Refs.: Joan Albert Vicens (2007): Zubiri i Catalunya, Barcelona, Editorial Universitat Ramon Llull. [152 pp., 14,00 €].
Jordi Corominas y Joan Albert Vicens (eds.) (2008): Conversaciones sobre Xavier Zubiri, Madrid, PPC Editores. [272 pp., 20,95 €].
Xavier Zubiri (2024): Epistolario, Madrid, Alianza Editorial y Fundación X. Zubiri. [976 pp., 30,00 €, Selección y edición de Jordi Corominas y Joan Albert Vicens].
Jordi Corominas y Joan Albert Vicens (2025): Xavier Zubiri. La soledad sonora, Leipzig, ARCA21. [778 pp., 25,00 €, 2.ª edición corregida y ampliada. 1.ª ed., Taurus, 2006].
José Lázaro (JL): Joan Albert Vicens y tú publicasteis en 2006 la voluminosa biografía Xavier Zubiri. La soledad sonora (Taurus), junto a una monografía sobre su relación con Cataluña. En 2008 le añadisteis un volumen de Conversaciones sobre Xavier Zubiri (PPC Editores) con múltiples testimonios de personas que lo habían conocido. En 2024 editasteis su Epistolario (Alianza Editorial y Fundación X. Zubiri) y un año después (aunque el volumen no lleva fecha impresa) la segunda edición, corregida y ampliada de la biografía en vuestro propio sello editorial, ARCA21. De esto se deduce que entre las dos ediciones de la biografía habéis publicado una gran parte de las fuentes originales que usasteis para escribirla. Al leer estos libros uno tiene la sensación de estar conociendo una misma historia narrada tres veces: por su protagonista, en las cartas; por sus conocidos, en las entrevistas, y por sus biógrafos, en la síntesis final que a su vez tiene dos versiones: la de 2006 y la de 2025, si no me equivoco.
Jordi Corominas (JC): En la elaboración de la biografía hay también algo de biográfico, de personal, valga la redundancia. Nací en 1961. En mi carrera de filosofía efectivamente estudiamos entre los autores españoles a Unamuno, Ortega, Aranguren, Julián Marías, etc. Nuestro profesor nos presentó a Zubiri como un neoescolástico y eso parecía en los textos que nos mostró de Sobre la esencia. Esta presentación motivó mi desinterés por Zubiri. Eran tiempos en que el marxismo, o autores cercanos a él, estaba muy vivo en la Universidad de Bellaterra y había un interés creciente por el existencialismo, Heidegger o Nietzsche. La neoescolástica la asociábamos al Opus Dei y a una filosofía que podía decirnos poco sobre el mundo contemporáneo. La trilogía de Inteligencia Sentiente, obra madura de Zubiri y clave de lectura de todas las demás, no la terminó hasta 1983, año en que yo terminé la carrera. Eso hace que hasta los años 90 no se empiece al menos a situar correctamente a Zubiri en la historia de la filosofía.
La primera vez que Zubiri me despertó al menos una cierta curiosidad fue en un programa de La Clave, en 1979. Le oí decir a Ignacio Ellacuría, entonces rector de la Universidad de El Salvador, que él no era marxista sino zubiriano y que Zubiri era muy materialista. En aquel momento pensé que se trataba de una boutade, algo para épater le bourgeois. Además, Ellacuría era sacerdote y formado en la neoescolástica. Zubiri, pensé, vendría a ser como Maritain o algún tipo de derivado neoescolástico. A Ellacuría le interesaba sobre todo una antropología y una metafísica de la historia zubiriana alternativa a la del marxismo. En Nicaragua, donde estuve enseñando en la universidad de los jesuitas, conocí a Antonio González Fernández; de quien aprendí que para entender a Zubiri había que comprender sus raíces orteguianas y husserlianas y leer con parsimonia Inteligencia sentiente.
Poco a poco me di cuenta de que Zubiri no tenía nada que ver con la neoescolástica y sí muchísimo con la fenomenología y Heidegger. El propio silencio de Zubiri y sus avatares históricos (otra cosa hubiera sido probablemente si se hubiera consolidado una verdadera república liberal española) contribuyeron a falsear completamente su imagen filosófica. No podía ser que en España no se conociera a uno de sus mayores filósofos (en Francia sería inimaginable) y todo ello me llevó—junto a Joan Albert Vicens, que venía del estudio de Descartes— a un gigantesco esfuerzo para rastrear fuentes y «deshacer entuertos». Diego Gracia, Pintor Ramos, Jesús Conill y otros ya llevaban mucho tiempo en ello, pero solo cuando vimos todo el caudal de documentos nos dimos cuenta de la radicalidad del entuerto. Creo que incluso para sorpresa de Gracia y de Pintor (aunque claro está que para ellos fue mucho menos sorprendente). El proceso de elaboración de la biografía publicada en 2006 fue muy largo. Empezamos en el año 2001. Creamos una base de datos que ahora está a disposición de los investigadores en la Fundación Zubiri. No se tenían clasificados los documentos de Zubiri. Había que rastrear archivos por toda Europa. Tanto el seminario de Vitoria como el de Madrid, a pesar de la autorización de la Fundación Xavier Zubiri, su legítima heredera, nos impidieron el acceso a la documentación sobre el proceso de secularización de Zubiri y su abandono del sacerdocio. Tuvimos que utilizar todas las mañas para acceder a, al menos, algunos documentos. Es, como puede imaginarse, un tema fundamental en la vida de Zubiri con efectos importantes en su obra.
Junto con la publicación de la biografía pensamos, ya en el año 2006, en la necesidad de publicar el Epistolario. Diego Gracia aprobó la publicación, pero después de todas las obras de Zubiri. Suponemos también que en este aplazamiento había motivos de prudencia y de dificultades varias. Muchos de los destinatarios de sus cartas seguían vivos. Habría que pedir su autorización para publicar las cartas. Algunos podrían negarse. Visto desde el 2025 fue una sabia decisión, pues en la elaboración del Epistolario definitivo, que empezamos en 2022, pudimos revisar y completar algunas cartas de archivos como los de Laín Entralgo y el del hermano de Zubiri, Fernando, en San Sebastián; tener acceso a todos los materiales del Archivo Diocesano de Madrid, del Seminario de Vitoria; a ciertos archivos como el de Max Planck, en Berlín, y a toda la correspondencia de Severo Ochoa y Julián Marías, que en su momento fue reticente. Además, con todos estos años por el medio, nos hemos podido dar cuenta, una vez bien clasificada toda la documentación de Zubiri, de hasta qué punto fue el «ideólogo» de la Sociedad de Estudios y Publicaciones como un proyecto de regeneración española.
Eso sí, en 2008 publicamos en Conversaciones sobre Xavier Zubiri las entrevistas que habíamos hecho a muchas personas. En algunos casos fue la última que dieron: Laín, Julián Marías, Manuel Mindán, a la sazón ya de unos cien años, el entrañable Alberto del Campo. No podíamos dejar de publicar sus testimonios. A todos ellos Zubiri les marcó profundamente y juntos nos daban la imagen que hemos tratado de plasmar en la biografía.
En definitiva, el Epistolario culminaba nuestro trabajo de 2006. Hay que leer las dos cosas a la vez: biografía y epistolario. Las notas del Epistolario son sucintas. Sirven únicamente para situar bien los documentos. No hay valoraciones filosóficas o de otra índole.
Junto al Epistolario publicamos una cronología que sitúa a Zubiri en el contexto cultural y político, y que nos hizo sudar tinta, pero que nos parece que puede ser de gran ayuda para los investigadores. Asimismo, nos esforzamos para dar cuenta en el índice onomástico de los intelectuales y personas que conforman en mundo de Zubiri. Muchos de ellos tuvieron una gran influencia en el siglo xx.
Finalmente, como se había agotado la primera edición de la biografía (y la editorial Taurus, ahora un sello de Penguin Random House, no estaba interesada en reeditarla) y acabábamos de publicar el Epistolario (pensado desde el inicio como complemento de la biografía) hicimos la segunda edición en 2025, corrigiendo todos los errores y teniendo en cuenta las observaciones que nos hicieron llegar. En esta edición nos centramos más en la vida de Zubiri y eliminamos algunas notas e interpretaciones filosóficas que, con la perspectiva de estos veinte años, ya no considerábamos tan importantes ni procedentes.
Así pues, tenemos una biografía de Zubiri actualizada, su epistolario, los testimonios, una larga y detallada cronología, un índice onomástico y una base de datos que cedimos a la Fundación y que se puede consultar. Todos estos documentos nos acercan sin duda a Zubiri y aunque puedan recubrirse y retroalimentarse nos dan perspectivas diferentes de su persona.
JL: El hecho de que pasaran casi veinte años desde la primera edición de vuestra biografía hasta la del Epistolario, y que gran parte del segundo no lo conocierais al publicar la primera plantea una cuestión interesante: ¿Cuáles son las novedades más importantes que aporta el Epistolario y en qué medida habéis podido recogerlas en la segunda edición de la biografía?
JC: Para la primera edición de la biografía contamos ya con casi todo el caudal del epistolario publicado, excepto la correspondencia con Marías y el dosier del Seminario de Madrid. La carta del «amigo» que le denunció ya aparecía en los archivos de Vitoria. Lo más novedoso del Seminario de Madrid es la transcripción de su entrevista con Eijo en el momento en que se le prohibió el ejercicio del sacerdocio y el nombre del denunciante Louis Soudreau (en Vitoria solo aparecía el pseudónimo de «Rourix»). Eso sí, hemos tenido tiempo de completar la correspondencia, obtener cartas importantes que no habrían aparecido hace veinte años y diseñar un buen epistolario desde el plano formal teniendo en cuenta la mayoría de los publicados de otros autores.
La relevancia del epistolario radica sobre todo en que constituye el fundamento de la biografía de 2006 y añade mayor dramatismo si cabe a la figura de Zubiri. En la biografía solo aparecen fragmentos y podría dar la impresión de que dábamos una visión sesgada o interesada de la dramática vida de Zubiri. La biografía gana en seriedad al poder referir la segunda edición al Epistolario y tener en cuenta todo el caudal de la correspondencia relevante.
