre hay un proceso previo a la decisión.
Las decisiones humanas son decisiones proyectadas razonable o racionalmente. Y si no, no son humanas. Claro que hay acciones que no están proyectadas, el sonambulismo, el atolondramiento, el pánico etc. Pero, excepto esos casos, las acciones, si son humanas, suponen decisiones, se toman después de un proceso mental. Voy a estar en el Ateneo de Madrid a las siete y media, etc.
Deliberar es ese proceso mental que tiene por objeto tomar una decisión y llevarla a cabo o no. Lo que pasa es que la deliberación puede ser individual, o bien puede ser colectiva, que es a lo que tú ibas. Y las deliberaciones colectivas son muchísimo más difíciles que las individuales. ¿Por qué? Pues porque, siguiendo a Aristóteles —el padre es él, yo lo he estudiado a Aristóteles y expongo lo que él dijo— en condiciones de certeza se está muy pocas veces, como hemos visto. En el ejemplo de la geometría que ya he puesto, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, se trata de un juicio cierto y verdadero porque puedo demostrarlo. Y sobre lo que se demuestra no se delibera, eso es cierto. Yo no puedo decir al profesor de matemáticas: «Espere, vamos a deliberar». No hay nada que deliberar, o lo sabes o no lo sabes.
La deliberación se da siempre en condiciones de incertidumbre. Y por tanto, aquí no hay, dice Aristóteles, episteme, lo que se traduce al latín por ciencia, en la que sí se dan las condiciones de certidumbre, sino doxa. Y doxa se tradujo al latín por opinión.
Cuando estamos reunidos discutiendo, uno dice que opina tal cosa y el otro dice, pues yo no opino así, yo opino de otra manera. Y la toma de decisiones prudentes, por ejemplo en una sesión clínica de un servicio hospitalario, es un intercambio de opiniones en orden a tomar una decisión prudente sobre un enfermo. ¿Condiciones de certeza? No, son condiciones de incertidumbre.
El problema de la deliberación colectiva, que es al que tú ibas, es que resulta muchísimo más difícil que la individual. ¿Por qué? Porque yo no estoy dispuesto a que tú me quites la razón. Nada más. Unamuno tiene un libro, que se llama Monodiálogos: Yo me lo digo todo a mí mismo. Yo soy el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, decía Unamuno. Y él, de dialogar, no fue capaz en su vida.
Pues esa es una tendencia que tenemos todos. ¿Por qué? Porque en un diálogo, el otro me puede quitar la razón, y eso no me gusta. Y entonces, ¿qué hago? Pues dialogar, pero con la barrera levantada. Por tanto, en condiciones de defensa. Y así no se puede deliberar realmente. Por eso la deliberación colectiva es tan complicada. Hay que educarse. O sea, hay que bajar la guardia. Y si bajas la guardia, te pueden pegar un mamporro. Y tienes que asumirlo. Y tienes que saber que aquel que te está dando el mamporro, te está ayudando. Que por tanto no te está haciendo la pascua, sino que es un colaborador tuyo en ordenar la búsqueda de la verdad.
Esto no es natural. El conducir un coche es más o menos natural, deliberas contigo mismo. Cuando uno no sabe conducir está lleno de angustia y la angustia le hace conducir mal. Hay que tener una práctica, una experiencia. Pero eso es deliberación individual. La deliberación colectiva es mucho más difícil. Porque todos, en el fondo, somos como Unamuno. Nos gusta ser el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y así no se puede deliberar. Esto Freud lo bordó cuando dijo que en el fondo de todo ser humano hay un narcisismo primario que nunca desaparece.
JL: Esa distinción entre la deliberación personal, interna, y la deliberación grupal, colectiva, yo ahora intentaría refutármela a mí mismo —que es un ejercicio básico de deliberación—, planteando que no veo posible la existencia de la primera.
Cuando leemos un libro, de una manera crítica, estamos de alguna forma dialogando con su autor, viendo en qué estamos de acuerdo, en qué no estamos de acuerdo. Cuando reflexionamos sobre un problema, estamos recurriendo a nuestras lecturas previas, a los diálogos que hemos tenido con personas que no estaban de acuerdo con nosotros. Hay unos maravillosos versos de Quevedo que todo el mundo conoce que dicen «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos». Es decir, la supuesta deliberación personal en realidad sería una deliberación colectiva con todos esos otros con los que hemos ido interactuando en el pasado.
