Ref.: Diego Gracia (2025): El animal deliberante. Teoría y práctica de la deliberación moral, Madrid, Triacastela. [680 pp., 36,00 €].
En estas reflexiones sobre el monumental libro de Diego Gracia, quisiera presentar sus principales aportaciones y hacer una serie de comentarios para suscitar y proseguir el diálogo filosófico entre quienes estamos interesados en argumentar «en serio», como proponía Karl Otto Apel.
Las principales aportaciones podrían resumirse muy sucintamente en tres ámbitos: 1) la historia del tema de la deliberación, desde sus orígenes en la cultura occidental, a partir de Sócrates, hasta la actualidad; 2) la decisiva interpretación del sentido de la deliberación en la filosofía práctica de Aristóteles y sus diferentes modulaciones en los más diversos contextos, y 3) la propuesta de una innovadora teoría de la deliberación en conexión con la noología zubiriana.
I. Propósitos iniciales del libro
El propósito inicial es desvelar la condición humana. El libro comienza manifestando su propósito de responder a la pregunta por «lo específicamente humano» y la respuesta dice que lo que nos diferencia de los animales es la capacidad de deliberar. La deliberación es ya una «necesidad biológica» para tomar decisiones en situaciones de incertidumbre, para ajustarse y ajustar el medio inteligentemente, transformándolo en función de las necesidades humanas, con lo que la condición biológica se completa con la cultural. La deliberación exige conocer los hechos y estimar los valores de los que están impregnados, a fin de tomar decisiones razonables y prudentes. Este proceso deliberante del animal humano, con base natural (biológica), tiene un carácter moral, que hay que aprender.
Al primer propósito fundamental, se añade el de esclarecer en qué consiste el método de la deliberación moral. Rememorando que la clínica y la ética comparten el mismo método desde el tiempo de los hipocráticos, cabe pensar que el método de la ética procede probablemente del método de la clínica hipocrática. Por su parte, Aristóteles describe la lógica del razonamiento práctico, la toma de decisiones en situaciones de incertidumbre, pensando también en la técnica, especialmente la técnica médica, no solo en la ética y la política. Con el desarrollo de la técnica moderna todavía se refuerza la necesidad de conectar ética y técnica. Pues la técnica moderna permite manipular la realidad de tal manera que «ya no hay límites naturales a la acción técnica del ser humano», por eso «se hacen aún más necesarios los límites morales». Si la barrera ética basada en la naturaleza «ha caído», «eso no significa que haya desaparecido todo control ético» (p. 26).
Otro propósito especial consiste en distinguir dos niveles o tipos de deberes. Puesto que el mundo humano está hecho de hechos, valores y deberes, el método de la ética consiste en deliberar sobre tales hechos, valores y deberes, así como sobre sus posibles conflictos. Aun cuando la «experiencia del deber es prácticamente universal» y «consustancial con la naturaleza humana», hay divergencias con respecto a los contenidos del deber. Entonces, «¿qué es lo que debemos?». La respuesta de Diego Gracia es rotunda: «realizar valores» (p. 36). Estamos obligados por «lo ideal»; por ejemplo, el valor justicia «nos obliga realmente», nos exige su realización, «tiene efectos reales» (p. 36). Lo ideal se impone a lo real, porque lo que falla es la realidad. El conflicto de valores consiste en un «conflicto en la realización de valores»; por consiguiente, los conflictos de valores son en realidad «conflictos de deberes», aunque esto se produce en un primer nivel, «el nivel ideal» (p. 37). Pero hay un segundo nivel, porque la realización de los valores ha de hacerse «siempre en condiciones concretas», en unas determinadas circunstancias, contando con unos medios u otros, y teniendo en cuenta las consecuencias de la decisión que se tome. Hay, pues, dos niveles de obligación: la que exigen los valores ideales y la obligación en cada situación concreta.
Poniendo algún ejemplo como el de que «no debe mentirse», Diego Gracia afirma que ambas obligaciones, la del primer nivel (el ideal) y la del segundo (el de la situación concreta) «son perfectamente compatibles». Sin embargo, a continuación, muestra que «también aquí» se producen «conflictos entre el debería y el debe, entre la exigencia ideal de los valores y las condiciones reales», al que denomina «conflicto de deberes». El conflicto no surge aquí porque los valores que están en juego sean incompatibles entre sí, sino porque «resultan incompatibles en una situación concreta» (p. 38). Se trata de dos niveles o tipos de deberes, los ideales y los efectivos.
II. Historia de la deliberación en la cultura occidental
1) Reconstrucción histórica desde los orígenes de la deliberación
Una aportación sustantiva es el estudio que a lo largo de todo el libro —ya en la Primera Parte y luego también en la Tercera, pero de modo especial en la Segunda— ofrece de los orígenes de la deliberación a partir de Sócrates y su desarrollo por diversas vías, de modo paradigmático a través de la filosofía platónica y la aristotélica.
La deliberación comenzó en Sócrates con la refutación o élenkhos de las opiniones, para diferenciar los argumentos dialécticos de los erísticos o sofísticos. Es éste el lado negativo de la deliberación, pero en Sócrates hay también un aspecto positivo, que consiste en ayudar a sacar desde el interior de cada cual lo mejor de sí mismo, a lo que se denominó «mayéutica».
Según la interpretación de Diego Gracia, la lógica de Aristóteles se divide en dialéctica (lógica del razonamiento probable) y analítica, comenzando por el análisis del razonamiento dialéctico en los Tópicos; y hasta la metafísica y la ética se elaboran con argumentos dialécticos, porque los primeros principios no se pueden demostrar. Sin embargo, la tradición invirtió el orden de la lógica aristotélica, lo cual fue conduciendo al declive de la deliberación.