JL: Antes de analizar el caso concreto de Zubiri, hay que comentar la cuestión básica de la relación vida-obra, o si quieres autor-texto. Que es muy distinta en el caso de un novelista o un filósofo. Y yo diría que también es muy distinta entre los filósofos que se ocupan de cuestiones más abstractas, de la razón pura, y los que entran en temas más concretos de la vida humana, la razón práctica, incluida la ética y la psicología. En el plano más general hay dos posturas extremas: los que piensan que el texto está profundamente relacionado con la personalidad y la biografía de su autor (Saint-Beuve es el paradigma, dentro de la crítica literaria decimonónica) y los que sostienen que ambas cosas son totalmente independientes (la crítica de Proust a Saint-Beuve defendía que el yo-escritor es radicalmente distinto del yo-social; el ejemplo extremo lo alcanzó el estructuralismo francés: la «muerte del autor» prácticamente lo reducía a un instrumento de las estructuras lingüísticas). Dentro de este amplio panorama: ¿por qué os planteasteis vosotros una biografía «tradicional» de Zubiri (en el sentido de reconstruir y narrar con el mayor detalle posible los avatares de su vida) y qué relación entendéis que tiene con su pensamiento filosófico?
JC: Sí, es un tema recurrente. Inevitable su planteamiento cuando se trata de publicar la correspondencia de un autor. En tu misma pregunta ya está la respuesta. Hay una autonomía de los planteamientos filosóficos, pero ningún filósofo, por abstracto o de fondo que sea el planteamiento, puede saltar por encima de su propia sombra (en este caso la historia concreta que vive). Es lo que queda meridianamente claro con Zubiri. Los avatares de su vida, sus amistades, sus maestros, le han dejado una profunda huella. Pueden aportar luces para situar su filosofía adecuadamente. Sin embargo, su vida no es imprescindible para penetrar en su filosofía. Aun así, creemos que la vida de Zubiri es más coherente con su propia filosofía de lo que se suele conceder: la razón sentiente zubiriana convive bien con la razón estratégica y la vida intelectual de Zubiri. Conocer su vida nos ayuda al menos a situar su concepción de la vida intelectual y, por tanto, una lectura más adecuada de su filosofía: Zubiri piensa que los intelectuales no tienen que justificar su existencia ofreciendo sus servicios «teóricos» a la sociedad. Tienen que ser lo que son, personas que dejándose arrastrar por la verdad producen creaciones, filosofías primeras, ideas metafísicas o hipótesis científicas y dan a estas toda la fuerza de que son capaces. Es seguro que llevar una vida intelectual no significa ser «portavoz» de lo universal, pero esta vida intelectual es tanto más intensa cuanto mayor sea el interés por la verdad, por nimia que esta sea. Para Zubiri, es en la autonomía más completa con respecto a todos los poderes donde reside el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual que se deje arrastrar únicamente por la verdad.
Llevada la cuestión que planteas, Lázaro, a la edición del Epistolario, nos encontramos con un problema aún más grave. Por un lado, están los enemigos declarados de estas publicaciones. Juzgan que nadie debe conocer lo que está destinado a una sola persona, en una fecha determinada y bajo un estado de ánimo concreto. Defienden el derecho a la intimidad de los autores y a que no se publique lo que no se escribió para la imprenta. Por otro lado, están los que piensan que un epistolario arroja luz sobre la obra y sobre un determinado modo de vida al que a menudo va asociada la creación intelectual. Creen que la correspondencia es un magnífico trampolín para entrar en el singular modo con que el autor ha construido su existencia y que ofrece la ventaja de una gran autenticidad, que brinda a veces lecciones de vida más espontáneas, profundas y delicadas que en la obra acabada y mil veces corregida.
Los propios autores de las epístolas suelen participar indirectamente en este debate. Algunos se preocupan de destruir, o dejan muy claro a los herederos que hagan desaparecer para siempre este género de material; otros, como es el caso de Zubiri, las guardan, obligando a sus sucesores a preservarlas y custodiarlas; con lo cual, se añaden a la discusión otras consideraciones: ¿Quién puede tener acceso a la correspondencia? ¿Solo los propios herederos? ¿Algunos investigadores o todos? Como a menudo algún insensato ha logrado apoderarse de cartas y realizar verdaderas zafiedades, algunos legatarios optan por postergar la publicación de la correspondencia hasta, por ejemplo, la desaparición de las personas implicadas en ella, pues la lejanía en el tiempo, que siempre hace su trabajo, permite huir de falsas polémicas y ser más comprensivo.
La discusión se complica con otros motivos menos racionales. Por ejemplo, los de aquéllos que deciden publicar una correspondencia privada por cuestiones de dinero y para satisfacer la curiosidad pública, el morbo u otras actitudes malsanas. O los motivos de los que, al contrario, temen bajar a una determinada persona de su pedestal y quieren proteger la imagen o fama, que traicionarían sus epístolas. En fin, la toma de posición en este debate es ineludible: ¿Tenemos derecho a publicar unos textos que fueron concebidos para no ser publicados? ¿Quién nos autoriza a desvelar lo que determinado personaje quería guardar para sí mismo y para sus amigos o familiares? ¿Debemos ceder ante esa tentación malsana de fisgonear en la vida de los demás buscando sus fragilidades o una heroicidad que nos sirva de modelo? ¿Cómo evitar los aspectos nefastos de los epistolarios sin renunciar a las informaciones relevantes que nos pueden brindar? Estos dilemas se acentúan en nuestro caso por estar cercanos en el tiempo los autores de la correspondencia a editar y convivir todavía con sus próximos y sus amigos íntimos. Por eso, desde un primer momento, hemos querido dejar claro cuál es el criterio que rige la publicación de esta correspondencia de Zubiri: como de él nos interesa, más que nada, su filosofía y su labor cultural, a ese interés hemos supeditado cualquier otro. Nos importa su correspondencia en la medida en que arroja luz sobre su vida intelectual y la evolución de su pensamiento. Nuestros escrúpulos en la edición de este epistolario no obedecen a ninguna actitud reverencial hacia Zubiri y mucho menos a una mojigatería intelectual, sino a un esfuerzo de fiabilidad historiográfica, de seriedad académica y de respeto a la persona, tan entrañable para muchos de sus amigos y discípulos.
Estamos convencidos de que las cartas son una fuente valiosísima para reconstruir la biografía de un autor y sus relaciones con la circunstancia, para establecer las redes de relación que marcan un tiempo, para verter alguna luz sobre su obra y la manera de comprenderla y de vivirla el propio autor y para descubrir facetas insospechadas de su existencia. En el caso de Zubiri, por ejemplo, la correspondencia nos revela a un hombre que se debatió a la búsqueda de su sentido vital en un contexto religioso complejo e intolerante, con las dificultades y las contradicciones de todo ser humano. También nos muestra, en contra de un tópico muy extendido, a una persona muy preocupada por la actividad cultural y a la que dedicó muchas más energías de las que aparentaba y él mismo confesaba.
JL: La contraposición que has mencionado entre el interés general por los temas privados y el respeto a la intimidad es clave, tanto para los epistolarios como para las biografías. La opinión de que no se debe publicar nada más que lo destinado por su autor a la publicación, en su forma más radical, hace prácticamente imposible cualquier biografía tradicional, pues la reduce a una reconstrucción cronológica de la obra, sin aportar informaciones nuevas sobre la vida. Con este método, por citar un ejemplo que a ambos nos es cercano, escribió Diego Gracia su excelente biografía intelectual de Laín Entralgo, en la que reconstruye con rigor y profundidad la evolución de sus ideas sin hacer prácticamente alusión a su vida personal, social o política. Aunque ambos fueron amigos íntimos, Gracia expone la trayectoria intelectual de Laín a la luz de sus publicaciones exclusivamente, como lo podría haber hecho un biógrafo que no hubiese conocido personalmente al autor que estudia. Y justifica su opción apelando al concepto orteguiano de «vocación», como cuestión nuclear en la vida de un intelectual y por tanto objeto central, si no único, de la mirada biográfica.
En el otro extremo están los biógrafos que consideran de interés público cualquier información que puedan obtener sobre la vida privada de los autores que estudian. Los más dignos emplean esos hechos privados para iluminar el origen biográfico y personal de la obra artística o intelectual. Es evidente que los problemas personales y familiares de Kafka o de Nietzsche nos dan claves importantes para entender el sentido de sus escritos. Pero hay también biografías deliberadamente «escandalosas» que explotan las intimidades de personas famosas con fines puramente comerciales, ya lo has apuntado.
En relación con esta polaridad, se suelen distinguir las biografías «oficiales» —prácticamente controladas, e incluso censuradas, por los familiares y herederos del biografiado— y las «no autorizadas», en las que los allegados se niegan a colaborar y generalmente se sienten ofendidos por los resultados, a veces incluso con demandas judiciales.
El tema es tremendamente resbaladizo. Los límites que establece la legislación no siempre son claros. Si ha pasado mucho tiempo desde los hechos en cuestión no suele haber problemas (ningún biógrafo de Cervantes va a encontrar conflictos de confidencialidad) pero al estudiar autores recientes el conflicto está asegurado. En mis incursiones biográficas muchas veces he tenido que decidir, ante una información de claro interés biográfico pero que podía molestar a personas vivas, entre la opción de incluirla o la de silenciarla. Y no hay red de seguridad ante cada una de esas decisiones. ¿Cuál ha sido vuestra experiencia en este campo de minas?
JC: Desde luego nos hemos planteado todo este tipo de problemas. Empiezo por el final. Una de las ventajas de nuestra biografía es que Zubiri dejó como heredero a Juan Lladó, su albacea, y su hijo, José Lladó, mantuvo la tradición de su padre. El presidente de la fundación era y es Diego Gracia, también digno sucesor de Laín y amigo íntimo de Zubiri en sus últimos años. Si los herederos hubieran sido sus familiares quizá habrían puesto más palos a las ruedas o habrían impedido la biografía. No lo sabemos. A menudo, a las familias les interesa la rentabilidad económica. En honor a la verdad, la familia, los sobrinos de Xavier, nos dieron acceso a sus cartas y se interesaron por la biografía.