DG: Tienes toda la razón. El modelo que yo he expuesto en realidad es demasiado abstracto. No es posible establecer esta diferencia total. ¿Por qué? Porque la deliberación consiste en tomar decisiones proyectándolas. Y el proyecto está lleno de cosas: la historia, la cultura, nuestra biografía, nuestras fobias y filias, todas nuestras ignorancias y nuestros saberes están ahí metidos, evidentemente.
¿Qué debemos hacer? Bueno, lo que uno va haciendo a lo largo de su vida. Si me permitís que acuda a una de mis fuentes, que es Zubiri, creo que él lo explicó de un modo inmejorable. Nuestros actos siempre objetivan valores. El agricultor que cultiva la tierra y produce trigo está creando algo, un alimento. Está, como dicen los economistas con toda razón, añadiendo valor. Todo acto humano añade o quita valor. Si estás tirando bombas y destruyendo la Franja de Gaza pues estás destrozando valores que había ahí. Los actos humanos siempre crean —o destruyen— valores. Cuando se labra la tierra y se produce trigo, eso es una cosa, algo objetivo. Es es lo que llamaba Hegel el espíritu objetivo.
Un ejemplo mejor: Velázquez piensa en el torso de una mujer, la belleza del cuerpo femenino, y decide pintarlo. Y pinta La Venus del espejo. Lo primero que hizo fue valorar la belleza que imaginó, lo cual es una valoración subjetiva. Después la pinta y con ello la objetiva. Y al objetivarse, esa belleza, ese valor, entra a formar parte de lo que llamaba Hegel el espíritu objetivo. De tal manera que Velázquez muere y la belleza queda. Porque la belleza se objetiva, como el labrador objetiva y produce trigo, o el autor de un libro. Todo acto objetiva valores o los destruye, necesariamente. Por eso les llamaba Hegel el espíritu objetivo, porque se independizan del sujeto que los ha hecho. Velázquez se murió y el cuadro sigue ahí. Y todos lo admiramos.
El espíritu subjetivo lo entiende todo el mundo, pero el espíritu objetivo no. Y el espíritu objetivo, decía Zubiri, es un depósito que no vemos, pero en el que vamos metiendo valores como consecuencia de nuestros actos. Por ejemplo, la corrupción. Decimos que hay países muy corruptos. ¿Dónde está la corrupción? Es que Fulanito de Tal hace… Pero no solo decimos que Fulanito de Tal es un corrupto, que también; decimos que España u otro país es corrupto. Por eso dice Hegel que la corrupción se objetiva. Los actos subjetivos se plasman en hechos objetivos. Todos nuestros actos objetivan valores, esto es elemental y es necesario. Y lo que llamamos cultura es el depósito de valores objetivos. Y el problema moral es que yo, con mis actos, voy a añadir a ese depósito cosas. Más corrupción o más valores positivos. Todo acto humano es eso, una objetivación de valores que se van acumulando en un depósito que no vemos, pero que está ahí. Y la vida humana es eso, los actos humanos son eso. Ese depósito es lo que se llama cultura. Cuando un labrador labra la tierra, está haciendo agricultura, está enriqueciendo el depósito objetivo de valores de una sociedad. No sé si esto contesta lo que tú decías.
JL: Claro que sí, lo que pasa es que la cantidad de preguntas que abre cada una de tus respuestas es inabarcable. Yo no sé si he interpretado bien tu libro cuando he entendido en él que deliberar no es lo mismo que pensar, cosa que no me resultó fácil aceptar de entrada. La diferencia entre deliberar y pensar podríamos decir que consiste en que la deliberación evalúa argumentos contrarios buscando la solución más prudente y la respuesta más probable, es decir, uno se mete en una aventura de la que no se sabe cómo va a acabar. Y además la deliberación tiene siempre por objeto actuar, hacer o no hacer. Uno no delibera porque sí, sino que lo hace para tomar una decisión. Eso no ocurre necesariamente al pensar, que es buscar la verdad a través de una cierta lógica que aspira a la certeza. Argumentar con una lógica, o al menos una pseudológica para que nos permita acabar llegando a una conclusión que ya teníamos antes de empezar.
DG: Pues en parte tienes razón. Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, expone claramente lo que es la deliberación. Pero también escribió unos libros de lógica. Y en ellos dice que hay cuatro tipos de razonamiento posibles en la mente humana. Uno es el apodíctico, que ya hemos comentado. El término «apodíctico» ha pasado del griego al castellano sin traducción, pero al latín se tradujo por demonstratio. Deixis es señalar, es mostrar. Y apodeixis es demostrar. Esto lo hemos aprendido todos en matemáticas. Y además nos encanta. ¿Por qué? Porque da certeza. Pero es un tipo de razonamiento que se da en matemáticas y poco más. En la vida práctica no se da. Pero es el que nos gusta y, por tanto, el que muchas veces utilizamos de modo ilegítimo.