Por otra parte, Gracia señala que el término «deliberación» tiene un origen político, explicitando la historia de la Boulé en la política ateniense y cómo los sofistas hicieron de la deliberación una técnica. Sin embargo, con el tiempo la deliberación como mera técnica entra en conflicto con su sentido filosófico, como ocurrió ya paradigmáticamente en el proceso a Sócrates. Pues la auténtica deliberación consiste en una «lógica» de carácter dialéctico, que transforma esa mera técnica en el paradigma del razonamiento práctico en Aristóteles. Esta lógica dialéctica se mueve en el mundo de la opinión o doxa. Aunque se advierte que «las opiniones que se pueden refutar no son objeto de deliberación» (p. 175). Así pues, el primer momento de la lógica deliberativa es la refutación y el segundo será defender las opiniones con razones, haciéndolas «razonables», a fin de elegir con prudencia.
En ese documentado recorrido histórico cabría destacar un sinnúmero de asuntos, pero es imposible prestar atención a todos. Conviene seleccionar algunos. Uno de ellos es la rehabilitación de la filosofía práctica y de la doxa. Tras la primacía de la filosofía teorética sobre la naturaleza como principio (arkhé), se destaca la historia del tema de la deliberación a partir de Sócrates en el contexto social de los sofistas. Es sumamente ilustrativo y esclarecedor el estudio de la deliberación en el círculo socrático y las dos principales variantes que surgen del mismo: la platónica y la aristotélica.
En este contexto adquiere un especial significado la rehabilitación de la doxa, corrigiendo la interpretación dicotómica entre la vía de la verdad y la de la opinión, que se convirtió en clásica a partir de la recuperación de los fragmentos del Poema de Parménides, como supieron apreciar algunos especialistas del pensamiento presocrático, también en el ámbito español (Fernando Cubells y Fernando Montero).[2]
Esta cuestión de base inicialmente filológica ha contribuido a tener una valoración diferente de las formas del conocimiento humano, es decir, adquiere un rango especial para la reflexión gnoseológica en la naciente filosofía griega y en la posterior tradición. En concreto, con ella adquiere un valor especial el conocimiento de lo probable. Es este punto uno de los que cabe destacar muy especialmente a lo largo de todo el libro (éndoxos y pithanós). Es extraordinaria la capacidad expositiva y la claridad con que se nos ofrece el estudio de esta cuestión a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental, a partir de sus primeras formulaciones en la filosofía griega hasta las teorías modernas y contemporáneas de la probabilidad en sus diferentes concepciones.
2) El ocaso de la deliberación
La Tercera Parte del libro está dedicada a exponer el cambio de perspectiva con respecto a la deliberación en la historia del pensamiento, que Diego Gracia sitúa especialmente en el estoicismo (capítulo 5) y que califica como el «ocaso de la deliberación» en el mundo moderno, debido al creciente imperio de la razón instrumental y estratégica (capítulo 6).
Es muy destacable la interpretación del estoicismo como momento decisivo del cambio de perspectiva con respecto a la deliberación, que interpreta como el final de un periodo y el comienzo de otro nuevo caracterizado por el «dogmatismo» (p. 295), por el hecho de que el orden de la naturaleza, expresado por la «ley natural», no solo tiene carácter ontológico, sino también deontológico.
Según la interpretación de Gracia, el modo impropio de entender la deliberación y la prudencia del estoicismo se extendió en la cultura occidental e invadió la Edad Media y el mundo moderno en el racionalismo de Descartes, Spinoza o Leibniz, e incluso la ética de Kant y demás idealistas. Las éticas modernas se basaron en la idea del deber frente a la felicidad, por tanto, en el cumplimiento de la ley, más que en la perfección de la naturaleza (p. 304). Sin embargo, el método propio de la razón práctica es la deliberación (p. 338).
Lo que se ha producido en el mundo moderno es un cambio en las ideas de voluntad y de libertad (p. 344 y ss). Por ejemplo, en la filosofía kantiana, la libertad deja de ser concebida como libre albedrío (Willkür) o capacidad de elección de los medios, para entenderse como capacidad de autonomía, una propiedad de la voluntad racional (Wille). En este contexto de la exposición del nuevo concepto de la libertad y de la voluntad, Diego Gracia presenta una interpretación del pensamiento kantiano excesivamente ligada a la «vía fichteana», por lo que resulta problemática, ya que le hace concluir que «la deliberación no tiene lugar en la ética kantiana», ni «tiene cabida posible» en el sistema de Kant (p. 367), añadiendo que en él «es imposible la deliberación» (p. 368). Es éste un asunto importante que merece un tratamiento especial en otro momento, más tarde.
A esta historia del declive de la deliberación en la filosofía moderna, con el racionalismo y el idealismo, todavía se añade el positivismo, que ha impregnado la vida entera. No obstante, Diego Gracia expone los impulsos por los que la deliberación se ha abierto camino como alternativa en los dos últimos siglos hasta la actualidad, tanto a partir de la teoría política de la democracia deliberativa como del estudio de los valores como un ámbito en que se puede deliberar, mostrando así los hitos contemporáneos de la teoría de la deliberación.
Según Diego Gracia, la deliberación resurge en el ámbito anglosajón del empirismo y del emotivismo, con Hobbes y la teoría «liberal» hasta llegar a la teoría de la public choice; pero ha sido en la segunda parte del siglo XIX y en el siglo XX cuando se ha desarrollado como «deliberación democrática», por una parte, en Dewey y, por otra, en Rawls, Habermas y Gutmann. Un camino en el que ha tenido que superarse el positivismo y la primacía de la racionalidad instrumental y estratégica, en favor de la razón práctica y moral.