Diego Gracia confió en nosotros desde el principio. Pero nuestra biografía no es ni autorizada, ni oficial, como lo prueba el que no está publicada en Alianza Editorial ni bajo el sello de la Fundación. Con Diego Gracia mantuvimos al menos dos discrepancias, totalmente legítimas. Pero eso sí, ha sido siempre todo un señor y no nos ha puesto ningún impedimento y mucho menos algún tipo de censura. La primera discrepancia ya la apuntas en tu comentario. Él habría preferido una biografía exclusivamente intelectual. Nosotros defendimos a capa y espada que las circunstancias vitales (políticas, históricas, relacionales) eran importantes, no solo para comprender la filosofía, sino para situar correctamente al personaje en la España del siglo xx. Lo cierto es que Diego Gracia ya tenía un esbozo de biografía intelectual y cuando vio la nuestra y —pensamos nosotros— la importancia de algunos hechos (por ejemplo, Zubiri fue el único sacerdote español condenado por modernista, y esto era muy poco conocido) nos lo prestó muy amablemente. (La palabra «modernista» fue utilizada a principios de siglo por la Iglesia católica para designar el conjunto de errores doctrinales descubiertos en un movimiento muy difuso de historiadores, exegetas, teólogos, científicos, filósofos y escritores, muchos de ellos sacerdotes, que pretendían adaptar el cristianismo a los «tiempos modernos». Hacia finales del siglo xix y principios del siglo xx toda una generación de jóvenes intelectuales, sobre todo franceses, estaba convencida de que sin reformas teológicas y eclesiales profundas se corría el riesgo de convertir el cristianismo en una superstición para uso de ignorantes).
La segunda discrepancia fue el estilo, muy poco habitual en las biografías. Quisimos adaptar una fórmula novelesca que no se apartara ni un ápice de la verdad histórica. Precisamente Zubiri en Inteligencia y razón (1983) afirma que una novela es comparable a una formulación matemática y que según para qué nos da mucho más conocimiento. El caso es que Gracia pensó que este estilo le quitaba rigor o que no era adecuado. No obstante, la recepción de la biografía fue muy buena. Y, en general, también los filósofos agradecieron un estilo que creemos que facilita la lectura y la penetración en la misma filosofía de Zubiri. Obviamente, otros, y probablemente el mismo Gracia, siguen pensando que otra fórmula sería mejor. Eso no quita que el mismo Gracia haya valorado muy positivamente la biografía.
En cuanto a no herir a personas vivas ni a sus herederos, hemos procurado no hacer juicios de valor y ser lo más respetuosos posible. Eso sí, sin esconder nada, siguiendo la fórmula suaviter in modo, fortiter in re. La Fundación Ortega nos apoyó y nos facilitó toda la documentación y correspondencia de Ortega con Zubiri. También Laín Entralgo, un gran entusiasta de nuestro proyecto biográfico. La familia de Morente, el sobrino de Zaragüeta… Fue mucha la gente que nos apoyó y facilitó información. Julián Marías, del que Zubiri se fue distanciando, también nos acogió con la máxima simpatía. No pudimos obtener su correspondencia al principio porque creemos que ni siquiera la tenía ordenada y probablemente tampoco tenía ganas de hurgar en una herida, en un distanciamiento que le dolió a Marías. Fue en la segunda edición cuando pudimos recuperar su correspondencia. La mayor dificultad para obtener la información que nos interesaba en 2002 la tuvimos con los seminarios de Madrid y de Vitoria.
También hay que ver que nuestra biografía, empezada 23 años después de la muerte de Zubiri (a los 83 años) y 10 años después del fallecimiento de su esposa Carmen Castro ya no podía afectar de la misma manera que cuando se escriben biografías más cercanas en el tiempo o de personas que no han sido tan longevas.
JL: Estoy completamente de acuerdo con la objeción de Diego Gracia a las técnicas que usáis en la biografía de carácter no solo narrativo —esas me parecen imprescindibles— sino abiertamente novelístico. En el prólogo a la primera edición ya declaráis que habéis intentado recrear fielmente situaciones en la vida es Zubiri utilizando testimonios personales o documentales; sin embargo, también reconocéis que numerosos «diálogos o escenas que se recrean en el libro no se corresponden, en cambio, con hechos tan precisamente acreditados». Os referís a conversaciones imaginarias entre personas reales narradas en estilo directo. Las usáis de forma muy frecuente e inevitablemente tienen un tono de ficción que disminuye mucho la verosimilitud de lo que narráis, cosa que no ocurriría si hubieseis relatado esas conversaciones reales, de las que no existen transcripciones literales, en estilo indirecto, que es lo habitual y pienso que lo adecuado. En el libro Conversaciones sobre Xavier Zubiri funcionan perfectamente, pues son transcripciones directas de testimonios auténticos. Pero en la biografía, el diálogo entre Ortega y Zubiri cenando en casa del segundo o el del filósofo con su portera sobre noticias de la prensa sensacionalista acerca de una gata con alas resultan extremadamente artificiosos y pienso que son contraproducentes.
JC: Sí, desde luego, otras personas nos han señalado este uso prescindible de la ficción. Como bien dices, el problema no es tanto el estilo «narrativo» como algunos «diálogos artificiales». Es decir, se puede optar por un carácter más literario que ensayístico sin introducir diálogos imaginados. Una vez optado por la narración en lugar del ensayo, hay muchos recursos literarios evocativos, recreadores, imaginativos, psicológicos sin necesidad del recurso al diálogo. Sin embargo, también es cierto que Stefan Zweig, a nuestro parecer uno de los mejores biógrafos, sino el mejor, utiliza también diálogos recreados para dar vivacidad a sus biografías. Y hay que decir que a muchos lectores, ¡incluso filósofos!, les han gustado los diálogos y aseguran que les ha ayudado a leer la biografía como si fuera una novela. Como diría Zubiri en estos casos «il y a deux écoles».
El historiador francés Georges Duby se refería a la historia como «arte literario», ya que el historiador debe ser capaz de evocar lo pasado y esa capacidad solo la proporcionan los recursos de la literatura. Aplicándolo a la biografía, ¿por qué no utilizar el recurso literario del diálogo que le da vivacidad y convierte a la biografía en una especie de novela histórica? Para Zubiri la novela es en el conocimiento de las personas lo que una creación matemática es en el conocimiento de la realidad física. No nos cabe duda de que una pieza de teatro, un diálogo, los recursos literarios, pueden decirnos más sobre una persona, sobre la realidad humana y sobre su tiempo que un sesudo estudio de antropología, sociología o historia.
Decidimos por tanto utilizar el recurso (imposible con la maestría de Zweig), pero con las siguientes salvedades:
- Dar cuenta en nota de la veracidad y de lo documentado.
- Todos los diálogos que introducimos se produjeron efectivamente (aunque no exactamente con las palabras que utilizamos), incluso el que aludes de Veneranda, la portera. Casi todos nos fueron narrados por testigos. No son en ningún caso pura invención. En algunas ocasiones —con Ellacuría, por ejemplo— el diálogo está casi documentado.
JL: Julián Marías falleció en 2005, el año anterior a la primera edición de vuestra biografía. Imagino que fue una suerte para él no haber llegado a leerla, pues la imagen que dais, y que concuerda con otras fuentes, es que Zubiri, tras el acercamiento juvenil, fue muy crítico con Marías, incluso despectivo. Esto se ve ya en su impresión de que la temprana Historia de la filosofía de Marías se apoyaba demasiado en los cursos que acababa de darle Zubiri, si es que no los plagiaba directamente. Y sigue en fuertes críticas directas e indirectas, pues, según vuestros testimonios, Zubiri reprochó a Marías en términos muy duros su excesiva idolatría hacia Ortega, al que además acusaba de pontificar sobre temas de los que sabía muy poco, como era el caso de la teología. ¿No crees que a Marías le hubiesen resultado hirientes bastantes páginas de vuestro libro?
JC: Nosotros guardamos un grato recuerdo de Julián Marías y ahora, tanto en el Epistolario como en la segunda edición de la biografía, queda claro el motivo del distanciamiento y del despecho de Zubiri, más allá de los «dimes y diretes». Lo cierto es que Marías siempre admiró a Zubiri y continuaba dolido por su distanciamiento. Nuestra hipótesis, corroborada sobre todo con la segunda edición de la biografía, la expresamos sucintamente en la siguiente nota del Epistolario (p. 247): «Vale la pena remarcar que, por lo que se deduce de su nutrida correspondencia con Julián Marías, Zubiri lo consideraba en los años treinta y a principios de los cuarenta su discípulo predilecto, un amigo íntimo; veía en él a su socio y colaborador en un futuro inmediato y quería obtener para él una auxiliaría en la Facultad (cf. X. Zubiri a J. Marías, 28-VI-1936). Después de la guerra civil, le dirigía la tesis desde Barcelona, planeaba integrarlo en su grupo de estudio con Laín, quería compartir publicaciones con él, e incluso deseaba que Marías fuera su sustituto en la cátedra de Madrid (cf. X. Zubiri a J. Marías, 10-III-1941). Todo esto se torció a finales de los años cuarenta y a principios de los cincuenta, cuando parece que Zubiri no encajó bien que Marías se alejara de él y que encumbrara a Ortega y se uniera a sus proyectos culturales (el Instituto de Humanidades, etc.) (cf. X. Zubiri a C. Castro, [ix-1950, Epistolario, p. 393], [30-ix-1950, Epistolario, p. 394], [otoño-1950, Epistolario, p. 395], [xii-1950, Epistolario, p. 401), mientras —según él— usaba en sus trabajos las ideas filosóficas zubirianas sin citarlo (cf. X. Zubiri a C. Castro, 27-xi-1950, Epistolario, p. 401). Lamentablemente, sin que conozcamos la causa, no se conservan en el Archivo Xavier Zubiri las cartas que le dirigió Julián Marías, lo que nos obliga a mantener cautela en los juicios sobre su intensa relación inicial y su posterior distanciamiento. Sobre los motivos de su desencuentro puede leerse: D. Gracia, El poder de lo real. Leyendo a Zubiri, Madrid, Triacastela, 2017, pp. 141-147. También la entrevista a J. Marías (en Conversaciones sobre X. Zubiri, Madrid, PPC, 2008, pp. 49-65), donde dice que «La intimidad que he tenido con Ortega no la he tenido con nadie» (p. 62); y «quizás una intimidad así era lo que buscaba Zubiri con él».
No hay que olvidar que Zubiri le hizo el Prólogo del libro Historia de la filosofía. Al principio Zubiri le tiraba piropos al libro de Marías y se ofrece a colaborar: «Aquí, mandé para la universidad tres ejemplares de su libro que ha tenido un gran éxito. En la segunda edición habrá que poner pequeños complementos aquí y allá. Pero desde luego está muy bien» (Epistolario, p. 322).
No tuvimos ninguna queja de la familia de Julián Marías y no solo eso, colaboraron en la edición del epistolario dándonos acceso a la correspondencia cuando no estaba todavía bien clasificada. Especialmente le gustaba a Marías la carta que le envió con motivo de su boda, que luego pasó a su hijo mayor y que también pudimos recuperar en la segunda edición: «Cuando íbamos a casarnos Lolita y yo nos escribió una admirable carta sobre el matrimonio, que le dimos a leer a nuestro hijo mayor cuando al cabo de los años iba a casarse» (Epistolario, p. 325).