Hay otros tres tipos de razonamiento, según Aristóteles. Uno es el dialéctico, cuando ya no estamos en condiciones de certeza, sino de incertidumbre. En los juicios empíricos tenemos que intentar abarcar el mayor número posible de perspectivas para equivocarnos lo menos posible. Porque a la certeza no vamos a llegar, en los juicios empíricos, nunca. Y entonces se llaman dialécticos porque el diálogo, al ampliar el logos, al incluir a otros, hace que el razonamiento sea mejor. El razonamiento compartido, dialéctico, es mejor, porque ya no permite hacer de Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como. Hay que ampliar las perspectivas. Es lo que ocurre en una sesión clínica, y lo que sería un debate parlamentario si los parlamentarios estuvieran bien educados.
El tercer tipo de razonamiento, para Aristóteles, se llama retórico. El término requiere un inciso, porque hoy, cuando utilizamos la palabra «retórica», la entendemos como un dicterio. Decimos de alguien que es un retórico en el sentido de un embaucador. Nada que ver con lo que era la retórica clásica, que se definía como el arte de persuadir con buenas razones. ¿Qué hacemos los padres con los hijos? ¿Qué hacen los médicos con los pacientes? ¿Qué es lo que hacemos en la vida diaria? El razonamiento retórico lo utilizamos continuamente y es necesario. Si yo estoy persuadiendo al paciente para que no fume, estoy utilizando razones. En el fondo, eso es un razonamiento dialéctico. Pero es que utilizo otra cosa: las emociones. Ahora mismo, cuando estoy hablando, estoy poniendo énfasis en unas palabras más que en otras. Estoy tratando de modular emocionalmente lo que digo. Eso es razonamiento retórico, también muy importante. Cuando el razonamiento dialéctico no es individual, sino colectivo, se convierte en retórico por sí mismo.
Y luego hay un cuarto tipo de razonamiento que Aristóteles llama erístico, que es lo mismo que sofístico. Es un razonamiento falso que tiene por objeto dominar al otro, vencerle en una disputa con falacias.
El problema es que toda la enseñanza en el colegio, en la escuela, en la facultad y en todas partes, está centrada en el razonamiento apodíctico; es el único que nos han enseñado. Por eso estamos mal educados y no sabemos tomar decisiones. Y esa es la mejor manera de ir al precipicio, de equivocarnos. Por eso la reivindicación del razonamiento dialéctico y del retórico es fundamental, porque son los más usuales en la vida.
A Aristóteles también le gustaba mucho el razonamiento apodíctico, porque también era un ser humano y, por tanto, buscaba la certeza. Y hay una cosa que él mismo dice y después se repite mucho más, pasando de la especie humana a Dios. Es de suponer que Dios tiene mente, que entiende las cosas. Y la pregunta que se puede hacer es qué tipo de razonamiento es el que utiliza Dios. ¿El sofístico? No parece. ¿El dialéctico y el retórico? Tampoco. Si Dios tiene toda la lógica en su mente de forma actual y plena, todo su razonamiento tiene que ser apodíctico. ¿Y cómo llaman los griegos a Dios? Sofos. Es decir, el sabio. Los seres humanos no somos sofoi, somos, como mucho, filosofoi. Entonces, ¿qué es un filósofo? Para los griegos es el que querría meterse en la cabeza de Dios, si eso fuese posible. No es fácil, pero bueno, se puede hacer un esfuerzo. Ese esfuerzo es la tarea del filósofo.
Esto permite entender una cosa, a la que te has referido antes. Gran parte del libro no es la historia de la deliberación, sino precisamente la historia de la no deliberación. El gran misterio que yo he tratado de explorar en estas páginas es ¿por qué la deliberación la describe perfectamente un señor que se llama Aristóteles y cuando él muere entró en un Guadiana que ha durado hasta finales del siglo xix? Esto es tan enorme que al advertirlo uno se dice que no puede ser, que debe de estar equivocado. Y para comprobarlo he tenido que revisar toda la historia de la filosofía. Y al final mi conclusión es que los filósofos han ido detrás del razonamiento apodíctico como un tonto detrás de una tiza. Ellos y todos los demás.