3) Dos enfoques en el contexto moderno
En este ámbito temático es magnífico el estudio histórico del probabilismo y de las luchas contra este. Gracia expone el tema de la probabilidad y la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre mediante la distinción entre dos enfoques a lo largo de la historia occidental. El primero es el que comienza en Aristóteles y perdura hasta mediados del siglo XVII. Basado en la teoría aristotélica de los juicios dialécticos, considera que en el ámbito de las decisiones prácticas no puede buscarse la verdad sino la verosimilitud, la probabilidad, dependiendo del número y de la categoría de las personas que sustentan una determinada opinión. Es la «probabilidad subjetiva». Pero hay un segundo enfoque que es el de la probabilidad objetiva mediante la matematización.
De especial relevancia es la advertencia sobre el contexto cultural en el que se propuso la objetivación de la probabilidad mediante la estadística en Bernoulli, tras los precedentes de Pascal y Leibniz, como respuesta a la presunta relajación y laxismo del probabilismo defendido por los jesuitas. Según la sugerente interpretación de Diego Gracia, la concepción ética de fondo impulsó hacia una tendencia u otra en la gestión intelectual del conocimiento probable. El desarrollo de la teoría matemática de la probabilidad habría estado fomentado por motivos morales, tanto en Pascal como en Leibniz. La estadística habría funcionado como antídoto de la presunta relajación moral del probabilismo jesuítico. Por otra parte, la matematización de la probabilidad habría permitido corregir que la probabilidad dependiera de los argumentos de autoridad, según Diego Gracia, un «error» de la cultura europea. No obstante, además de la probabilidad hay que tener en cuenta los valores implicados y que están en juego en los diversos cursos de acción. No basta la cantidad en el orden de la probabilidad, sino que hace falta considerar las cualidades en el orden axiológico.
Ciertamente es admirable la exposición de los vericuetos por los que se ha ido elaborando la teoría de la elección racional (rational choice theory), entre economistas, filósofos y matemáticos, a través de nociones como el «valor esperado», la «esperanza matemática» (p. 83) y la «utilidad esperada» (p. 88). Pero no menos estimable es la exposición de las numerosas paradojas que ha provocado este modelo de racionalidad práctica, convertido para muchos en el paradigma de la racionalidad, pero que tiene el grave inconveniente de impedir que funcione la racionalidad deliberativa, que es la que tiene como base la cooperación y no el intento de vencer al adversario mediante el ejercicio de la racionalidad estratégica.
Algunas de estas paradojas han sido detectadas por estudios psicológicos, que han puesto de manifiesto que el comportamiento humano no se atiene a las condiciones ideales que presupone la teoría de la elección racional. Las decisiones humanas están motivadas por factores que dicha teoría no tiene en cuenta, como son los sesgos y los prejuicios, los valores y las creencias, que son componentes básicos de la vida humana y forman parte del modo humano de ejercer la racionalidad práctica. De hecho, ya las filosofías de Hume y Kant resaltaron la función intelectual de las creencias, sin las que es imposible vivir humanamente; un tema que fue cobrando fuerza desde finales del siglo XIX en el pragmatismo y en la psicología de William James. A mi juicio, estos factores forman parte de la «razón impura» a partir de Nietzsche, de la «razón vital» en la formulación de Ortega y Gasset, y de la «razón sentiente» en la concepción de Zubiri.
Como concluye Gracia, remitiéndose a Toulmin, más allá del modelo de la racionalidad que defiende la teoría de la elección racional, llena de sesgos y paradojas, lo que caracteriza propiamente la vida humana es una racionalidad «adaptativa» o «ecológica», a partir de la función primaria de la inteligencia humana, que es biológica, como mostró Zubiri. La racionalidad concierne a cuestiones de «función y adaptación» a las situaciones problemáticas de la vida humana en su conjunto. Ahí lo que funciona es un tipo de racionalidad que, ateniéndose a la terminología de Herbert A. Simon, se considera «limitada» (bounded), en la que entran también los valores y el intento de satisfacer las aspiraciones.
Es impresionante la capacidad de Gracia para exponer en su libro los principales hitos de la teoría de la racionalidad práctica a lo largo de toda la historia de la cultura occidental, tras la que concluye que «seguimos sin tener una teoría adecuada de la decisión racional» (p. 110). Por eso se propone presentar una nueva teoría que preste la debida atención a un elemento fundamental de la racionalidad práctica, como es la deliberación sobre hechos, valores y deberes, a partir muy especialmente de la concepción de ésta que proviene de Aristóteles y aprovechando de modo innovador la noología de Zubiri.
III. Estructura de la racionalidad con la que los humanos toman decisiones
1) Necesidad de una teoría del valor como tal
Diego Gracia expone de ese modo innovador los diversos momentos del proceso en que consiste la toma de decisiones: el cognitivo, el afectivo, el práctico y el estimativo. Constituye una alternativa a la teoría de la elección racional, que no ha querido o sabido atender al momento estimativo, cuando las decisiones son consecuencia de la estimación. De ahí que un aspecto importante que aborda Gracia en varios capítulos de su libro es el de las cualidades de las cosas, porque no solo las actualizamos por medio de los sentidos, sino también a través de los sentimientos y, por tanto, como término de la relación emocional que provoca la estimación de los valores.