Diego Gracia también ha agradecido el trabajo que creemos que da fundamento a sus tesis sobre la relación y que sitúa bien el triángulo Ortega-Marías-Zubiri. Supongo que la relación también se podría abordar desde una perspectiva psicológica. Lo que a nosotros nos interesa es que Zubiri tenía, parece, un proyecto «intelectual» diferente de Ortega. Ortega también utilizó a Marías para dirimir lo que él llamaba «la cuestión Z.» (Epistolario, p. 368).
JL: ¿Pero que era exactamente lo que Ortega llamaba «la cuestión Z.»?
JC: Es como designa Ortega y Gasset la pregunta sobre la forma de vida de Zubiri, las verdaderas razones filosóficas de la vida retirada que lleva Zubiri en la España de la posguerra y de su vida intelectual. En 1953, con ocasión de los 70 años de Ortega, Julián Marías organiza un homenaje público, en el que participan entre otros Pedro Laín, Guillermo Díaz Paja o Fernando Vela, y le comunica a Ortega que piensa pedir la colaboración de Zubiri. Ortega contesta a Marías manifestándole su inquietud ante tal iniciativa: «Me inquieta que vaya usted a hablarle uno de estos días. Me permito rogarle que no lo haga hasta que me haya aclarado usted bien de qué se trata… Si usted recuerda cuál ha sido mi actitud respecto a la cuestión Z. no le extrañará si le digo que, a mi juicio, la cuestión Z. es difícil precisamente de tocar, no ya de tratar. De aquí que, en rigor, ni siquiera hablando con usted yo he llegado propiamente a tocarla» (Epistolario, p. 368).
Marías habló con Zubiri y éste declinó la cooperación. Ortega, que tiene un alto concepto de Zubiri, vuelve a escribir a Marías recriminándole que, preocupado por lo accesorio (que Zubiri participe en los actos de homenaje) haya dejado de lado lo que verdaderamente le importa: el porqué de la vida retirada que lleva Zubiri en la España actual: «Me extraña que no procurase usted […] colegir el porqué de esa forma de vida. Ese “porqué” es de gran interés, no por mera curiosidad, sino porque en él seguramente aparece una manera de sentir la situación actual que puede ser para nosotros esclarecedora» (Epistolario, p. 368).
Zubiri no dejará de homenajear a Ortega en sus cursos y en toda su vida solo escribirá dos artículos en la prensa, precisamente dedicados a homenajear a Ortega. Cuando Ortega es vilipendiado por muchos, Zubiri no tan solo le declara su maestro y compañero en la búsqueda de la verdad, sino maestro común y necesario de los españoles.
«La cuestión Z» en la España de la posguerra pone de relieve al menos dos cosas:
La primera, que Zubiri nunca dejará de reconocer a Ortega y su espíritu de radicalidad filosófica; pero de la relación íntima que tenían en París, donde se mantiene un cierto vínculo maestro-discípulo, se pasa a una cierta distancia (relativa porque nunca dejarán de verse y Zubiri será de los últimos en hablar con Ortega ya en su lecho de muerte); sus proyectos eran ya diferentes. Zubiri manteniendo siempre su gratitud a Ortega, abandona su filosofía, como también la de Heidegger y emprende su propio camino filosófico, distinto del orteguiano.
Y la segunda que el proyecto de regeneración cultural de Zubiri para España también es diferente. El planteamiento ideológico de la Sociedad de Estudios y Publicaciones que dirige Zubiri no pretende confrontarse con novedades o con discusiones inmediatas sobre el contexto político-histórico, sino con problemas fundamentales fuera de las modas. Zubiri está convencido que a la larga se percibirá la influencia en España de la Sociedad de Estudios y Publicaciones.
JL: Jordi, tal como la acabas de exponer, «la cuestión Z.» me parece que muestra muy bien lo que me parece el mayor acierto de vuestra biografía: la forma en que lográis pintar esa lucha tenaz de Zubiri para no tener una biografía, en el sentido convencional y externo de actividades múltiples y variadas. Su verdadera vocación, auténticamente filosófica, estaba en esa determinación para confrontarse con problemas fundamentales fuera de las modas, no con novedades o con discusiones inmediatas sobre el contexto político-histórico. Y eso exigía vivir como un anacoreta y abstenerse por completo de cualquier intervención en la vida pública, no digamos ya en la vida política. Defender el encierro total en su biblioteca y la concentración absoluta en la más pura filosofía le supuso sacrificios personales y económicos, como muestra su rechazo de cursos muy bien pagados en Latinoamérica para no distraerse de su trabajo y no contaminarse con los organismos oficiales que le invitaban. Es el modelo más extremo del pensador encerrado en su torre de marfil, si podemos quitar a esa expresión la habitual carga peyorativa (cosa que no es fácil). El extremo opuesto al estilo intelectual de Ortega o de Laín, que necesitaban intervenir cada semana en revistas y periódicos y publicar un libro o varios cada año. Mi impresión es que vuestra biografía nos permite entender la forma cotidiana en que se materializaba esa necesidad de aislamiento sin el cual no habría sido posible una obra con la amplitud y la profundidad de la suya. Que además quedó prácticamente inédita hasta su muerte, porque nunca le parecía lo bastante madura para publicarla. Yo diría que «la cuestión Z.» se podría resumir en el imperativo de soledad y concentración intelectual que solo era posible procurando no intervenir en nada y que le dejaran en paz.
Pero, junto a este elogio a vuestro libro —y a la doble publicación de las entrevistas y el epistolario que lo hicieron posible—, hay alguna cuestión que me resulta incómoda y que no podemos dejar de comentar. Una es la sensibilidad de Zubiri por la belleza femenina. Dedicáis páginas muy brillantes a describir la fascinación que despertaba aquel joven y atractivo sacerdote entre sus alumnas de la facultad, el enamoramiento (no hay otra palabra) que sintió por él María Zambrano, la coquetería con la que atendía a las mujeres bellas que se le acercaban, sus amores y crisis conyugales con Carmen Castro, su relación sentimental con Asunción Medinaveitia. ¿Qué aporta todo esto al conocimiento de su obra filosófica? ¿No da cierta razón a los que piensan que el respeto a la intimidad ha de ser absoluto y no se deben hacer ese tipo de revelaciones sobre los demás ni siquiera de forma póstuma? Aunque enriquecen claramente la comprensión de la persona e incluso le humanizan, hacerlo público me parece un poco contradictorio con la extrema discreción que Zubiri mantuvo toda su vida.
Quiero señalar que lo que planteo es una cuestión de fondo sobre los diversos sentidos que puede tener una biografía, desde el filosófico hasta el psicológico. Un biógrafo del rey Juan Carlos o de Jean-Paul Sartre tendría que poner sus relaciones con las mujeres en el centro de su proyecto existencial y de su obra. En el caso de Zubiri se puede considerar ajeno a ello. Y ahí es donde os pregunto sobre el sentido que tiene incluir ese tipo de intimidades en un proyecto como el vuestro.
JC: En nuestra biografía intentamos desmentir lo que fue un tópico común, que Zubiri vivía en su torre de marfil. Cierto, hay una soledad de Zubiri, como ya aducimos en el título, que va más allá del silencio filosófico necesario para elaborar una filosofía radical como la de Zubiri, pero en el caso de Zubiri creo que sería más propio hablar de un exilio interior en la dictadura. La biografía da cuenta del interés de Zubiri por la Universidad, su activismo en la República, su protagonismo en la revista Cruz y Raya, incluso de un cierto entusiasmo en la declaración de la República. Lo que Zubiri vivió fue una especie de desolación en un erial como el que era la España de la posguerra donde no encontró otros interlocutores que escolásticos. Recordemos que venía del mundo de la fenomenología y que hasta 1927 (sus años de juventud) fue un heideggeriano según confiesa él mismo. Hasta en París (1936-1939) se encontraba académica e intelectualmente como un pez en el agua y, desde luego, no habría vuelto a España tan precipitadamente sin la entrada de Francia en la Segunda Guerra Mundial.
Lo sorprendente en Zubiri fue lo fecundo de su silencio y su soledad. Su opción de un retraimiento frente a la cruel historia de su tiempo y de las efímeras modas filosóficas le costó muchas incomprensiones y desprecios. Aun así, nuestra biografía muestra el interés cultural, y en cierto modo político (interés por el bien común), de Zubiri. En sus cursos tenía más gente que en las aulas universitarias y entusiasmó a un buen número de médicos, científicos, psicólogos. Sin duda, Laín y José Lladó fueron unos ángeles para él. Por sus cursos y por la actividad de la Sociedad de Estudios y Publicaciones pasaron no solo los grandes literatos y científicos de España, sino un buen número de teólogos y filósofos europeos, y estaba convencido de que el tratamiento genuino de los problemas y una vida intelectual llevada a la creación filosófica, no por ninguna ínfula de originalidad, sino por la problematicidad misma, podría ser muy fecunda. Y creemos que así ha sido. La filosofía zubiriana aún tiene mucho para dar de sí. Pero es que además Zubiri auspició seminarios de todo tipo: con su íntimo amigo Ochoa, con Guillén, con arabistas, sobre M. Eliade, con Aranguren, con Boismard, sacerdote domínico (con el que se da el caso de que lo tratado en el seminario, sobre la resurrección, que interesó a Zubiri y que quería publicar inmediatamente, no pudo ser publicado hasta el año 2002, cuando la orden autorizó a Boismard a hacerlo. Y así, podríamos relatar un montón de anécdotas que tomadas en su conjunto nos revelan el talante libre de Zubiri). Uno que está encerrado en su torre de marfil no pierde el tiempo convocando reuniones con intelectuales europeos, fomentando debates y un sinfín de publicaciones. Fue con la creación del Seminario Zubiri, hacia los años setenta, donde ya participaban Diego Gracia y Ellacuría, cuando Zubiri encontró por fin el ambiente para discutir y profundizar en su filosofía. Fíjate que en cuanto pudo abandonó su soledad filosófica.
Respecto a las relaciones femeninas de Zubiri, y más precisamente la de Asunción Madinaveitia, creo que vale la pena volver a plantear la cuestión discutida de como elaborar una biografía.