¿Y cuándo se ha redescubierto el razonamiento dialéctico? Pues cuando en la década de 1840 la Academia de Ciencias de Berlín decidió hacer una edición crítica de las obras de Aristóteles, en griego, claro. Porque el Aristóteles que se conocía era el pasado por la Edad Media, un Aristóteles muy platonizado y muy pasado por el estoicismo. Hay razones históricas, que se analizan en el libro pero no puedo detallar aquí. El caso es que a mediados del siglo XIX un conjunto de helenistas y de filósofos, sobre todo alemanes, empezaron a ver que el auténtico Aristóteles no decía lo que se le venía atribuyendo, sino otra cosa.
Entonces empieza a verse que eso también se daba en su libro fundamental, la Metafísica. ¿Cómo está escrita esa obra, qué tipo de argumentos utiliza allí Aristóteles? ¿Apodícticos? ¡No! ¡Dialécticos!
Pero toda la metafísica posterior ha sido dogmática, a lo largo de toda la historia. Se partía de la doctrina de los grados de abstracción que el propio Aristóteles describe en sus libros de lógica; son varios y en el último está la Metafísica y la Teología. Y entonces se dio por supuesto que la parte más elevada de los grados de abstracción tenía que dar como resultado las ciencias o los saberes más apodícticos. ¿Y entonces qué hicieron? Interpretar la metafísica apodícticamente. Desde el estoicismo hasta la muerte de Hegel, 1831, todas las metafísicas son apodícticas. La filosofía estoica triunfó por goleada y el estoicismo es un sistema dogmático. Así aparece en los libros de Historia de la Filosofía, el dogmatismo estoico. Entre otras cosas, porque inmediatamente la asumieron las llamadas tres religiones del libro: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Los teólogos utilizaron básicamente el razonamiento apodíctico. Y de ese modo la tesis de Aristóteles, nada más nacer, entra en un Guadiana y desaparece prácticamente.
Es la historia de un error, pero de un error inconsciente, porque aquí sí que Freud juega un papel. Es algo de lo que nadie se daba cuenta hasta que se ha destapado hace relativamente poco. Y por eso muchas páginas de este libro están dedicadas a esa historia, que es la historia de la no deliberación en la cultura occidental. Había que explicar este extrañísimo fenómeno.
JL: Que además tiene otras ramificaciones. Si damos unas vueltas a las murallas de Jericó, a las murallas de la deliberación, otra de las perspectivas que nos ayudan a entenderla sería la de echar un vistazo a la prehistoria, al hombre de Cromañón, al origen de la especie humana. Sobre eso tú escribes un párrafo que me parece importantísimo; dice que la deliberación es consustancial al ser humano y por tanto éste ha deliberado desde sus mismos orígenes. Incluso podemos pensar que llegamos a ser realmente humanos cuando fuimos capaces de llevar a cabo esa actividad tan compleja y extraña que es la deliberación.
No hay vida específicamente humana sin deliberación, ni deliberación sin vida específicamente humana. Esto explica que podamos situar sus orígenes históricos en el mismo punto en que se inicia la cultura humana. Sin deliberación no hay cultura. Debió estar presente por ello al menos en el hombre de Neandertal y por supuesto a lo largo de toda la existencia del cromañón. Teníamos ya toda una tradicional discusión sobre cuál es el criterio que nos permite decir dónde empieza el ser humano, cuál es la diferencia específica con los otros animales superiores: se habla de la oposición del pulgar, del descubrimiento, control y manejo del fuego con sus ventajas para mejorar la alimentación, de la aparición de los ritos funerarios y, desde luego, la aparición del lenguaje articulado y simbólico.
En cierto modo, tú estás planteando otra hipótesis distinta sobre la diferencia específica del ser humano: la capacidad para deliberar. ¿Se podría decir que estás dando una nueva respuesta a esa pregunta sobre cuál es el origen filogenético de nuestra especie?
DG: Yo creo que no es nueva, es aclarar un poco algo que me parece elemental. Esto lo decía Zubiri, yo creo que con toda razón: el ser humano se diferencia de los demás animales, incluso de los más próximos a él, por la inteligencia, esa facultad o peculiaridad que es la mente específicamente humana. Zubiri se preguntaba en qué consiste esa mente específicamente humana. ¿En qué consiste la inteligencia? Pues la inteligencia es una facultad proyectiva, es decir, sirve para hacer proyectos. Los animales viven en el presente, porque no proyectan, que se sepa; como no hablan, esto es muy complicado de demostrar, pero parece que no.