En cambio, la teoría de la elección racional ha reducido los valores a preferencias, considerándolas de tal modo subjetivas que sobre ellas no cabe debatir racionalmente. Sin embargo, según Diego Gracia, aunque los valores tengan una base emocional, sí es posible razonar y deliberar sobre ellos. Por eso dedica un buen número de páginas a distinguir entre preferencias y valores, y a descubrir que en el fondo de las preferencias hay valores, por lo tanto, a mostrar la necesidad de superar la concepción de las preferencias en la teoría de la elección racional, redefiniendo «las preferencias en términos de valor» (p. 118). Esto implica superar el presupuesto básico de la concepción positivista de las preferencias, es decir, su desconsideración de los valores en tanto que tales y su reducción a hechos, que pueden incluso someterse a la cuantificación.
Una de las propuestas con más enjundia de la obra es su teoría del valor, en la que se distinguirá principalmente entre valores instrumentales y valores intrínsecos, que se correlacionan respectivamente con la racionalidad instrumental y la racionalidad deliberativa. En su concepción se expone que el valor es una cualidad objetiva con base emocional. La inclusión de los valores en la racionalidad implica una ampliación del concepto de racionalidad en la que se ejercite la deliberación sobre los valores, con el objetivo de tomar las decisiones que conduzcan a la realización de dichos valores.
Tras las reflexiones sobre los requisitos que exige nuestra razón para tomar decisiones, es decir, sobre cómo razonamos cuando decidimos, que tienen que ver con los presupuestos históricos y culturales del ejercicio de la racionalidad (por ejemplo, la maximización del beneficio, la utilidad, la eficiencia, la optimización del bienestar), el resultado de todas ellas es que «el elemento fundamental en nuestros procesos de toma de decisiones» son «los valores» (p. 61).
2) La deliberación como método filosófico
A partir del estudio de los orígenes y de la historia de la deliberación, Diego Gracia expone en el largo capítulo 4, dentro de la segunda parte del libro, cómo la deliberación se convierte en «método filosófico».
Sócrates comienza con el élenkhos como procedimiento y con su pericia dialógica del «intercambio de razones» (p. 186), que posteriormente modificarán Platón y Aristóteles mediante sus respectivas versiones de la dialéctica, llegando hasta la concepción aristotélica del genuino método deliberativo, en el que se sigue empleando el élenkhos socrático como un medio argumentativo para refutar opiniones.
La aportación socrática consiste en asentar la deliberación sobre una base que no quede sometida a la política, sino que esté al servicio de la verdad y la virtud; en el ámbito político (en Grecia, en la Boulé), o bien no se delibera o «se delibera mal», porque para deliberar han de darse ciertas condiciones que lo hagan posible. Por una parte, desde el punto de vista lógico, primero hay que distinguir entre las opiniones, refutando las inapropiadas e insensatas, para poder deliberar; por otra parte, la deliberación no puede llevarse a cabo entre enemigos, requiere una cierta amistad cívica.[3] Pero, además, hay que saber que se delibera sobre «lo bueno». Ahora bien, Aristóteles distingue entre lo bueno por referencia a otra cosa y lo bueno «en sí», es decir, el bien interno, el télos propio de cada actividad, como ha destacado MacIntyre y, entre nosotros, Augusto Hortal.[4]
En Aristóteles, lo bueno «en sí» (que toma la forma de la finalidad o télos) es un momento del juicio práctico, que ha de tener en cuenta también las circunstancias y las consecuencias; y éste es el espacio de la deliberación. Así pues, hay dos momentos del juicio práctico: la determinación de lo bueno en sí y la deliberación como tal.
Gracia insiste en que este modelo de racionalidad práctica no consiste en una mera aplicación de los principios morales, sino en un «modo de conocimiento» (p. 240), que permite tomar decisiones razonando dialécticamente. Se trata de la phrónesis: «disposición racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el hombre».[5] La prudencia consistiría en gestionar los principios de acuerdo con la racionalidad dialéctica en las situaciones concretas. De tal manera que llega a afirmar Diego Gracia, «todo es racionalidad dialéctica» (p. 247), en los dos niveles del ejercicio de la prudencia es imprescindible la deliberación. Ésta es la alternativa aristotélica a la dialéctica platónica, que aporta una teoría del razonamiento dialéctico y también retórico, porque se delibera no solo con razones, sino también con emociones, cuando se pretende persuadir con los argumentos.
3) La racionalidad práctica como racionalidad deliberativa
En la cuarta parte del libro, en los capítulos 7 y 8, el autor presenta una reconstrucción de la racionalidad práctica como racionalidad deliberativa y, en el capítulo 9, un esbozo de «Pedagogía deliberativa» (p. 581).
El punto de partida consiste en una nueva lectura de la filosofía práctica de Aristóteles que, contando ya con las nuevas investigaciones filológicas (Bekker, Brandis y Bonitz), se ha desarrollado tanto en el ámbito angloamericano (Anscombe, Geach, Toulmin, Boyle y MacIntyre) como en el europeo (Heidegger, Gadamer, Ritter, Riedel, Owen, Wieland, Aubenque y Berti).
Pero el pensamiento contemporáneo del siglo XX ha alumbrado varias perspectivas nuevas para el ejercicio de la deliberación en la vida pública. De modo especial se exponen la propuesta de deliberative rationality de John Rawls, la «deliberación procedimental» de Jürgen Habermas y la «deliberación sustantiva» de Amy Gutmann y Dennis Thompson.