Puede parecer paradójico que unos profesores de filosofía como nosotros, zubirianos confesos, escriban una biografía de Zubiri. ¿Acaso no es el mismo Zubiri el que nos enseña a prescindir de todo aspecto colateral, periodístico o morboso para plantearnos sin paliativo alguno los problemas filosóficos? ¿No pasó toda su vida Zubiri huyendo de la fama, de la presencia pública, del éxito para dedicarse a cuerpo entero al ejercicio filosófico? ¿Penetrar en sus intimidades, revelarlas al gran público, no es invitar justamente a perderse en aspectos anecdóticos en lugar de pensar y discutir su obra? Si ya de por sí X. Zubiri desconfiaba tanto de sus cursos e inéditos que llegó a pensar que lo mejor sería que se destruyesen los inéditos una vez que él muriese, imaginemos lo que desconfiaría de sus cartas y epístolas y ya no digamos de una biografía sobre él.
El problema es más grave si pensamos en lo que han venido a parar las biografías actualmente. El interés por los chismes, escándalos, el cierto voyerismo que implica el género biográfico, la proliferación de las mismas, tanto más exitosas entre el público cuanto más subjetivas y deformadas son, hacen que este género sea muy popular, pero poco riguroso y fiable. Además, uno no sabe en las biografías que es más importante, si la vida del biografiado o la de sus autores, que suelen perseguir a través de una biografía determinadas intenciones religiosas, políticas o morales. Muchas veces se enjuicia a un determinado personaje por lo que ha hecho, lo que debería haber hecho, lo que ha dejado de ser, etc. Es difícil encontrar una biografía que narre la vida de alguien más allá del bien y del mal.
En concreto, nosotros nos planteamos tres posibilidades:
La primera es pensar que lo que una filosofía vale es lo que valen las razones que el filósofo expone y que a eso nada le añade el saber biográfico sobre el filósofo en cuestión. Se podría leer y valorar la obra de un filósofo sin necesidad de saber nada sobre su vida o su trayectoria. Pero esto es muy antizubiriano. Yo mismo transcribí su curso La dimensión individual, social e histórica del ser humano para Alianza Editorial y queda patente en él la importancia que da a lo personal.
Desde una perspectiva estrictamente filosófica, la vida de Zubiri tiene más importancia de lo que podría parecer en un primer momento. En los comentarios que dedica a Sócrates en Naturaleza, historia, Dios, podemos entrever la propia actitud filosófica de X. Zubiri respecto a esta imbricación. ¿No traslucen estos comentarios más bien la propia manera de entender la vida y la filosofía de Zubiri que la de Sócrates? Ante la frivolidad intelectual, la ola de publicidad en que degenera la sofística y la futilidad para la vida de la ciencia, Sócrates se retira. «No es una simple postura, como la postura de los sofistas: es el sentido de su vida misma, determinada a su vez, por el sentido del ser. Es una actitud esencialmente filosófica. Pero sería un error suponer que esta retirada fue la adopción de un aislamiento total. Sócrates no fue un pensador solitario. Lo privado de una vida no es idéntico a su aislamiento. Hay, por el contrario, el riesgo de que el solitario encuentre, en su soledad aislada, un modo de notoriedad y, por tanto, de publicidad» (Naturaleza, historia, Dios, p. 244). «Que algunos discípulos suyos malentendieran así su actitud es cosa conocida. No se trata de esto. Mucho menos aún de lo que ha sido, por ejemplo, la soledad para Descartes. El solus recedo de Descartes, ese quedar a solas consigo mismo y su pensamiento, está a doscientas leguas de Sócrates, por la razón sencilla de que no ha habido ningún griego que haya tomado esa actitud mental. A donde Sócrates se retira es a su casa, a una vida semejante a la de cualquier otro, sin entregarse a las novedades de una concepción progresista de la vida, tal como se hacía en la élite ateniense, pero sin dejarse impresionar tampoco por la mera fuerza del pasado. Tiene sus amigos, y con ellos habla. Para todo buen griego, el hablar va tan unido al pensar como para el semita rezar y recitar; la oración del semita es justamente eso, oración, algo en que participa siempre su os, su boca. Para un griego, el hablar no se da aislado del pensar: el logos es, a la vez, lo uno y lo otro. Entendió siempre el pensamiento como un diálogo silencioso del alma consigo misma, y el diálogo con los demás como un pensamiento sonoro. Sócrates es un buen heleno: piensa hablando y habla pensando. De hecho, de él ha salido el diálogo como modo de pensamiento» (Naturaleza, historia, Dios, p. 245).
El mismo Zubiri considera que la vida personal es algo esencial para el filosofar. Así, en una carta a Heidegger escrita en 1930 le dice que ha podido discutir muchas de las cuestiones filosóficas que le interesaban. Le dice «Je n`ai rien obtenu de ce que cherchais. Par contre j´ai connu l`homme, je l`ai étudié. Et croyez moi ceci n´est pas sans valeur pour l´ontologie».
La segunda posibilidad es la de quienes, negando la radicalidad de la posición anterior, advierten que no puede ser comprendido un texto al margen del conjunto de la obra de un autor, de las lecturas o estudios que realiza, de sus maestros o sus detractores, del itinerario que ha seguido en la producción de sus obras… Lo que haría falta, pues, es una biografía intelectual del autor, porque a pesar de que una filosofía no gana verdad con el estudio biográfico de su autor, sí que gana claridad y ello facilita su comprensión por parte del lector. De esa biografía intelectual habría que excluir todo aquello personal que exceda o no tenga nada que ver con lo estrictamente filosófico. Lo propio de la filosofía es precisamente que todo ello (los factores personales) queda puesto entre paréntesis por la operación filosófica.
Aún cabría una tercera posición, que es la nuestra, que insistiría en el valor filosófico de la biografía personal, histórica, vital, circunstanciada, del filósofo en cuestión, con sus luces y sus sombras. Habría que reflejar las circunstancias personales y vitales, además de las históricas y culturales, que también pueden dar claridad a una filosofía, esto es, inteligibilidad y, en esa medida, verdad.
La primera razón que avalaría el valor filosófico de una biografía como la nuestra, que no prescinde de las circunstancias personales, filosóficamente muy zubiriana, al menos como lo entendemos nosotros, sería que hablar de una simple biografía intelectual es una abstracción… Solo existe la historia de la persona entera en la que lo corporal y lo espiritual, lo sentimental y lo intelectual, lo físico y lo psíquico (si es que esas distinciones valen) forman sistema. Si algún interés puede tener la biografía intelectual de un pensador, esa biografía no podrá prescindir de todo el complejo de circunstancias que rodean su actividad investigadora.
La segunda razón es que una biografía «histórica», que incluya un recorrido riguroso por la trayectoria intelectual, puede contribuir de manera decisiva a la comprensión de una filosofía por cuanto que: nos pone al corriente de las experiencias vitales (esperanzas, miedos, preocupaciones, sensaciones, etc.) que dieron lugar a su vocación filosófica y han ido rodeando la concepción de su pensamiento original; nos permite evocar aquellas experiencias cruciales de lo real de las que emerge o que motivan su discurso o algunos aspectos del mismo; nos detalla la tradición recibida por el autor, el contexto histórico, político, académico, personal, sentimental, etc., en el que recibe esa tradición; nos puede acercar al «aire», al ambiente que respiraba el autor estudiado; nos posibilita calibrar las posibilidades reales que al filósofo le ofrece la situación en que vive, en un contexto económico, político, geográfico, literario; nos da a conocer el marco de relaciones personales en el seno del cual una persona adquiere sus conocimientos y concibe sus proyectos: simpatías y antipatías, impulsos o impedimentos, oportunidades aprovechadas o perdidas; Nos hace percatar de las experiencias que jalonan el desarrollo de su sensibilidad, sus expectativas, esperanzas, siempre históricamente, socialmente y geográficamente situadas.
Nuestro propósito fue el de contextualizar la figura de Zubiri en el siglo xx, restablecer en la medida de lo posible los hechos históricos contrarios, o no, a cualquier leyenda que pueda haberse establecido, no para desposeer a la obra de Zubiri de su fuerza innovadora, de su riqueza y fecundidad, sino, por el contrario, para devolvérselas en todo su esplendor. En cualquier caso, quisimos evitar varios extremos: el de escribir una especie de hagiografía; el de escribir una especie de crónica, una narración de la simple sucesión de hechos externos; el de moralizar o juzgar al personaje y el de psicologizarlo (psicoanalíticamente o de otra manera).
No nos cabe duda de que Zubiri no hubiera querido una biografía, ni un epistolario, ni la publicación de sus cursos. Lo que sucede es que con personajes de la talla histórica de Zubiri la obra que han puesto voluntariamente en circulación nos invita permanentemente a adentrarnos en el terreno más oculto de las condiciones que marcaron su gestación: proyectos, dudas, temores, relaciones personales, interlocutores, etc.
Ciertamente, como ya planteas, Lázaro, no resulta fácil encontrar el equilibrio entre cuestiones que al biógrafo le pueden parecer relevantes y cosas que deben ser silenciadas porque pertenecen exclusivamente al territorio secreto que todos y cada uno de nosotros se reserva en su propia existencia. No quisimos hacer ni un libro escandaloso ni una vida de santo, sino una biografía lo menos moralista y lo más honesta intelectualmente que se pudiese. Sin tratar de escribir una vida ejemplar ni denigrar al personaje. El criterio que intentamos seguir fue el de contar los hechos, en el contexto de su realidad, cuando es necesario contarlos para comprender tal o cual acontecimiento, tal o cual aspecto de la obra y del pensamiento de Zubiri.
A partir de aquí creo que puedo intentar responder a tu objeción: el peligro de irrespeto de la intimidad de Zubiri, sobre todo por lo que hace referencia a su vida matrimonial.
Respecto a su vida matrimonial Zubiri no fue ningún santo. Sin embargo, su relación con Carmen fue muy importante: Zubiri mismo confiesa que es el amor de Carmen el que le salva, le devuelve la tranquilidad de espíritu y le abre de nuevo a la fe cristiana, con una fuerza que él jamás habría soñado antes. El asunto de María Zambrano, ella misma fascinada por Zubiri, ha interesado muchísimo a los biógrafos de Zambrano, y no habría aquí ningún motivo de escándalo. Lo más discutible era, sin duda, hablar de su relación con Asunción Medinaveitia. También hemos evitado una interpretación psicológica no muy difícil teniendo en cuenta la relación materna de Zubiri, las dificultades que han experimentado otros sacerdotes en situaciones parecidas y el contexto de la época franquista.