En cambio, el ser humano vive en el futuro. Esto Ortega lo decía mucho. Y tiene un término castellano que no existía, que creó él y que Marías también utilizó mucho: el ser humano es un ser futurizo, dice Ortega. ¿Y qué es futurizo? Que va siempre con la mente por delante de los actos. Está siempre pensando en lo que va a hacer, y lo que decide es la consecuencia de esa proyección que antes ha hecho hacia delante. Mentalmente vamos siempre por delante de nosotros mismos.
Esta es la característica, y claro, ¿para qué proyectamos? Para tomar decisiones. Voy a venir aquí, estoy hablando, voy a decir tal cosa. Siempre hacemos lo mismo, ¿no? Y esas decisiones —esto es tremendo, porque precisamente porque proyectamos y tomamos decisiones, estamos lanzados hacia adelante—, esas decisiones que tomamos se vuelven contra nosotros y nos piden cuentas. De tal manera que es como una pregunta seguida de la respuesta. Somos responsables de la decisión que hemos tomado. Ese es el origen de la ética, que es biológico. Si no tuviéramos una mente como la que tenemos, no habría ética. Si no fuéramos seres proyectivos, que nos adelantaríamos mentalmente a las acciones, no tendríamos responsabilidad. Si ahora hay un terremoto que no hemos podido proyectar, pues no tenemos responsabilidad ninguna. Es una desgracia, nada más. Esto es fundamental.
Lo que proyectamos es siempre modificar el medio, hacer algo en el medio. Darwin dice que la evolución biológica es la adaptación al medio y la supervivencia del más apto. El medio va seleccionando genes y va echando a la cuneta todo lo que no considera adecuado. Y esa es la evolución humana. La frase que quedó es la adaptación al medio. Los seres que sobreviven lo hacer porque se han adaptado al medio. Y si no, fuera.
¿Y qué es la inteligencia? Pues es una pequeña modificación que se produce en el proceso evolutivo en el cual, a través del proyecto, el ser humano modifica el medio, en vez de estar adaptado a él, que no lo está. Vean ustedes los documentales de la televisión a propósito de los animales cómo una jirafa pare una jirafilla. La jirafilla a los diez minutos se pone de pie y empieza a andar. Y cuando uno ve lo que pasa en el ser humano entiende eso que los biólogos, sobre todo alemanes, han estudiado tanto: la condición deficitaria, biológicamente deficitaria, del ser humano al nacimiento, que no puede hacer nada. Entonces, el ser humano, para poder vivir, tiene que modificar el medio. Es decir, la adaptación al medio, que era el procedimiento animal, se transforma en adaptación del medio. ¿Por qué vía? Pues la del proyecto, la modificación y la cultura.
JL: Entiendo que todo ser humano delibera, desde el cromañón hasta la actualidad; es ser humano aquel que delibera. Tú dices claramente que los animales piensan, pero no deliberan. Y esto lo ilustra la anécdota del perro de tu vecino, al que te encuentras cuando sales a pasear. Vio que su dueño cogía la correa y empezó a dar saltos de alegría por la perspectiva del paseo, pero a continuación vio que su dueño sacaba la cartilla del veterinario y se le pasó la alegría, pues se dio cuenta de que le esperaban pinchazos y no paseo. Este ejemplo te permite sostener algo en lo que hoy todos estamos más o menos de acuerdo: los perros, de alguna manera, piensan. Es decir, percibe la correa, responde con alegría y juego; luego percibe la tarjeta del veterinario, recuerda algo que ocurrió en el pasado, lo relaciona con lo que va a ocurrir y eso le provoca otro sentimiento, la tristeza. Todo eso es una forma de pensamiento, aunque maticemos que es muy distinta de la del ser humano.
El perro no puede demostrar el teorema de Pitágoras ni escribir un soneto, puede pensar, pero no deliberar. Esa es tu tesis.
DG: El problema de los animales es que nos cuesta muchísimo entenderlos, es casi imposible. Entre otras cosas, porque no hablan, solo podemos utilizar procedimientos muy indirectos de conocimiento de lo que hacen.
Lo del perro que cuento al comienzo del libro me ocurrió con un amigo ya fallecido, desdichadamente, Juan Alcalá Zamora. Tenía un perro espléndido y un día me lo encontré en la calle y el perro estaba mustio, con la cabeza baja y me dijo eso: «voy al veterinario y se ha dado cuenta al verme coger la cartilla; en cuanto se ha dado cuenta, ha cambiado de carácter».