IV. Teoría novedosa de la deliberación, basada en la noología de Zubiri
Es en el capítulo 8, dedicado a la «razón deliberativa», donde Gracia, a partir del nivel que la filosofía ha alcanzado en el siglo XX, expone una novedosa teoría general de la deliberación, basada en la noología de Zubiri, que abarca los diversos ámbitos de la racionalidad práctica: el técnico concerniente a los hechos, el cultural sobre los valores, el ético referido a los deberes y el jurídico sobre las normas. Esta innovadora teoría constituye una valiosa aportación propia de Diego Gracia, siguiendo la variación del método fenomenológico introducida por Zubiri: una teoría de la deliberación desde la noología zubiriana, en la que se presentan los dinamismos noológicos de la deliberación, a partir de la aprehensión primordial de realidad (intelección sentiente, sentimiento afectante y voluntad tendente) y su desarrollo en forma de logos (judicativo o doxológico, estimativo o axiológico y activo o praxeológico) y en forma de razón (esbozos, experiencia, deliberación y prudencia).
Entre los muy relevantes aspectos que en ella se presentan, a los que en su conjunto Aranguren denominó «moral como estructura», en primer lugar cabe destacar el descubrimiento del origen noológico de la obligación moral en la «impelencia» de la realidad; en segundo lugar, completando la propia labor de Zubiri, Diego Gracia explicita el mundo de los valores, debido a la capacidad estimativa del logos, por la que éste se activa en el «deber» práctico y moral; y, en tercer lugar, encontramos otra de las importantes y novedosas aportaciones del libro, la aplicación a la ética de la razón sentiente: la «verificación» en ética a través de la deliberación; la deliberación es el modo de verificar los esbozos morales en la experiencia y tomar decisiones. En consecuencia, «el método de la razón moral es la “deliberación”» (p. 537), en tanto que procedimiento de análisis de los factores que forman parte de la toma de decisiones: hechos, valores y deberes.
Tras la exposición de la nueva teoría a partir de la noología zubiriana, Gracia conecta el método de la deliberación con el «intersubjetivismo» que se ha propuesto en el siglo XX, en la medida en que solo tienen valores las personas y que la generación de valores es siempre intersubjetiva. Así pues, «el mundo propio de los valores es el de la intersubjetividad [interpersonal]» y esta intersubjetividad de los valores entre las personas «es el espacio natural de la deliberación» (p. 548). Dicho en una importante frase conclusiva: «Los seres humanos deliberan sobre valores en cuanto se relacionan entre sí como personas y no como meros individuos» (p. 548). Sobre esta base de la intersubjetividad Diego Gracia ha propuesto «una teoría “constructivista” de los valores, que a su vez genera un nuevo tipo de deliberación» (p. 593), que es en la que hay que educar en una pedagogía deliberativa. La conclusión a la que llega el autor es que «el proceso de universalización de los valores», que en términos zubirianos se asimila a «la elaboración de esbozos axiológicos», tiene que hacerse «por la vía de la deliberación intersubjetiva» (pp. 548-549).
Pero los supuestos que requiere el ejercicio de la deliberación son muy difíciles: escuchar realmente al otro, aceptar que puede tener tanta razón como yo, no convertir el diálogo en un debate o batalla para triunfar en la contienda, una cierta humildad intelectual, no ver al otro como enemigo sino como alguien imprescindible «para mejorar mi punto de vista» y que «puede ayudarme a tomar decisiones más prudentes» (pp. 560, 567). ¿Difícil o casi imposible en el modo predominante de la vida actual?
La deliberación choca con múltiples «dificultades y obstáculos», no solo en el transcurso del ejercicio del «complejo» y «exigente» método que se propone, sino en las actitudes que se requieren para ponerlo en práctica. Pues es difícil en el contexto de la vida actual prestar atención a lo que ya Aristóteles señalaba: que «en las cuestiones importantes deliberamos con otros porque desconfiamos de nosotros mismos y no nos creemos suficientes para decidir».[6] Pues es necesario ampliar las perspectivas para enriquecer la propia y tomar las decisiones más prudentes. Esto presupone pensar que los otros pueden tener razón, reconocer la misma «competencia comunicativa y argumentativa» a los demás, incluso cuando mantienen puntos de vista y valores distintos u opuestos, es decir, implica reconocerse recíprocamente como «interlocutores válidos». Diego Gracia utiliza unas fórmulas que son muy propias de la concepción de la racionalidad comunicativa, defendida por Apel, Habermas y, entre nosotros, Cortina. En este contexto de una razón comunicativa y deliberativa se requiere «hacer del discrepante un amigo». «Pero eso es muy difícil», «no es natural», pues «lo natural es imponer nuestro punto de vista […] vencer» (p. 610). ¿No es esa la pretensión habitual en nuestra sociedad, la de imponerse y «salir triunfantes», violentando a los demás mediante actos incluso delictivos que quedan impunes, o bien gritando desaforadamente, pero sin razonar, ni argumentar en serio, ni deliberar?
A pesar de las enormes dificultades, Diego Gracia concluye su libro defendiendo la tesis de que «la deliberación es el procedimiento de la razón práctica, por tanto de la toma de decisiones», de la que depende «el futuro de nuestra sociedad», que se enfrenta al problema de «qué sociedad queremos, si una sociedad competitiva o una sociedad deliberativa» (p. 597).
V. Algunos problemas que conlleva la interpretación de Diego Gracia
1) Si la ética «tiene que regirse por […] el conocimiento probable», según Aristóteles
Este tipo de afirmaciones puede malentenderse en el contexto de la filosofía aristotélica. Porque la concepción ética de Aristóteles presupone una estructura teleológica, que determina el fin y la función más propia de los humanos, la doctrina de la virtud, la concepción de la justicia (incluida la noción de «justicia natural»), la valoración jerarquizada de los modos de vida, la valoración de lo que no puede atenerse al término medio, sino que se valora en cuanto tal. Pues en todos estos casos y algún otro, ¿se trata de un conocimiento meramente probable o se están expresando afirmaciones con pretensión de universalidad, basadas en el orden natural?