¿Por qué si expresamente hemos dejado de lado la vida sentimental de Zubiri por su irrelevancia en la construcción de su filosofía, por el respeto a su intimidad y para no dar pábulo al chismorreo, no hemos descartado también a Asunción Medinaveitia?
Cuando escribimos la biografía, la mayoría de las personas que entrevistamos conocían la relación con ella y circulaban un montón de habladurías. Dejar de mencionar un aspecto tan importante en la vida de Zubiri y bastante conocido en algunos círculos, fácilmente hubiera desacreditado la biografía en el sentido de que nos estábamos autocensurando o dando una imagen de Zubiri que no corresponde. Su personalidad es compleja y difícil, pero al menos eso queda claro en la biografía. Una primera razón, pues, era la de ser honestos con nuestra investigación.
Pero la razón más importante es que lo de Madinaveitia tiene su importancia para comprender a Zubiri porque su vida cotidiana no es ajena a su ausencia pública. No podíamos renunciar a hablar, aunque fuese a modo de mosaico y sugerencia, de su inestabilidad afectiva y familiar. Tampoco es extraño que un cura de 37 años, sin ningún tipo de experiencia, tenga dificultades al casarse con una mujer mucho más joven y con la que no comparte probablemente su forma de vida. Es importante darse cuenta de que Carmen intentó rodear a Zubiri con un tipo de vida que era la propia del entorno de Carmen, pero no del que había vivido Zubiri. Esos usos de una burguesía decadente del barrio de Salamanca, con sirvientas de cofia y guantes blancos, eran un medio artificioso que separaba a Zubiri de lo que habían sido sus amigos y lo colocaba en un mundo de cuyo encorsetamiento se escapaba en cuanto tenía ocasión, y eso implicaba escabullirse de Carmen.
Hay que tener muy en cuenta que su relación con Asunción, una relación que duró toda la vida y más allá —nos entrevistamos en varias ocasiones con ella—, fue decisiva para su salida de Barcelona, su abandono de la universidad y su vuelta a Madrid. No es un tema baladí y sobre su abandono de la cátedra se han escrito muchas inexactitudes. No hablar de esta relación sería silenciar un hecho trascendental de la vida de Zubiri y avalar otras versiones sobre el abandono de la cátedra que no se corresponden con la verdad (como la de Carmen, por ejemplo). En el siglo XXI creemos que a nadie puede escandalizar lo que contamos.
Se entienden mejor algunas de sus reflexiones. Por ejemplo, en el prólogo a Descartes, que tradujo su esposa, se propone describir el estado de ánimo de Descartes, pero, se está refiriendo a sí mismo cuando parece no hacerlo: «Todo hace sospechar que Descartes dejó por decir lo mejor de su pensamiento, algo que afectaba tal vez al ser del hombre. Descartes poseyó una intensa intimidad, pero esta, como su filosofía, fue doliente y callada. Al dejarla sin expresión completa, Descartes, fiel a sí mismo, fue el primer cartesiano. Su intimidad no reposó allí donde todas las apariencias y circunstancias hacían presumir que efectivamente estaba reposando. Indudablemente, el legado completo de su razón genial solo fue para alguien, que lo recibió como sutil obsequio de su intimidad. ¿Para quién? Solo Dios lo sabe» (Naturaleza, historia, Dios, p. 169).
Estableciendo un paralelismo con su propia situación sentimental, Zubiri cree que una de aquellas dos mujeres, Cristina de Suecia o Isabel de Hungría, más probablemente la segunda, penetró en lo más profundo del corazón de Descartes y compartió con él sus íntimos secretos. Como Descartes, también Xavier vive abocado a su relación sentimental con Asunción Madinaveitia, la persona en quien reposará su intimidad a lo largo de toda su vida. De hecho, su retiro madrileño, como ya hemos dicho, no es completamente ajeno a esta situación que él considera «irregular» y, en consecuencia, incompatible con una vida pública en la ultracatólica España de la posguerra.
A Asunción le mandamos los capítulos en los que aparece y se emocionó. Quedó muy sorprendida de toda la información que teníamos, consideró un acierto el modo narrativo de la biografía, le afloraron recuerdos de París, según ella, extraordinariamente bien descrito el ambiente. Consideró que éramos muy delicados con Zubiri y con ella. Y nos agradeció que publicáramos el asunto. Como su relación con Zubiri fue objeto de toda clase de rumores y maledicencias, ella consideró que la exposición de la misma que hacíamos en el libro era ajustada y máximamente delicada, cosa que nos agradecía y que creía que era beneficiosa.
No me resisto aquí a citar una recensión de Antonio Pintor-Ramos (junto con Diego Gracia, una de las personas que más han contribuido al conocimiento de la filosofía zubiriana y cuyo ánimo fue decisivo en nuestro trabajo). Si es cierto lo que dice, nos podemos dar por más que satisfechos. Es lo que pretendíamos:
Son muchos los filósofos que, por principio, recelan de las biografías porque los biógrafos suelen estar más atentos a lo noticiable y dejan en segundo plano los intereses filosóficos y es casi inevitable que tiendan a diluir el alcance teórico de un pensamiento en medio de un anecdotario irrelevante. Uno sospecharía que esto se acentuará hasta el extremo en un caso como el de Zubiri, una persona que sistemáticamente rehuyó toda vida pública, una persona marcada por un retraimiento en el que solo tienen cabida las costosas fatigas de la construcción de una filosofía, cuyo valor al final solo se va a medir por su valía y no por los esfuerzos que en ella haya gastado su autor.
Igualmente hará muy bien en suspender el juicio hasta llegar al final porque solo entonces verá la coherencia y la riqueza del complejo tapiz que se ha ido tejiendo con materiales tan heterogéneos y podrá apreciar si éstos están debidamente dosificados para que esa riqueza no rompa una coherencia de fondo que es lo que da sentido a una vida; como decía el filósofo, podrá apreciar que en muchos de los hechos narrados fue simplemente “agente”, en otros muchos fue “actor” y solo en unos pocos fue verdadero “autor”, pero esos pocos son los que dan la tonalidad de lo que es una conmovedora realización de un tozudo ideal de bíos theoretikós en uno de los medios aparentemente más inhóspitos y menos receptivos para tamaña empresa. El libro se va a hacer imprescindible no solo para todos los interesados en Zubiri, sino también para los interesados en el pensamiento y, en general, la cultura española del siglo xx, aunque obligue a revisar más de un esquema preconcebido.
JL: Realmente poco puedo añadir a esta excelente reflexión sobre teoría de la biografía, con el que has logrado aclararme varias dudas y poner en tus palabras algunas de mis propias ideas.
Voy a mencionar tan solo un tema, que merece comentario aparte. Tanto en la biografía como en el epistolario llama la atención la enorme cantidad de páginas que ocupa el relato de su proceso de secularización. Aunque estaba clara desde el principio su falta de vocación sacerdotal y la ordenación forzada por circunstancias externas (desde la guerra con Marruecos hasta la presión materna) lo asombroso es su actitud y su paciencia en el larguísimo y tortuoso proceso eclesiástico que soportó durante años para dejar de ser sacerdote sin vulnerar en lo más mínimo las normas y procedimientos internos de la Iglesia. Leyendo toda esa documentación kafkiana con una mentalidad actual y desde fuera de la Iglesia, uno se pregunta cómo pudo soportarlo, por qué se sometió a semejante cantidad de humillaciones laberínticas en lugar de enviar a las autoridades eclesiásticas a paseo. Es impresionante la importancia que daba a dejar de ser sacerdote pero sin vulnerar en lo más mínimo las normas y exigencias de la institución que deseaba abandonar.
JC: Ciertamente en nuestra biografía el asunto del sacerdocio de Zubiri, y su posterior secularización, ocupa un amplio espacio que, como bien dices, para nuestra mentalidad, a cien años vista, puede resultar kafkiano. No obstante, es un tema decisivo para comprender mejor la filosofía de Zubiri. Nada anecdótico. Toca el tuétano de su filosofía y, de alguna manera, la historia del siglo xx europeo. Como el tema que planteas sobre la crisis de Zubiri y su indecisión para dejar el sacerdocio, a diferencia por ejemplo de su coetáneo García Bacca, que plantó su sacerdocio sin más, es complejísimo y estamos muy lejos todavía de haber extraído toda la riqueza que se apunta en la dramática vida de Zubiri que narramos en la biografía, a modo de respuesta voy a apuntar una serie de mojones de la misma biografía que trazan al menos una aproximación a la respuesta a tu pregunta y que, como ya apuntas, tiene muchísimas aristas y meandros que impiden una respuesta única y contundente.
Antes de escribir la biografía a Zubiri se le empezaba a estudiar a partir de su libro Naturaleza, historia y Dios (1944). Zubiri ya tenía 46 años. Ya había pasado mucha agua bajo el puente. El hecho de que se hiciera sacerdote a los 22 años, que lo hiciera sin vocación sacerdotal, sin fe, que fuera modernista, que fuera excomunicado, y que luego, después de su secularización y de su matrimonio con Carmen «renaciera» —como él mismo dice— su fe marca un «temple fundamental» de todo su filosofar que es imprescindible para una aproximación seria a su pensamiento. Este temple —en nuestra biografía— hemos intentado situarlo en los albores del siglo xx y en el horizonte del nihilismo, en el problema del fundamento, al que se aboca la reflexión filosófica. Bajo la égida de Nietzsche hasta Heidegger, pasando por Kierkegaard, Marx, Dilthey, Bergson, Unamuno, Freud, etc., Dios era sentido como el problema de Dios. Un problema que es fundamental para Zubiri a lo largo de toda su vida.
Cuando Zubiri fue al seminario de Madrid su intención era emular de algún modo a sus dos maestros. En aquel momento, Lázaro, un marianista con una gran cultura francesa, y el sacerdote Juan Zaragüeta, su mentor de San Sebastián y gran amigo de la familia. Apasionado como estaba por los estudios teológicos y filosóficos, su ideal era ser a la vez «sacerdote católico, y hombre de estudio crítico». Pronto descubrió que por su constitución psicológica y por su propia avidez intelectual, al menos en su persona, las dos cosas resultaban incompatibles. No podemos entender la vida intelectual de Zubiri sin referirnos a lo que él mismo confiesa como la gran equivocación de su vida: la decisión de ser sacerdote. Su verdadera vocación era la vida intelectual —la filosofía y la teología le apasionaban desde el bachillerato— y su error fue creer que el sacerdocio era el mejor medio para realizarla. No es aventurado pensar que el detonante de la crisis religiosa que culminaría en su secularización fue la imposibilidad de compaginar su vida intelectual y su vida religiosa. Ésta, en lugar de facilitarle la vida intelectual, se la complicaba.