Hoy es tópico hablar de inteligencia artificial y de inteligencia animal. ¿Por qué? Pues porque la inteligencia se puede definir como se quiera. Decidir si los perros piensan depende de lo que se entienda por pensar. Y la definición a la que nos están acostumbrando, sobre todo los psicólogos y los etólogos, es que inteligencia es capacidad de procesar información. Pero si esa es la definición de inteligencia, los ordenadores son inteligentes, ¡qué duda cabe! Lo que pasa es que hay otras definiciones de inteligencia. Y la específicamente humana dudo que se pueda definir como la capacidad de procesar información y nada más. Zubiri define al ser humano como animal de realidades y no parece que los animales aprehendan las cosas como realidades. La inteligencia específicamente humana nos abre a un horizonte nuevo, cualitativamente distinto, que es lo que dice Zubiri, la aprehensión de las cosas como realidades. Los ordenadores o el chat GPT no aprehenden las cosas como realidades. Por ahora no.
JL: Yo quizá terminaría con un par de cuestiones, digamos, biográficas.
Hace cuarenta años yo intentaba convencerte de que nos dejaras reunir en volúmenes, en libros, artículos extraordinarios que tenías dispersos y tú te resistías o te negabas y me decías, recuerdo perfectamente, una recopilación de artículos no es un libro, es un fraude al lector. Un libro es una obra sistemática que se escribe con un proyecto desde el principio hasta el final. A la vista de este libro yo me pregunto, ¿hasta qué punto es una obra sistemáticamente escrita, como Fundamentos de bioética, y hasta qué punto es una recopilación de artículos trabajada para que se aproxime a un libro sistemático.
DG: Pues son las dos cosas. Lo trato de explicar un poquito en el prólogo. Esta es una investigación sistemática que duró bastantes años y que compone el cuerpo central del libro, dividido en capítulos.
Pero a la hora de editarlo, como a la deliberación le he ido dando muchas vueltas y además he ido escribiendo artículos —que tienen la ventaja de ser más cortos y yo creo que más claros— me pareció que poner algunos de los artículos al comienzo y al final podía aclarar el cuerpo sistemático del libro, que, como decíamos antes, es el intento de aclarar la historia de la deliberación en la cultura occidental. Y voy desde el comienzo, desde Homero, hasta la actualidad. Tenía que contestar a una pregunta muy difícil: ¿por qué este procedimiento, que a mí me parece esencial, ha brillado por su ausencia en toda la historia occidental? Y quería curarme en salud antes de editarlo.
JL: Cierro con una anécdota que es sabrosa. Heraldo de Aragón, año 2006, entrevista a Diego Gracia. El periodista termina pidiéndote que formules algún deseo especial y tú respondes: «Hubiera dado con gusto algún año de mi vida por haber conocido a Aristóteles».
Yo siempre te he oído sostener que el conocimiento de un autor está en su obra, en su pensamiento, que poco importan las anécdotas biográficas. ¿Cómo dices, entonces, que habrías dado algún año de tu vida por una conversación con Aristóteles? ¿Qué te hubiera aportado eso que no esté en sus libros? Tú pudiste haber escrito un gran libro de conversaciones con Zubiri y no lo hiciste. Hay ahí algo que me intriga, para intentar llevar el agua a mi molino, pues yo sí pienso que el diálogo, el conocimiento personal, el preguntar cosas que a un autor no se le ocurra escribir espontáneamente, puede ser una vía muy fructífera para enriquecer el conocimiento de su obra.
DG: Yo he tenido mucha suerte en la vida y en un lugar preeminente de esa suerte están mis dos maestros de excepción, que han sido Zubiri y Laín. Y creo que tengo claro lo importante que es un maestro. Una cosa es leer libros y otra es tener un maestro. Y eso, probablemente, solo los que lo hayan tenido pueden saber lo que significa. Contamos con los libros de Aristóteles, lo que nos ha llegado de ellos. Pero a mí tener como maestro a Aristóteles me hubiera parecido una cosa espectacular. Yo, que me vanaglorio de haber tenido mucha suerte en los maestros que me han tocado, oteo en el horizonte otros maestros que no pudieron ser nunca, pero que hubiera deseado que fueran. Entonces, como una especie de deseo insatisfecho dije eso. No recordaba que lo había dicho. Pero, en fin, lo repito.