Hay dos niveles en la ética aristotélica. Una cosa es la estructura racional de la concepción ética, basada en el orden natural, que sirve para determinar lo bueno y lo racional, y otra cosa es la aplicación prudencial, no deductiva, a los casos concretos y particulares de la vida en sus diversos ámbitos, según la pluralidad de las actividades humanas. Pero no se puede eliminar la estructura fundamental, natural y racional, de la ética reduciéndola a la racionalidad por la que se toman las decisiones concretas a través de la deliberación.
El probabilismo no se aplica a los principios naturales y racionales, sino que abre un campo de posibles aplicaciones o concreciones particulares, sin necesidad de reducir esos principios al ámbito de la mera opinión. ¿O es que son meramente opinables los principios que intentan expresar el orden natural de las cosas que son por naturaleza (phýsei ónta), como —por ejemplo— que los humanos tienden por naturaleza a su fin y bien más propio, es decir, a la felicidad (eudaimonía)?
La metafísica y la ética cuentan con argumentos dialécticos, pero no se construyen («se hacen») solo con argumentos dialécticos. Además, puede malentenderse la afirmación de que la metafísica y la ética se hacen con argumentos dialécticos, «porque sobre los primeros principios […] no puede haber demostración» (p. 159). Pues que no se puedan demostrar los primeros principios no implica que no haya ningún otro tipo de conocimiento universal y necesario, como el que se logra mediante el noûs o mediante la «demostración por refutación», que no es lo mismo que la demostración apodíctica o deductiva.
2) La noción de «elección» (proaíresis) en Aristóteles
¿Es la elección, según Aristóteles, una opinión? Según él, la elección se distingue de la opinión, ni siquiera es un mero juicio. En un importante capítulo de la Ética a Nicómaco (III, 2), tras haber definido «lo voluntario y lo involuntario», Aristóteles aborda la cuestión de la elección. Empieza su tratamiento afirmando que la elección parece «que es lo más propio de la virtud y es mejor criterio de los caracteres (éthe) que las acciones (prákseon)» y prosigue diciendo que la elección es «algo voluntario, pero no se identifica con lo voluntario». Para esclarecerlo, se enfrenta a quienes no han distinguido adecuadamente la elección de un apetito (epithymía), de un impulso (thymós), de un deseo (boúlesis) o de una opinión (dóksa). Según Aristóteles, la elección no es un apetito, ni un impulso, ni un deseo, pero «tampoco puede ser una opinión».
No es un apetito ni un impulso, que es algo común a los seres no racionales (alógon) y, sin embargo, la elección no es algo común con ellos. Tampoco es un deseo, «pues no hay elección de lo imposible […], mientras que el deseo puede referirse a lo imposible»; «por otra parte, el deseo se refiere más bien al fin, la elección a los medios que conducen al fin». Y añade lo siguiente como ejemplo: «deseamos tener salud» y «deseamos ser felices», «pero no suena bien decir que lo elegimos, porque la elección parece referirse a lo que depende de nosotros».
Por último, distingue también la elección de la opinión. La opinión «parece referirse a todo, y no menos a lo eterno y a lo imposible que a lo que está a nuestro alcance; y se distingue por ser falsa o verdadera, no por ser buena o mala, mientras que la elección más bien por esto último». Y añade a continuación un aspecto muy relevante: «En términos generales, quizá nadie diría que se identifica con la opinión; pero tampoco con alguna en particular: en efecto, por elegir lo que es bueno o malo tenemos cierto carácter, pero no por opinar». Opinar no equivale a tomar decisiones, que configuran nuestro carácter, nuestra realidad moral, al hacernos a nosotros mismos.
«Elegimos tomar o evitar algo bueno o malo», pero «no opinamos de ninguna manera tomarlo o evitarlo». «Elegimos también lo que sabemos muy bien que es bueno, pero opinamos sobre lo que no sabemos del todo»; se puede «opinar bastante bien», pero «no elegir lo que es debido (deî)». «Que la opinión preceda a la elección o la acompañe es indiferente: no es eso lo que estamos considerando, sino si la elección se identifica con alguna clase de opinión».
Como conclusión, Aristóteles se pregunta qué es la elección y de qué índole es, dado que no ha de confundirse con el apetito, el impulso, el deseo o la opinión. Y responde que «es algo voluntario, pero no todo lo voluntario es susceptible de elección», sino que tiene que mediar una «deliberación previa», pues «la elección va acompañada de razón (lógos) y reflexión (dianoía)», a fin de elegir unas cosas antes que otras. Pues no se delibera sobre todas las cosas, sino «sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable», es decir, sobre «todo lo que depende del hombre» (III, 3).
Así pues, en Aristóteles, la elección no es cuestión de opinión, sino de opción, que, aunque cuente con la probabilidad no es una mera «opinión probable» (pp. 68, 73), porque la probabilidad no define el acierto en la vida, ni la prudencia. Hacen falta otros componentes como, por ejemplo, lo que «es debido», la suerte y el tiempo propicio. Conviene, pues, revisar la noción de «elección» ya en el contexto aristotélico. Pero también convendría utilizarla en coherencia con la concepción aristotélica cuando se asimila a «preferencia», porque para elegir, al menos en la concepción aristotélica, hace falta deliberar y valorar. Es raro que Diego Gracia no haya abordado este punto de modo más explícito, dado que en algún momento (por ejemplo, en la p. 150) considera la «elección» en un nivel primordial, que no se reduce a su uso en la teoría de la elección racional.