A sus 22 años y en el momento de hacerse sacerdote Zubiri perdió la fe. No se trataba de una crisis de fe pasajera o unas dudas más o menos saludables, sino que experimentó la positiva ausencia de fe cristiana. Lo dice con una contundencia inusitada a Juan Zaragüeta: «No, querido don Juan, no. Cuando la fe se pierde, no es por un detalle crítico ni por una dificultad filosófica. Cómo se conoce que afortunadamente jamás la ha perdido usted… ¿No comprende usted que mi ruptura con la Iglesia significa, de grado o por fuerza, la liquidación más absoluta de todos los valores que hasta el presente han constituido la razón de mi vida? No puedo creer, no creo ¿Por qué? No lo sé. Solo sé que perdí la fe, tal vez para siempre. Pasaré yo, sí, y ojalá sea muy pronto y quedaran las almas grandes como las de mi infeliz padre y la de mi pobre madre, cuyo dolor pesa en mí más que el mío. ¡No tienen derecho a que esto les suceda! ¡Clama al cielo semejante desgracia!» (Epistolario, p. 87).
Después escribirá a su obispo confesándose: «Cuando oí que el Obispo nos invitaba a dar el paso decisivo me adelanté sin titubear; nos prosternamos ante el altar; se cantaron sobre nosotros las letanías de los santos: el gran error de mi vida estaba consumado. Tenía miedo de haber sacrificado mi vida a la nada. […] El Evangelio toma ante la vida presente una actitud de desprecio para no mirar más que a la vida futura. Se nos pone como modelo a Jesús, y hay que tener un poco de buena voluntad para creer que aprecia la vida presente quien dice que no tiene donde recostar su cabeza. Lógicamente interpretado, el Evangelio tiende a hacer del mundo una cartuja en la que los habitantes esperan el advenimiento de la vida futura. La concepción de la vida debe ser la contraria. Se la debe considerar como el gran bien que por el momento poseemos, y nuestro primer imperativo es desarrollar positivamente esta vida. Una cartuja es en el fondo un acto de fe en el budismo. La vida no debe organizarse en fúnebre comitiva que se dirige a la eternidad; la vida es una conquista de la felicidad inmanente» (Carta de X. Zubiri a L. Eijo y Garay, 19-3-1922. (Epistolario, pp. 81-85).
En esta interpretación del Evangelio resuena claramente Nietzsche del que Zubiri era un ávido lector. El motivo de la carta, en síntesis, es buscar la comprensión del monseñor ante las graves acusaciones que ha vertido sobre él un gran amigo que le ha traicionado y ha contado sus intimidades al obispo. Las acusaciones llevaron al obispo a excomulgar a Zubiri por modernista y no cabe duda de que Zubiri lo era.
Hay una práctica unanimidad entre los historiadores en afirmar que no hubo un modernismo religioso español más allá de ciertos brotes modernizantes en los escritos de algunos representantes de la Generación del 98. Miguel de Unamuno es el único al que se suele calificar de modernista y de modo muy impropio, pues su recepción de Kierkegaard y de Barth desborda ampliamente el marco del modernismo católico. Más bien se trató de un cristiano que fue tachado de modernista por ser tan atípico en la católica España. Lo que si hubo en España fue un movimiento antimodernista emocional y apologético. Pues bien, nuestra biografía de Zubiri pone en evidencia que él vivió como ningún otro español la crisis modernista y que es el único sacerdote español que fue excomulgado y reducido al silencio por ello. La vida de Zubiri constituye un vivo reflejo del drama de la historia del catolicismo en el siglo xx, corregido y aumentado por la historia y la tragedia de la Iglesia española. Para Zubiri, el modernismo no fue una mera anécdota, sino que marcó indeleblemente su vida y su obra, condicionó de algún modo la libre expresión de su fe y le llevó a una cierta continencia hasta el final de sus días en la expresión de ciertas tesis.
¿Por qué no abandonó sin más su ejercicio sacerdotal como hicieron otros y mantuvo largos años de litigio? Sin duda la presión ambiental y de sus padres jugaron un papel, quizás también su carácter. Lo cierto es que cuando intentó dejar el sacerdocio no encontró el apoyo para hacerlo y los miedos suyos eran muchos. Su talante y su propia vocación le llevaron desde muy joven al debate íntimo por la verdad, a exigir razones y a vivir los problemas teóricos como algo en lo que le iba la vida. Sus consejeros espirituales no pudieron, no supieron y quizás tampoco quisieron, presentarle claramente las alternativas, jugando más bien las cartas de la emotividad, la culpabilidad y la relativización de los argumentos teóricos esgrimidos por Zubiri. Solo la secularización le permitiría vivir con holgura y con libertad su vida intelectual. La libertad, sobre todo la libertad filosófica, era imprescindible para ella. Y también era una cuestión de honestidad (al menos creemos que él lo sentía así). Él se sentía responsable de sus decisiones y quería enmendarlas delante de la misma Iglesia.
Zubiri a sus 22 años quiere creer, pero no puede (resuena Unamuno). Se siente como un muerto en vida, pero sin las fuerzas de enmendar su vida radicalmente por el temor de no poder enfrentar ni a sus padres, ni a su sociedad y sobre todo a sí mismo. Intelectualmente el drama es más profundo. No encuentra «utensilios conceptuales». En el fondo Zubiri, como intelectual, no puede estar en paz consigo mismo sin hallar una expresión filosófica a lo que él mismo llama el «problematismo de la realidad»: «Durante toda mi vida… solo he conocido una emoción que me ha conmovido: la emoción del puro problematismo. Desde mis inicios he sentido dolor de ver cómo todo se transforma en problema. Pero este dolor no era en sí mismo doloroso (…). Más bien este dolor era la fuente, en el fondo la única fuente hasta ahora, de verdaderos gozos. Me aferré positivamente a este carácter problemático de la existencia» (Carta de Zubiri a Heidegger, 19-II-1930. Epistolario, p. 134) No sabía qué hacer. No sabía a dónde mirar. No podía salir del abismo. No podía ser feliz. Ni en Kant, ni en los modernistas, ni en las ciencias sociales (en especial francesas), ni en Ortega, ni en las ciencias naturales y en sus infatigables y numerosos estudios siendo muy joven, no encontraba la salida a siglos de laberinto de modernidad. Fue en Heidegger —del que leyó Ser y tiempo en 1925 y que precipitó su ida a conocerle— donde encontró una luz. En cierta forma, Zubiri, de la mano de Heidegger, salió de su túnel oscuro. Después se distanciará de él y elaborará su propia filosofía. En ella el problema de Dios es fundamental: «El problema de Dios no es una cuestión que el hombre se plantea como un problema científico o vital, algo que en última instancia podría o no ser planteado, sino que es un problema planteado ya en el hombre por el mero hecho de hallarse implantado en la existencia» (Naturaleza, historia y Dios, p. 367).
Dios no puede ser ningún tipo de ente, de cosa, de objeto que «esté ahí» ante nosotros. Ante «eso» es imposible creer; Dios no es «concepto» de ninguna especie. Pero tampoco Dios puede ser un fondo oscuro, que esté como lo que no se puede sentir y que se postula desde el fideísmo de algo necesario, que todo lo inunda, por ser lo de suyo inefable y excedente del hombre. Luego ¿cómo pensar a Dios, si lo hay, si se da, allende la sustancia, allende el juicio? Esta fue la tarea de Zubiri a lo largo de su vida: «Mi vida intelectual ha transcurrido como una corriente bordeada y encauzada por dos riberas. Una, la idea de liberar el concepto de realidad de su adscripción a la sustancia. Las cosas reales no son sustancias sino sustantividades. […] La otra ribera es la de liberar la intelección, la inteligencia, de la adscripción a la función de juzgar […]. A mi modo de ver, esa liberación del juicio era esencial para poder, por lo menos para mí personalmente, ponerme en marcha en materia filosófica» («Palabras de presentación: Inteligencia y logos, Inteligencia y razón» (31-01-1983), en Escritos menores (1953-1983), Madrid, Alianza Editorial, 2007, p. 333).
Sorprendentemente, en 1936, a los 38 años, después de trece años angustiado, Zubiri vivió una mutación de su vida religiosa. A partir de la obtención de la liberación de la carga del celibato, de la enmienda definitiva de lo que entendía como el gran error de su vida y de su matrimonio con Carmen Castro, su fe adquirió un nuevo vigor. Quería renovar el discurso de la Iglesia, para ofrecer a las nuevas generaciones una alternativa a la pérdida de fe que vivió. Hay una serie de factores (menciono solo algunos) que seguramente tuvieron su peso en su singular y, en el límite, imponderable experiencia:
Empecemos por la reparación del gran error de su vida: el sacerdocio. Zubiri sintió que solo podía reparar su error en la misma Iglesia ante la que había empeñado su palabra. Su psicología y su reflexión intelectual le impedían despreocuparse de todo su pasado eclesial. Cuando se atrevió a enfrentarse al medio social, eclesial y familiar y logró que la misma Iglesia le eximiera de las obligaciones sacerdotales pudo por fin ponerse en paz consigo mismo, liberarse del sentimiento de culpa que le atenazaba, reconciliarse con el catolicismo y mantener una reflexión más ecuánime y serena sobre su propia fe.
En segundo lugar cabe mencionar el auxilio en sus procesos de secularización (1933 y 1935) del sacerdote catalán Lluís Carreras, estrecho colaborador del cardenal Francesc Vidal i Barraquer, del carmelita Bartomeu Xiberta, consultor de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, y del propio Vidal i Barraquer. Los tres le ayudaron a cicatrizar viejas heridas y le acercaron a una Iglesia más abierta y fraterna, en la que encajaba perfectamente su sensibilidad. «En ustedes —le escribía Xavier a Carreras— he encontrado un oasis que nunca sabré apreciar bastante». «Sea bendito Dios y la Santísima Virgen, y Vds. todos, todos, sin excepción, que tanto han participado en las congojas y dolores de mi vida, de una vida que en definitiva no tenía por qué serles tan cara. Doble motivo de emocionada gratitud, cristiana y humana a un tiempo. Usted —se refiere a Carreras— ha guiado efectivamente mis pasos en estos últimos años: el hogar espiritual que he encontrado en usted, “formalmente” en usted, presidido por el cardenal, arropado por el cariño de sus amigos de ahí, prolongado con este hombre maravilloso que es Xiberta». «Ex Catalonia lux!! Qué hubiera sido de mí sin ustedes…» (Epistolario, p. 224).
Y, por último, la conversión de Carmen Castro, su esposa, que procedía de un medio familiar explícitamente agnóstico. La fe que descubrió en ella, le condujo también al resurgimiento de la suya. Zubiri no quería por nada del mundo presionar a Carmen. Estaba dispuesto a realizar un matrimonio mixto y se cercioró con sus amigos de que la fe de Carmen no surgiera por alguna especie de admiración o de inclinación hacia él.
A cien años vista resulta difícil no cometer el anacronismo de comparar a Zubiri con otros clérigos que dejaron el sacerdocio después del Concilio Vaticano II y valorar su conducta desde la mentalidad tan distinta de nuestro tiempo, pero al menos en nuestra biografía nos esforzamos para dar cuenta del rigor analítico con que Zubiri reflexiona sobre su drama vocacional, y la ecuanimidad y la ponderación con las que da cuentas de su error, sin eximirse a sí mismo de responsabilidades: Zubiri sostuvo siempre que sus superiores le empujaron a la vocación sacerdotal contra su propia tendencia, pero reconoció también que él fue incapaz, por su propio temperamento, de expresar su sentimiento más íntimo. Se dejó ejercer una violencia que, a toro pasado, pensó que habría podido evitar de haber expresado su sentimiento interior. Nunca dijo que se hiciera sacerdote por coacción de sus padres, pero sí que el ambiente familiar y vasco, fervorosamente católico, pudo ejercer sobre él más presión que una «coacción».
Zubiri era consciente de la confusión que engendró en torno a su vocación sacerdotal su interés por el estudio de temas eclesiásticos y por la teología, a lo que se añadía la inercia con que se encaminaba hacia la ordenación, sin atreverse a plantarse. Se engañó a si mismo pensando que el sacerdocio le posibilitaría dedicarse enteramente a su vocación intelectual y que le sería posible ejercer disimuladamente un sacerdocio modernista que podría ser útil a otras almas.
Pronto descubrió que sus problemas de salud recurrentes tenían que ver con el conflicto entre su vocación filosófica consagrada al estudio y su sacerdocio. Su sufrimiento interno de aquellos años hizo que fuera toda su vida especialmente sensible a los conflictos vocacionales.
Zubiri acabó reconociendo que tuvo miedo de hacer lo que hubiera sido consecuente dada su crisis de fe y su falta de vocación sacerdotal: romper con la Iglesia. Temió quedarse solo, aislado de su familia, y limitado en su futura carrera universitaria. Se ordenó sin vocación porque no se atrevió ni encontró las fuerzas con que oponerse a las circunstancias.
Tras su secularización, y a pesar del entusiasmo con el que revivió su fe cuando subsanó ante la Iglesia «el gran error de su vida» y del cuidado que siempre puso en evitar nuevos problemas con la jerarquía, su catolicismo siempre quedó supeditado a su vida intelectual. Poco antes de la Guerra Civil pensaba que podía contribuir desde su cátedra a elevar el nivel intelectual de la Iglesia española: «Yo desearía poder contribuir muy positiva y eficazmente como el último, pero el más activo operario a la recristianización de la vida intelectual de nuestro país, y volver a atraer la atención sobre los problemas teológicos, muertos por una piedad practicona de novenario, o esterilizados en fríos esquemas» (Epistolario, p. 223). Pronto se dio cuenta de que esto era imposible sin sacrificar su vida intelectual. Aquella «elevación» tendría que ser por vías mucho más discretas.
Sin embargo, por más que Zubiri anduviera con pies de plomo, seguía manteniendo una teología «sospechosa», como demuestra la demora de dos años de la censura eclesial para la obtención del nihil obstat de los artículos teológicos o religiosos de Naturaleza, historia, Dios. No se trataba solo de su pasado modernista, su secularización y su reciente matrimonio con la hija de un reconocido agnóstico, sino de sus mismos intereses teológicos inquietantes para la ortodoxia: Pascal, Eckhart, la patrística griega, los estudios de la École Biblique de Jerusalén, la exégesis, la espiritualidad y la teología benedictina, la amistad con Michael Schmaus cuya Dogmática (1939) arraigaba en la historia y utilizaba un lenguaje vivo y desacomplejado ante las filosofías contemporáneas que contrastaba con los manuales escolásticos.
A partir de la encíclica Humani Generis, promulgada el 12 de agosto de 1950 por el papa Pío xii, se aplicaron toda una serie de medidas contra varios teólogos de la Nouvelle Théologie con los que confraternizaba Zubiri. Fue el padre Xiberta el que influyó en el Vaticano para que no se condenara el existencialismo en general, sino aquellos que defendían el ateísmo y la incapacidad de la mente humana para conocer la realidad y alcanzar la verdad, a fin de salvar a Gabriel Marcel y al propio Zubiri. En lugar de una discusión profunda de los planteamientos de la Nouvelle Théologie la respuesta y la táctica de las autoridades eclesiásticas fue la misma que durante la crisis modernista: silencios, denuncias a Roma y reivindicación de la escolástica como si fuera un dogma de fe.
Zubiri siempre rechazó esta actitud de la Iglesia y se propuso en su filosofía otra opción: Una posibilidad era «la actitud de defenderse. Desgraciadamente ha sido la actitud que durante siglos han tomado el cristianismo y la Iglesia. Y en virtud de esta actitud, la elaboración del mundo moderno ha acontecido completamente al margen de la iglesia. La otra posibilidad era distinta: era justamente haber repetido con la razón moderna lo que en su hora se hizo con la razón griega: haberla utilizado interna, íntimamente, para con ella desarrollar nuevas y distintas posibilidades del cristianismo» (El problema filosófico de la historia de las religiones, p. 321). Pensemos que cuando tiene lugar el Concilio Vaticano II, Zubiri ya tiene 70 años.
En definitiva, el drama de Zubiri, a ojos de nuestro tiempo kafkiano, tuvo en el plano vital al menos dos consecuencias positivas: La primera es que le inmunizó de por vida contra toda suerte de ortodoxias que pretendieran encorsetar la libertad intelectual y el tratamiento a fondo de los problemas. La segunda es que la lucha interna que tuvo que desplegar Zubiri para llevar a cabo su vocación filosófica, no solo rectificando su mayúsculo error, sino adaptándose después a las situaciones políticas más adversas sin ceder nunca un ápice de su libertad intelectual, le llevó a insistir siempre en la importancia de despertar en las personas su vocación más propia (sea cual sea la ruptura que ello provoque), en la extrema dificultad de descubrir la propia vocación (que puede ser plural: poeta-filósofo, arquitecto-poeta, etc.) y en la inmensa suerte que supone poder realizarla. En nuestra biografía obtuvimos muchos testimonios de que Zubiri había despertado en ellos, y empujado, su verdadera vocación y que agradecían los certeros consejos recibidos de Zubiri sobre la orientación esencial de su vida. Zubiri sabía escuchar y recibir la intimidad de los demás. Lo que no es extraño conociendo su vida. La amistad fue algo siempre sagrado para Zubiri. El anverso del atropello y traición de que fue objeto por su gran amigo de Lovaina que le denunció ante el obispo (Epistolario, pp. 31-51).
JL: En esa carta de 1921 que mencionas, hoy famosa, Zubiri confiesa a Louis Soudreau, «Rourix», al que consideraba amigo de confianza, su crisis de fe y sus auténticas opiniones sobre la religión y la Iglesia católica. La copia que Soudreau envió al obispo tuvo graves consecuencias para Zubiri. Leído hoy el texto es impresionante por su autenticidad, su profundidad, pero, sobre todo, por su claridad. En veinte páginas consigue exponer el núcleo de toda una filosofía de la religión. ¿Hay alguna explicación de este último hecho, teniendo en cuenta que toda la obra madura de Zubiri, como se repite tópicamente, es cualquier cosa menos clara? ¿De qué modo la evolución de su pensamiento le obligó a adoptar un estilo complejo y oscuro, prácticamente críptico para personas cultas que leen sin dificultad a Platón, a Descartes o a Nietzsche?
JC: Sin duda, su crisis sacerdotal y de fe y su posterior renacimiento —Zubiri se sintió siempre sacerdote y nos consta que algunas veces, ya vuelto a su estado laico, actuó como tal— afectó a su peculiar «retiro» y forma de vida en la España de la posguerra y hasta su muerte, y sí, su estilo cada vez se volvió más complejo, pero fue por la propia creación filosófica. Zubiri nos lleva a un punto de partida no explícitamente explorado por otros autores. A una filosofía primera, no fácil de alcanzar, desde la que se abren todas sus filosofías segundas: antropología, sociología, metafísica, cosmología etc. Diría que el gran problema de Zubiri es la falta de contexto de su filosofía; éste se ha recuperado después de su muerte, sobre todo, creo, gracias a los trabajos de Diego Gracia y de Antonio Pintor Ramos. Incluso Ortega, que escribe de un modo brillante y grácil, es difícil de comprender en su radicalidad. Es consustancial a la filosofía esta dificultad cuando no es mera divulgación. Un profesor me decía, al terminar la carrera, que ahora quizás ya había aprendido a leer filosofía. Comprender a Zubiri exige familiarizarse con un lenguaje técnico muy propio de él y con la fenomenología, que tampoco es fácil. Casi no tuvo interlocutores filosóficos y su discípulo amado, Julián Marías, tampoco comprendió casi nada del esfuerzo filosófico zubiriano. Sin duda, es mucho más claro que el maestro al que admiró: Heidegger. Por otra parte, tengo que confesarte que se te pega el estilo de Zubiri, el modo de tratar los problemas. Piensa que casi todos los cursos de Zubiri salen directamente de su cabeza. En sus conferencias apenas mantiene unas fichas con algunos nombres. Toda la estructuración de los problemas que —a modo de círculos— va ciñéndose en el problema tratado, surge de su mente casi, como dicen los que intentaban tomar apuntes, como una ametralladora. Además, a mi modo de ver, usa un castellano brillante, con expresiones como «de suyo» o «dar de sí», propias de este idioma y de difícil traducción a otras lenguas, empezando por el catalán. Es decir, da brillo filosófico a la lengua castellana.[2]
[1] Diplomado en Teología y doctor en Filosofía.
[2] Una amplia selección de recensiones sobre Zubiri disponible en: https://sites.google.com/view/jordi-corominas-escude/altres/recensions-de-x-zubiri-la-soledad-sonora