3) ¿Se confunden la opinión y la argumentación?
Hay dos momentos en la deliberación: el primero es la refutación de las opiniones y el segundo es defenderlas con razones. En primer lugar, pues, «las opiniones que se pueden refutar no son objeto de deliberación» (p. 175). Por tanto, tiene que haber un proceso de selección de las opiniones mediante la refutación como primer momento de la lógica deliberativa. Y, a continuación, hay que defender las opiniones dando razones (lógon didónai), haciéndolas «razonables». Ahora bien, una opinión razonada ya no es una mera opinión, sino un argumento. Por tanto, entre lo apodíctico y la mera opinión hay un espacio para la argumentación, en el que se elaboran los argumentos.
El propio Gracia aclara en algún momento (p. 187) que Aristóteles da un nuevo sentido a la dialéctica, que se aproxima al élenkhos socrático, que consiste en «un argumento que refuta una opinión»; por tanto, ésta deja de ser una mera opinión, dado que el argumento «concluye de modo necesario, no probable ni verosímil».[7] Así pues, la refutación, aunque no sea un argumento apodíctico, es conclusiva.
La deliberación es una parte de la prudencia, pero «no es un simple dialogar o intercambiar opiniones» (p. 253). Es «una especie de indagación», que permite transformar el mero intercambio de opiniones en una buena deliberación (eubulia) (p. 254). Pues la buena deliberación requiere ciertas condiciones, por ejemplo, sýnesis y gnóme. Pues solo tras la adecuada deliberación se está en condiciones de elegir (proaíresis).
En esta línea de reflexiones sobre el ámbito e importancia de la opinión, habría que precisar el significado de la noción de «opinión pública» (p. 178), distinguiendo el valor de la dóksa en el contexto de la filosofía griega clásica y el actual, atendiendo a las diversas líneas de interpretación de la opinión pública, por ejemplo, desde Kant y/o desde Nietzsche, distinguiéndola de la «razón pública». Pues la razón pública no debería confundirse con la opinión pública, que tiene un carácter ambiguo. Por una parte, ésta constituye una presión social, ahora tecnológicamente reforzada; aun cuando también algunos recuerdan que lleva incorporado un potencial sentido crítico.
4) El problema de la aplicación
Según Diego Gracia, la racionalidad práctica no consiste en una mera aplicación de los principios morales, como si fuera la aplicación de un conocimiento apodíctico (p. 240). Pero sí puede haber una aplicación hermenéutica, por ejemplo, en el sentido que expone ampliamente Gadamer en el capítulo 10 de su libro Verdad y método, titulado «Recuperación del problema hermenéutico fundamental» y que consiste en «el problema hermenéutico de la aplicación». En la tradición hermenéutica se había distinguido entre la comprensión, la interpretación y la aplicación. Según Gadamer, esos tres momentos caracterizan la comprensión hermenéutica, que no consiste propiamente en un «método disponible», sino en un «saber hacer (können) que requiere una particular finura de espíritu».[8] «Comprender es siempre interpretar», la interpretación explicita la comprensión; sin embargo, esta fusión de comprensión e interpretación no debería desvincularse de la aplicación, sino que el proceso completo de la comprensión hermenéutica integra interpretación y aplicación. Por tanto, «comprender es siempre también aplicar».[9]
Precisamente en ese capítulo dedicado al problema fundamental de la hermenéutica, que consiste en el proceso unitario de una comprensión que integra interpretación y aplicación, sitúa Gadamer un apartado sumamente significativo sobre «La actualidad hermenéutica de Aristóteles».[10] Pues comprender es «un caso especial de la aplicación de algo general a una situación concreta y determinada», con lo que «gana una especial relevancia la ética aristotélica». Gadamer reconoce que Aristóteles «no trata del problema hermenéutico ni de su dimensión histórica, sino únicamente de la adecuada valoración del papel que debe desempeñar la razón en la actuación moral», aunque limitando el «intelectualismo socrático-platónico en la cuestión del bien» a «lo que es bueno para el hacer humano». Por consiguiente, el saber moral no es un «saber objetivo» que constata los presuntos «hechos», sino que «lo que conoce le afecta», «es algo que él tiene que hacer» en el ámbito de lo que puede ser de otra manera.[11] Como en el caso de la técnica, esa forma de saber contiene la «tarea de la aplicación», que Gadamer reconoce como «la dimensión problemática central de la hermenéutica»,[12] aun cuando «aplicación» no significa lo mismo en la técnica que en la ética.
La diferencia radica en el ejercicio de la phrónesis, uno de los modos de saber que Aristóteles analiza. «El que debe tomar decisiones morales es alguien que ha aprendido algo», que «sabe qué es lo correcto»; por tanto, «la tarea de la decisión moral es acertar con lo adecuado en una situación concreta», sin olvidar que para «los conceptos que tiene el hombre respecto de lo que él debe ser» hay que atenerse a «la naturaleza de las cosas» y a la adecuada relación entre medios y fines.[13] Aquí, el saber de la aplicación moral se diferencia del técnico por ser un «saberse», un «saber para sí», una reflexión referida a sí mismo, algunos de cuyos aspectos explicita Aristóteles mediante las nociones de sýnesis y gnóme, para diferenciar la phrónesis (el saber auténticamente moral) del deinós, el que ejerce sus habilidades y su poder sin orientación hacia fines morales.[14]
Por otra parte, también cabe encontrar un modo de entender la aplicación no apodíctica ni deductiva en el contexto kantiano de la prudencia[15] y en el de la facultad de juzgar o juicio (Urteilskraft).[16] Ya en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant afirma que las leyes morales «requieren ciertamente un Juicio bien templado y acerado por la experiencia para saber distinguir en qué casos tienen aplicación y en cuáles no, y para procurarles acogida en la voluntad del hombre y energía para su realización; pues el hombre, afectado por tantas inclinaciones, aunque es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica, no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida».[17]
5) ¿Tiene lugar la deliberación en la filosofía práctica de Kant?
Como antes he apuntado, pienso que Diego Gracia presenta una interpretación del pensamiento kantiano excesivamente ligada a la «vía fichteana», por lo que resulta problemática, ya que le hace concluir que «la deliberación no tiene lugar en la ética kantiana», ni «tiene cabida posible» en el sistema de Kant (p. 367), es decir, en Kant «es imposible la deliberación» (p. 368). Desde esa perspectiva, «la deliberación carece de sentido» o «cambia de función», respecto de Aristóteles, quien fundó la ética sobre juicios hipotéticos.
Siguiendo con esta severa interpretación, «Kant ensayó dos vías para elaborar su ética» (p. 369): 1) una en la Fundamentación (parte de la libertad pura para fundar la autonomía de la voluntad y, por tanto, el imperativo categórico) y 2) otra en la Crítica de la razón práctica, donde sigue el camino inverso. Al determinar la posición kantiana mediante esta disyuntiva aproxima excesivamente Kant a Fichte, quien es el que habla de una «libertad absoluta», pero no ocurre así en Kant, que más bien reconoce las «condiciones de factibilidad» de la ley moral, lo cual implica dos modos diferentes de entender la estructura de la razón práctica y el ámbito en que se ejercen sus capacidades. Pues en Kant lo decisivo de la libertad como autonomía por la que puede haber un deber categórico radica en el «poder querer» de un modo que sea universalizable y no esté sometido exclusivamente a los contenidos que provienen de las inclinaciones, afectos y pasiones, aunque haya que contar ineludiblemente con ellos y de ahí que consista el deber en una auto-«constricción».[18]
La autonomía moral en el sentido kantiano es una capacidad eleuteronómica de «poder querer», que no se confunde con la deliberación como «procedimiento»; de ahí que la consideración de la deliberación como «el método de la autonomía» (p. 333) pueda llevar a confusión. Diego Gracia considera la deliberación como el «procedimiento autónomo» de toma de decisiones y como el método de la «ética autónoma», atribuyéndole este calificativo a la ética aristotélica. Pero ¿es realmente autónoma la ética aristotélica y no lo es la de Kant? ¿Es que todos pueden —son capaces de— dirigirse a sí mismos, según Aristóteles, o más bien es este aspecto un paso decisivo de la ética moderna, según Kant?
Por último, en la filosofía práctica de Kant los valores no solo son razonables por deliberación, sino que hay un valor muy especial, el valor de la dignidad, que pertenece a la estructura de la razón práctica como condición incondicionada y se capta por estimación. Lo cual pone de manifiesto que la razón práctica no se reduce a la deliberación, sino que cuenta con otras capacidades.
[2] Fernando Cubells (1956/1979): Los filósofos presocráticos, Valencia, Edilva. Fernando Montero (1960): Parménides, Madrid, Gredos.
[3] Vid. Protágoras, 337 a-b; Zubiri (1987): Naturaleza, historia, Dios, Madrid, Alianza, (9.ª ed.), pp. 249-250.
[4] Alasdair MacIntyre (1981): Tras la virtud, Barcelona, Crítica; y Augusto Hortal (2020): «Pensar y practicar la moral en tiempos emotivistas», en F. Javier de la Torre y J. Maximiliano Loria (eds), Alasdair MacIntyre: Relecturas iberoamericanas. Recepción y proyecciones, Madrid, Dykinson, pp. 27-40.
[5] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1140 b 5.
[6] Aristóteles, Ética a Nicómaco, III, 3, 1112b10-11.
[7] Aristóteles, Analíticos primeros, 20, 66 b 4-17, citado por el propio Diego Gracia.
[8] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, p. 378.
[9] Ibidem, p. 380.
[10] Ibidem, pp. 383-396.
[11] Ibidem, p. 385.
[12] Ibidem, p. 387.
[13] Ibidem, pp. 391-393.
[14] Ibidem, pp. 394-395.
[15] Pierre Aubenque (1999): «La prudencia en Kant», en La prudencia en Aristóteles, Barcelona, Crítica, pp. 212-240.
Reinhard Brandt (2004): «Reflexiones acerca de la prudencia en Kant», Isegoría, 30, 7-40.
[16] Jesús Conill Sancho (2006): Ética hermenéutica, Parte I, Madrid, Tecnos.
[17] Immanuel Kant (1992): Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, p. 16. [Traducción de Manuel García Morente].
Immanuel Kant (1994): «Metodología de la razón pura práctica» y «Conclusión», en Crítica de la razón práctica, Salamanca, Sígueme. [Traducción de Emilio Miñana Villagrasa y Manuel García Morente].
Immanuel Kant (2015): Antropología en sentido pragmático, Madrid, Alianza. [Traducción de José Gaos].
Immanuel Kant (2003): Pedagogía, Madrid, Akal. [Traducción de Lorenzo Luzuriaga, José Luis Pascual].
[18] Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 45.





